miércoles, 19 de noviembre de 2014

Los antroponíricos (Caronte –cap. V–)


Pero mi estado de ánimo no mejoró con la llegada del alba: la amnesia proseguía y, para colmo, la humedad de la hierba me había penetrado hasta los huesos.
—Buenos días. ¡Qué frío hace! –exclamé tiritando.
Caronte procedía a enfundarse un jersey. Era patente su malhumor, y apenas si respondió a mi saludo matutino. Sus gruñidos me dieron a entender que por las mañanas no recibía, y no volví a dirigirle la palabra.
Después de un desayuno frugal, emprendimos la marcha: él, taciturno, embebido en sus pensamientos; yo, en los míos, que no eran precisamente halagüeños ni optimistas. Al cabo de algunas horas comenzó a caer una lluvia pertinaz. Pronto el agua me caló hasta el tuétano. Pensé que resultaba muy desagradable errar sin rumbo por los caminos, a merced de las inclemencias atmosféricas. Caronte permanecía impasible, sin parecer importarle que lloviera o hiciese sol.

—¿No te molesta la lluvia, Caronte?
—¿Hmmm...?
Con gesto ambiguo dio a entender que no me había escuchado.
—Digo si no te molesta la lluvia. Debe de ser dura la vida de vagabundo. Es triste carecer de hogar, de un techo donde guarecerse, ¿verdad?
—¡Quién te ha dicho que no tengo hogar! ¿Ves esto? –dijo pateando el suelo–. ¡Esto es mi hogar! ¡La tierra entera lo es!

El instinto me impulsó a retroceder ante su reacción. Y sus labios se distendieron en una sonrisa burlona.
—Tranquilo, hombre. Se diría que me tienes miedo.
—No te temo. Pero te aseguro que me parece improcedente esa salida de tono. No creo que sea para ponerse así. Tengo frío, y me limité a hacer un comentario al respecto.
—¡Y qué coño pretendes que haga yo para remediarlo! ¡Si echas a correr, entrarás en calor en menos de un suspiro!
—No pretendo nada, e insisto en que tu actitud no es pertinente.
—¡Bah! ¿Quieres saber si me fastidia estar mojado? Sí, por supuesto.
—Esa respuesta me parece más civilizada.
—Mira, Adrian, me importa un huevo lo que te parezca o deje de parecer.
Me sentí irritado por su comportamiento, y estuve todo el camino sin dirigirle la palabra. Él tampoco hizo amago de hablarme. Y de esta guisa transcurrió la mañana sin que hubiéramos cruzado ni un solo monosílabo. Llegado el mediodía divisamos un caserío, y el semblante adusto de Caronte se tornó alegre.
—Vamos a solicitar trabajo. ¿Te parece bien? —consultó con talante risueño.
—Sí –afirmé lacónico.
—¿Es mi imaginación o te has vuelto parco en palabras? –preguntó espiando mi rostro–. ¡No me digas que estás enojado conmigo! ¡Vaya por Dios! Se nota que no me conoces, muchacho. Bueno, ya te acostumbrarás a mi modo de ser –aseguró lanzando una carcajada.
—¿Sí...? Yo no le veo la gracia.
—Venga, Adrian, no seas chiquillo.
—¿Crees que querrán darnos empleo? –interrogué desabrido, cambiando de conversación.
—Si no quieren, peor para ellos.
—No, peor para nosotros. Tendremos que comer. Vamos... digo yo.
—No te inquietes por eso. Déjalo de mi cuenta.

Nos dirigimos a la alquería, y nos ofrecimos a realizar algunos trabajos a cambio sólo de comida y cama. El terrateniente aceptó de buen grado pues estaba necesitado de braceros. Pero nos dijo que la noche tendríamos que pasarla en el establo ya que eran muchos de familia y no disponía de habitaciones libres.
Pasamos el resto del día cultivando el campo, partiendo leña y ordeñando vacas y ovejas. Cuando llegó la noche y nos fuimos a dormir, yo no podía con el alma.
—Estoy reventado. Mira, tengo las manos destrozadas –dije tirándome sobre el heno.
—Ya te acostumbrarás. Pareces una jodida señorita. Me pregunto de dónde habrás salido.
—Eso quisiera saber yo.
—¿Aún no recuerdas nada?
—Nada en absoluto.
—Mejor para ti. –afirmó, encogiendo los hombros con indiferencia.
—¡Qué dices...! ¿A ti todo te da igual o es que aún no crees en mi amnesia?
—Lo he dicho por tu bien, muchacho. ¿Sabías que todo recuerdo del pasado no es más que una distorsión de la realidad?
—"Realidad o irrealidad sólo son simples términos para definir algo abstracto." ¿Recuerdas...?
—¡Claro! ¡Cómo no lo voy a recordar si procede de mi intelecto! –exclamó soltando una carcajada–. Ahora en serio, muchacho. Comprendo que desees saber tu identidad, pero el pasado sólo es una ilusión, el espejismo de una felicidad inexistente. El individuo tiende a evocar e idealizar vivencias pasadas que nada tienen de ideales. El presente es más auténtico y no se presta tanto a engaño. Hay que disfrutar del momento, ¿entiendes?
—Me inclino ante tu sabiduría –dije irónico.
—Búrlate lo que quieras, pero insisto en que cualquier período pretérito se presta a interpretaciones erróneas. El recuerdo está aliado con la ilusión para confundirnos.
—¡No me digas!  Bueno, sea como fuere, me interesa saber quién soy y de dónde procedo. ¿Y por qué no cambiamos de conversación? ¿Prometes no enfadarte si te hago una pregunta?
—No te molestes en hacerla. Ya sé por dónde van los tiros.
—Eres muy listo.
—No hace falta serlo para saber qué te tiene intrigado.
—Venga, Caronte, dime quiénes son los antroponíricos.
—Eres un pelma. Mira, te propongo un juego.
—¿Sí? ¿En qué consiste?
—En una adivinanza. A través de ella  obtendrás pistas para averiguar lo que deseas saber. Claro que eso será mañana, porque hoy ya es muy tarde.
—¡Socorro! ¿Pretendes martirizarme con otra de tus historias?
—El que algo quiere, algo le cuesta. Y ahora, a dormir. Buenas noches, muchacho.
—Eres un dictador, ¿lo sabías?
—Mañana lo discutimos –dijo con voz soñolienta.
Caronte se quedó dormido, y me dio envidia ver la placidez reflejada en su rostro. Tenía el pleno convencimiento de que me esperaba otra noche de vigilia, cara a cara con mis pensamientos y mis inquietudes. Pero casi al instante el sueño se apiadó de mí y me sumió en el mundo de la inconsciencia: El cansancio había logrado abatir al insomnio.

Continuará...
© María José Rubiera Álvarez