viernes, 16 de octubre de 2015

Los antroponíricos – Caronte (continuación cap. VII) –

—Pláceme vuesa presencia, Altezas –dijo, e inclinándose hizo una graciosa reverencia–. Aramis, para servir a vuesas mercedes.
—¿Vos sois Aramis? ¡Plácenos vuesa compañía, mosquetero! –imitó Caronte, y con guasa–: Os hallo muy solo, caballero. ¿Y vuesos fieles amigos?
—Me sorprende que no os reconozcáis, Excelencia, puesto que vos sois uno de ellos. Y vos, señor, ¿tampoco os reconocéis –preguntó dirigiéndose a mí–. Me inclino a pensar que habéis abusado de los placeres del vino. Tened presente, caballeros, que es deplorable vuesa debilidad.
Todos reímos de buena gana. Llegaron las presentaciones, y resultó que el verdadero nombre del desconocido era Bienvenido. Pero dijo que prefería que le siguiéramos llamando Aramis. Y pronto se estableció entre los tres una corriente de camaradería.
Aramis derrochaba simpatía a raudales. De estatura media y más bien delgado, ojillos maliciosos, que bailaban alegres dentro de las cuencas; el rostro lampiño, aunque senescente y enrojecido a consecuencia de los excesos etílicos, aún conservaba parte del niño que llevaba dentro.
—¿Cómo es que no te hemos visto antes? –preguntó Caronte–. ¿Cuánto hace que eres inquilino de esta "suite"?
—Quizá cuatro o cinco estaciones antes que vosotros. Pero cuando os vi subir al mercancías estaba lo suficiente borracho para poderlo precisar con exactitud.
—¿Sabes adónde se dirige este tren? –pregunté interviniendo en la conversación.
—Para mí carece de interés, y supongo que para vosotros también. Somos ciudadanos del Mundo, y lo mismo da un lugar que otro. Lo importante es vivir en libertad –y exhalando un suspiro–: Amigos, ¿habrá algo más hermoso que ser libres?
—Sin lugar a dudas la libertad es uno de los dones más preciados –afirmó Caronte–. Aunque es una utopía, puesto que todos podemos considerarnos prisioneros...
—Yo no –atajó con sequedad Aramis–. Digo y hago cuanto me viene en gana.
—Eso quizá sea la manifestación de la libertad, pero no la libertad en sí. Mírate: estás encadenado al contenido de una botella. Ser libre significa no estar supeditado a nada ni a nadie. Pero no te apures, voluntaria o involuntariamente todos somos cautivos de algo o de alguien...
—¡Ya vale, sabihondo! –interrumpió Aramis, con gesto desabrido–. Déjate de monsergas y filosofía barata, y no me compliques la vida. A estas alturas lo único que me interesa es una botella de vino, comer, dormir y, claro está, cagar. Ja, ja, ja...
Dio unas volteretas en el aire, celebrando su propia ocurrencia. Yo también sentí deseos de reír, pero me contuve por temor a ofender a Caronte, que lo miraba con gesto adusto. Aramis había herido su ego al llamarle sabihondo, y él no se lo perdonaría tan fácilmente.
—Detesto la gente soez –dijo Caronte– ¿Nunca te han dicho que eres un gorrino?
—Me han dicho muchas cosas, pero nunca utilizando un vocabulario tan finolis.
—Decididamente eres un imbécil.
—¡Bah! ¿Siempre te tomas todo tan en serio? ¿Por qué no te ríes un poco? –y jocoso–: La risa es una buena terapia, ¿no?
Caronte se rindió ante el encanto de Aramis, y relajando el semblante lanzó una carcajada.
—Está bien, mequetrefe, como castigo te corresponde amenizar la velada. Más te vale que sea algo agradable.
—¿Hace una partida de cartas? –y emitiendo una risita maliciosa se frotó las manos vigorosamente–. Je, je...¡Os voy a dejar desplumados!
—Yo no tengo dinero –dije.
—¿Quién habló de dinero? Jugaremos a las prendas.
—¡Anda ya!
—Eres un crédulo. ¿Te crees que voy a lucir mi body ante vosotros...? –bromeó sacando del bolsillo una baraja mugrienta. Y entre bromas y risas repartió las cartas.
Estuvimos enfrascados en el juego hasta que nos rindió el cansancio. Aramis se tendió hecho un ovillo en el suelo y Caronte se apropió la baraja para hacer un solitario. Cerré los ojos y me dejé acunar por el traqueteo del tren: el balanceo del gárrulo deslizándose por los raíles actuaba sobre mí como un sedante. Procuré mantener la mente en blanco, prohibiéndome a mí mismo cualquier pensamiento negativo que pudiera alterar aquella tranquilidad. Dormía profundamente cuando la voz imperiosa de Caronte consiguió sobresaltarme.
—¡Caballeros! ¡Basta ya de rendirse en los brazos de Morfeo! ¡Os propongo otro juego!
—¡Bravo! ¡Sí, sí...! –celebró Aramis, batiendo palmas entusiasmado.
—¿Qué juego? –pregunté mosqueado al observar un destello avieso en sus pupilas.
—Ya lo verás, será divertido. El juego consiste en la asociación de ideas. Yo digo una palabra y vosotros respondéis lo primero que se os ocurra.
—Conmigo no cuentes.
—¿Por qué no quieres jugar, Adrian? –preguntó Aramis.
—Porque no me da la gana.
—Venga, chaval, no seas así.
—Déjalo. ¿No ves que es un cretino? –reprochó Caronte–. En fin, en otra ocasión será.
—¡Con la ilusión que me hacía...! Anda, hazlo por mí –rogó Aramis.
—¡Qué pesadez de hombre! –exclamé molesto– ¡Vale, juguemos!
—¡Bien! –exclamó Aramis, alborozado–. Primero yo.
—De eso nada –denegó Caronte–.  No sería democrático. Lo echaremos a suertes para ver a quién le corresponde el primer turno –dijo sacando una moneda del bolsillo.
—Yo elijo cruz –se apresuró a decir Aramis.
—En ese caso, Adrian tendrá que conformarse con la cara. ¿Tienes algo que oponer al respecto, Adrian? –preguntó ceremonioso.
—En absoluto. Tanto me da que me da igual.
Caronte lanzó el metal al aire. Y Aramis se llevó una decepción al ver que me tocaba jugar en primer lugar. Sonreí al ver la contrariedad pintada en su rostro.
—¿Por qué te ríes...? ¡No es justo! –protestó encaprichado–. ¡Siempre llevo las de perder! ¿Por qué no vuelves a lanzar la moneda, Caronte?
—¡Ya está bien de sandeces! Le tocó a Adrian. Punto.
Nos situamos formando un triángulo, y Caronte se dispuso a iniciar la ronda de preguntas.
—Bien, Adrian. ¿Comenzamos?
—Sí. Cuando quieras.
C: Bosque.
A: Virilidad... Penumbra...
C: Mujer.
A: Fertilidad... Advertencia... Peligro...
C: Hombre.
A: Sangre... Guerra... Caos...
C: Amor.
A: Putrefacción... Ciénaga...
C: Amor.
—¡Se acabó! ¡Maldito seas...! –maldije amenazante–. ¿Qué te propones? ¿Crees que no sé en qué consiste el "jueguecito"? ¡Vete a psicoanalizar a tu madre!
—Tranquilízate. Te juro que sólo pretendía hacer más ameno el viaje.
—¿Divirtiéndote a mi costa? ¡No me obligues...! ¡Me tienes hasta la coronilla, Caronte! ¿A qué viene tanto interés en hacer de psicólogo conmigo?
—¿Me perdonas? –suplicó sumiso–. Vamos, muchacho, no te lo tomes así. Te prometo por mi honor que nunca más volverá a suceder.
—Tú desconoces el significado de esa palabra. Espero que no se vuelva a repetir –advertí, domeñando mi enojo.
Aramis se había escabullido hacia un rincón y se mordía las uñas.
—Oye, tú... –increpé con dureza–. Deja ya de portarte como un crío.
—Pensé que os ibais a pegar. Me disgusta la violencia –dijo apenado–, me pone nervioso. Soy amante de la armonía. ¡Y del vino!
Hizo un mohín tan gracioso que logró se disipara la tensión que se había generado. Pero ya no volvimos a gozar del ambiente de camaradería que por espacio de unas horas habíamos compartido, y cada uno de nosotros se dedicó a estar a solas con sus pensamientos.
El convoy redujo la marcha y se detuvo unos instantes ante la señal roja, momento que aprovechó Aramis para abrir la pesada puerta y descender a la vía.
—¡Adiós, queridos mosqueteros! Es mi deseo que los hados os sean propicios.
—Te vas por culpa nuestra, ¿verdad? –pregunté–. No te vayas, Aramis. Te juro que ni Caronte ni yo volveremos a enzarzarnos en otra pelea.
—Deja que se vaya, muchacho. Es libre de tomar sus propias decisiones.
—Os aprecio mucho, mosqueteros, pero he de abandonaros. La reina me necesita, y he de acudir a su llamada. Quizá volvamos a encontrarnos en otro lugar o en otro tiempo... ¡Quién sabe!
La figura pizpireta de Aramis fue tragada por la oscuridad de la noche. Y, no sé por qué razón, me apenó pensar  que jamás volvería a cruzarse en mi camino.
Pasados unos minutos el mercancías volvió a ponerse en movimiento y se deslizó acompasado y chirriante por los raíles. Me imaginé cuán grato sería si en el devenir de la existencia nos fueran brindadas las mismas opciones que el tren brinda a los pasajeros: elegir un destino u otro, apearse o seguir la marcha; gozar en un vagón de tercera clase de la comunicación que se establece entre el pueblo llano, o por el contrario escoger una solitaria litera. Llegar a la estación sin prisa, con la seguridad de poder embarcarse en otro tren cuando la oportunidad de embarcarse en el que lo precedió ha sido desaprovechada.
© María José Rubiera Álvarez

miércoles, 29 de julio de 2015

Los antroponíricos (Caronte –cap. VII–)

—Menudo follón organizaste, muchacho. Le diste una buena tunda a ese pollo –celebró Caronte, lanzando una sonora carcajada.
—¡Uf... No me lo recuerdes! Lo siento, no era mi intención causarte molestias.
—¡Bah! No importa. De vez en cuando a mí también me da el siroco.
—¿Qué intentas decir? ¿Piensas que le agredí porque me apeteció?
—¿No fue así?
—No. Fue un acto impulsivo. Una reacción provocada por el miedo, supongo.
—¿De qué tuviste miedo?
—Ha sido una experiencia sumamente desagradable, y no quiero hablar de ella.
—¿Entonces sí estabas bajo los efectos de la hipnosis?
—Así es.
—¡Vaya, vaya...! ¿Y cómo no aprovechaste la oportunidad para saber de tu pasado? –preguntó sarcástico, y en las aceradas pupilas brilló un destello de ironía–. ¿O sí te serviste de la coyuntura y has averiguado lo que no te convenía saber?
—¡Vete al infierno! ¿Por qué eres tan malintencionado?
—No sabes encajar una broma. Estás muy irascible, muchacho.
—¿Cómo te sentirías si estuvieras en mi pellejo?
—No muy bien, supongo. Debe ser duro desconocerse a sí mismo.
—Más de lo que podrías imaginar –asentí.
—Déjame ver tu mano derecha.
—¿Para qué?
—Se me acaba de ocurrir una cosa. Sé que no llevas alianza, pero quiero comprobar si el anular conserva algún indicio que evidencie haberla llevado.
Estaba en lo cierto: el anular presentaba un cerco blanquecino.
—Esto confirma mis suposiciones. Es probable que estés casado.
—La señal puede deberse a otro anillo, no necesariamente a una alianza.
—Permíteme que lo ponga en duda.
—¿Por qué? –pregunté retador.
—Porque es una marca muy fina, propia de un aro.
—Está bien. Y en el supuesto que así sea, ¡qué!
—Nada. Sólo que una esposa no se olvida con facilidad –y utilizando su habitual sorna–. Y mucho menos si es insoportable.
—Tonterías. Déjame en paz, por favor.
—Vamos, intenta recordar su nombre –y con un deje de burla–. Tal vez el amor estimule tu memoria. Aunque también puede darse el caso que en lugar de amor descubras odio.
El deseo de recuperar la memoria me impulsó a seguir la sugerencia de Caronte. Hurgué en mi cerebro, en busca del recuerdo que se negaba a acudir, y me embargó la emoción. Pero no la emoción del amor, de la dicha que se siente ante la rememoración del ser amado, sino de algo más fuerte y poderoso que latía dentro de mí: un embrión dotado de una lengua ígnea que devoraba cuanto de tierno y sublime pudiera interferir en sus propósitos. Se desarrollaba y crecía arropado en el útero abyecto de Némesis, con el único fin de llevar a cabo su misión.
Fue una sensación evanescente, inasible como estrella fugaz que atraviesa el firmamento. Manifestada no obstante con tanta intensidad que logró asustarme.
—No puedo recordar nada –dije encajando las mandíbulas y aparentando indiferencia.
—¿No puedes, o no quieres?
—¡Déjame en paz!
Escruté su rostro a hurtadillas, temeroso de que hubiera captado mi inquietud: no me apetecía hacerle partícipe de mis emociones. Pero afortunadamente había dejado de prestarme atención y se hallaba embebido en sus propias cavilaciones.
—¡Muchacho! –exclamó de repente–. Se me acaba de venir a la mente una idea sumamente interesante. Es sobre la experiencia que viviste bajo los efectos de la hipnosis.
—¿Y...?
—Aunque también es cierto... –interrumpió la frase y pensativo se acarició la barbilla.
—Vamos... Suéltalo de una vez, Caronte.
—Que cuando una persona está hipersensible es sumamente sugestionable.
—Lo siento, no logro seguirte. ¿Qué intentas decir?
—Pues que apostaría que no todo fue sugestión.
—¿Cómo te atreves a aventurar opiniones al respecto si ni siquiera sabes qué ocurrió?
—Un momento, ¿me dejas continuar?
—Adelante.
—La mente desarrolla sus propios mecanismos de defensa. Utiliza la simbología para advertir al consciente de traumas psicológicos que de hacerlo con claridad pondrían en peligro la estabilidad emocional del individuo, los enmascara para evitar un choque afectivo y por consiguiente una agresión psíquica.
—Y eso... ¿qué tiene que ver conmigo?
—Me atrevería a asegurar que la hipnosis te ha situado en el umbral del pasado, adquiriendo una forma camuflada, claro está. No quisiera parecer pedante, pero me precio de conocer la naturaleza humana y creo que tu amnesia se debe a una gran conmoción psíquica.
—¡Vaya, hombre! ¿Ahora también eres adivino? ¿Por qué no le pides trabajo a Milahi?
—¡No seas impertinente! Has de saber que la amnesia puede manifestarse como consecuencia de un choque emotivo. Eso sí, no revierte gravedad. El periodo amnésico derivado de algún trauma psicológico tiende a disminuir e incluso remitir en el curso del tiempo.
—¿Tú, ¿cómo lo sabes? ¿Acaso eres psiquiatra? ¡De qué vas! Te consideras muy inteligente, ¿no es cierto? Permíteme decirte que eres un asno –dije despectivo, pues su jactancia y prepotencia me habían irritado sobremanera. Pero al instante me arrepentí de haberlo insultado y le pedí disculpas–. Perdona. Lamento lo que he dicho, Caronte.
—¡Eres un desagradecido, Adrian! –exclamó enojado–. Pero me está bien empleado por meterme donde nadie me llama.
—Ya te he dicho que lo siento. Admito que he sido un tanto desagradable, ¿vale?
—No tenías necesidad de insultarme –dijo dolido.
—Lo sé, lo sé... –concedí–. Reconozco que ha sido un fallo por mi parte. Discúlpame.
—La disculpa sirve como atenuante de la culpa –y con aires de reyezuelo–: ¡Voy a ser magnánimo contigo, teniendo en cuenta que el yerro es una condición inherente al hombre!
—Cierto. Incluso la propia existencia es un error.
—El error no radica en la existencia, sino en el prisma con que se examina.
–Si tú lo dices.
—Sí. La existencia es una obra abstracta, simple en apariencia por su calidad de habitual. Pero oculta bajo esa simpleza subyace la magistralidad del Universo. Aunque admito que llegar a esa deducción requiere un esfuerzo intelectual, que resulta mucho más cómodo aceptar lo simple.
—La existencia nada tiene de magistral. Más bien es mero accidente.
—Esa consideración representa otro error. Te diré cómo lo veo yo: Imagina un cuadro abstracto, una obra maestra, y a un lego en arte pictórico intentando descifrar el mensaje que el artista ha transmitido al lienzo. Como el citado señor es profano en la materia sólo apreciará en la pintura trazos carentes de sentido, la juzgará con desprecio e incluso se atreverá  a decir que es una mamarrachada. Conclusión: el error no consiste en la obra, sino en el nesciente que la juzga sin tener ni puta idea. Pues bien, este ejemplo podría aplicarse a una inmensa mayoría de ignorantes.
Caronte siempre lograba desconcertarme. Aquella vena filosófica, que en ocasiones dejaba entrever, no dejaba de causarme asombro. Si tuviera que hacer un perfil de su personalidad me atrevería a calificarlo grosero,  descortés, despiadado, cínico, incluso en ocasiones malvado; aunque también educado, gentil, magnánimo, sensible, inteligente... y todo ello acompañado de una labilidad asombrosa: en suma un carácter contradictorio y enrevesado por demás. Pero estos calificativos sólo eran fruto de mi observación, pues a pesar de la confianza que se había establecido entre ambos él nunca hacía comentarios respecto a sí mismo ni a su vida privada.
—¿Qué cavilas, muchacho?
—Nada importante.
—¿Piensas en la adivinanza?
—¡No! Te confieso que no me he acordado más de ella. Pero ya que has sacado el tema a colación: ¿Quiénes son los antroponíricos?
—No te lo diré. Utiliza la cabeza, y piensa –dijo frunciendo los labios.
—¡Hip!, ¡hip! ¡Hurra! ¡Brindo por los sofistas! ¡Os invito a un trago, Excelencias!

En todo momento habíamos dado por sentado que éramos los únicos pasajeros del mercancías, y nos quedamos confundidos por las exclamaciones que partían de la penumbra. Desde la otra esquina del vagón, botella en mano, un individuo nos hacía gestos de saludo. Se incorporó con dificultad y con paso tambaleante se aproximó a nosotros.

Continuará...
© María José Rubiera Álvarez

martes, 28 de abril de 2015

Los antroponíricos – Caronte (continuación cap. VI) –

—¿Quieres ver el espectáculo? –propuso Caronte, ahuyentando mis pensamientos–. ¿No crees que nos merecemos un rato agradable después de haber trabajado como (...) toda la semana?
—Como quieras. Tú verás si podemos permitirnos ese gasto.
Esbozó una sonrisa y diligente se dirigió a la taquilla. Entregamos las entradas al portero. Nos adentramos en el teatro y avanzamos por el pasillo. La sala estaba a rebosar de gente: sólo quedaban sin ocupar dos localidades en la sexta fila, destinadas a nosotros. No hicimos más que tomar asiento cuando las luces se apagaron y unos focos, hábilmente situados, pasaron a iluminar el escenario. Se levantó el telón y después de un breve preámbulo a cargo del presentador el prestidigitador, un  hombre moreno y bien parecido, ataviado de frac y camisa blanca, hizo acto de presencia en el escenario y comenzó la actuación. De su estilizada figura se desprendía una aureola de misterio y era tan habilidoso con las manos que en verdad parecía estar dotado con el arte de la magia. Cada pase era celebrado por el público con murmullos de admiración y acaloradas ovaciones. Era un auténtico deleite ver cómo objetos tan habituales y simples: naipes, pañuelos, monedas, copas a rebosar de líquido y un sinfín de sencillos artilugios aparecían y desaparecían como por encanto ante los ojos de los espectadores, adquiriendo un significado mágico.
Al cabo de una hora, el mago anunció un breve descanso y después de una graciosa reverencia desapareció tras los bastidores. De nuevo se encendieron las luces principales, y varios empleados de la compañía teatral aprovecharon el ínterin para vender unas rifas, cuyo premio consistía en unas bolsitas de golosinas. Caronte compró algunas papeletas y ambos esperamos ilusionados el momento del sorteo, pero no tuvimos la suerte de ser los agraciados. Después del revuelo de la rifa, el prestidigitador volvió al escenario y con voz solemne se dirigió al patio de butacas:
—Damas y caballeros; respetable público: Me complace presentarles el número fuerte de la velada, pero para llevarlo a efecto necesito un voluntario. Que levante la mano aquella persona que esté dispuesta a prestarme su colaboración.
El ilusionista esperó algunos segundos, pero nadie se prestó a hacer de conejillo de indias.
—Bien... Bien –dijo carraspeando–. Al parecer he de asumir la responsabilidad de la elección. No teman, les prometo que el afortunado no sufrirá daño alguno –previno al observar que el público se revolvía inquieto en sus asientos–. Mis dotes intuitivas me orientarán hacia la persona idónea. Por favor, ruego guarden riguroso silencio.
Por la sala se extendieron los acordes de una música preparada para la ocasión. El ilusionista abatió los párpados e inclinó la cabeza, y el público contuvo el aliento. Pasados unos minutos, cuando la tensión de los espectadores había alcanzado el punto más álgido, Milahi abrió los ojos y paseó la vista por el patio de butacas. Su mirada llegó a mi altura, hizo un gesto complacido y me señaló con la mano.
—¡Usted, caballero!
—¿Yo...? –pregunté sorprendido.
—Sí, usted. ¿Sería tan amable de prestarme su ayuda?
Me convertí en el centro de todas las miradas: todos los presentes tenían su atención puesta sobre mi persona. Me ruboricé como un colegial, y agitando el índice rechacé la invitación.
—Le ruego, por favor, acceda a mi petición –insistió el mago.
Caronte sonreía –sin duda le divertía sobremanera mi azoramiento–. Al ver su expresión irónica, tentado estuve de volver a decir que no. Pero no tuve el suficiente coraje para dar otra negativa. Me puse en pie con desgana y, deseoso de terminar cuanto antes, en cuatro zancadas salvé la distancia que me separaba del escenario.
—Gracias por venir, caballero –agradeció el ilusionista, estrechando efusivo mi mano. Y no pude menos que admirar la textura de la piel masculina, los dedos finos y alargados que hablaban de sensibilidad y arte.
—Estimado público, creo que este señor se merece un aplauso –solicitó.
Los espectadores aplaudieron. Y yo me sentí grotesco e idiota, semejante a un polichinela manejado por los hilos del titiritero.
—Acabemos de una vez con esta pantomima –dije tajante–. Dígame qué he de hacer.
—Faltaría más –y señalando un canapé–. Tome asiento, por favor.
—Gracias. ¿Qué tipo de experimento piensa llevar a cabo conmigo? –pregunté suspicaz.
El ilusionista no respondió a mi pregunta. Sacó un péndulo del bolsillo del pantalón y lo hizo oscilar ante mis ojos. Fijó su penetrante mirada en la mía y la sostuvo hasta que sucumbí con un parpadeo, y con voz armoniosa y sugestiva recitó:
—Estás cansado... Te pesan los párpados... Tienes sueño... Mucho sueño. Duerme... Duerme... Duerme... Despertarás cuando yo te ordene que lo hagas.
Todo aquello me parecía una charada. Me entraron ganas de reír, pero me dije que no tenía derecho a echar por tierra el prestigio de aquel pobre diablo: al fin y al cabo era su forma de ganarse la vida y allá el idiota que diera por cierta aquella patraña. Lo más singular fue que, bien por efecto del cansancio, bien por influencia de aquel individuo, mi cuerpo adquirió una laxitud insospechada y mis párpados comenzaron a cerrarse. Luché contra la somnolencia que me invadía, pero no fui capaz de vencerla, Y la voz modulada de Milahi llegó a mis oídos:
—¿Está dormido?
—Sí.
—¿Cuál es su nombre?
—Adrian.
—Bien, Adrian, ¿podría decirnos dónde se encuentra en este momento?
—No podría precisarlo con exactitud... Está tan oscuro...
—Haga un esfuerzo.
—¡Silencio! ¡Creo que alguien me persigue...!
—¿Quién le persigue, Adrian?
—No estoy seguro... Sólo vislumbro el perfil de una sombra...
—¿No puede distinguir quién es?
—¡Ya se aproxima...! ¡Oh... Dios! ¡Espero que no me vea...!
—No tema. Sea quien sea, no puede hacerle daño.
—¿Qué deseas de mí? ¡Márchate! ¡No te acerques! –dije, rechazando a la figura huesuda, de pómulos descarnados, que había surgido de las sombras.
Hizo caso omiso de mis palabras, la boca desdentada se distendió en una sonrisa cruel y con voz cavernosa dijo: "Ven... Vente conmigo. Te prometo la dicha eterna..."
—¡No! ¡No...! ¡Por favor...!
—¿Qué ocurre, Adrian? –preguntó Milahi–. ¿Se encuentra bien?
Hostigado por la pregunta intenté explicar el extraño fenómeno, pero no pude articular sonido alguno: tenía anulada la capacidad del habla.
—¿Se encuentra bien, Adrian...? –inquirió de nuevo–. Responda, por favor.
El eco de la voz del ilusionista se diluyó en el éter. La figura descarnada se aproximó aún más, y pronunciando mi nombre dijo: "Adrian, ven conmigo. En el estigio serás mi huésped de honor", prometió, extendiendo los esqueléticos brazos hacia mí. Rehuí el abrazo de las huesudas extremidades, y mis pies quedaron situados al borde de un precipicio. De pronto, el espectro se abalanzó sobre mí y me catapultó al vacío. Mi cuerpo fue impulsado por la fuerza de la gravedad hacia las profundidades, y el abismo recogió mi cuerpo inerte. La Parca flotaba ingrávida, absorbía la exigüidad de mi hálito y penetraba mi ser... Se adueñaba de mi espíritu...
—¡No...! ¡No deseo ir contigo...! ¡No quiero morir! ¡Dios mío! ¡Apiádate de mi alma, Señor!
—¡Uno... Dos... Tres! ¡Despierta, Adrian!
La voz de Milahi sonó muy lejos, perdida en la distancia. Y supe que él representaba el vínculo terrenal, al que debía aferrarme para eludir la horrible presencia.
—¡Sálveme, Milahi, se lo ruego! –imploré. Pero los vocablos se ahogaban en mi garganta y apenas si resultaron audibles.
—¡Adrian! ¡Adrian! ¡Despierta! ¡Uno... Dos... Tres! ¡Despierta! ¡Uno... Dos... Tres! ¡Jesús, no permitas que esto suceda! ¡Un médico...! ¡¿Hay algún médico en la sala?! ¡Uno... Dos... Tres! ¡Despierta!
Milahi colocó sus manos sobre mi pecho y lo golpeó con fuerza. Los latidos de mi corazón recobraron el ritmo acompasado. La sangre fluyó de nuevo por mis venas. Y sentí que regresaba al mundo de los mortales.
—¡Gracias, Dios mío, por devolverle la vida a este hombre! –exclamó Milahi. Y a través de las pestañas pude observar la lividez de su rostro.
Los espectadores se hallaban arremolinados en torno a mí y al prestidigitador, con la compasión reflejada en sus rostros. "¡Pobre hombre! ¿Qué le habrá pasado?", murmuraban algunos; otros, apenas en un susurro, como si ya estuviesen en presencia de un cadáver, hacían conjeturas sobre un paro cardiaco o tal vez una lipotimia. Todos lamentaban el incidente. Aunque estoy seguro de que en el fondo de su alma se alegraban de no haber sido ellos los protagonistas del trance.
Cuando logré recuperarme del susto arremetí contra Milahi y lo golpeé repetidas veces. Un hilo de sangre manó de la comisura de sus labios. Pero yo, ciego de ira, despertado mi instinto primigenio animal, continué golpeándolo sin piedad. En la sala se produjo un inmenso revuelo. Algunos de los presentes aprobaban mi proceder y me instaban a seguir vapuleando al ilusionista; otros recriminaban mi actitud violenta e intentaban separarme de él. La policía, avisada por los empleados, no tardó en hacer acto de presencia. A pesar de mi resistencia, fui reducido y esposado sin miramientos.
—¿Se encuentra bien? –preguntó uno de los agentes a Milahi.
—Supongo que el señor deseará acompañarnos a la comisaría para presentar cargos contra este individuo –dijo el otro agente.
—¡Eh, un momento! ¡Aquí hay una confusión! –me apresuré a decir–. Me parece que se han equivocado de persona. ¡Este hombre ha intentado matarme!
—¡Cállese! –ordenaron.
Seguí protestando. Pero sin duda mi aspecto no resultaba el más indicado para ofrecer credibilidad e hicieron caso omiso de mis argumentos.
—¿Formulará la denuncia, señor? –preguntaron de nuevo los polizontes.
—No, no... –dijo conmocionado–. Dejen que se vaya. Creo que ya tiene suficientes problemas. Siento mucho lo sucedido, señor –se disculpó, presionándome el hombro con gesto compasivo–. Que Dios le acompañe.
Me sacaron esposado del recinto. Caronte se puso a mi lado, y dirigiéndose a los guardias intercedió por mí sin titubear.
—Les ruego tengan la amabilidad de soltarle –suplicó con humildad–. Les prometo que no provocará más incidentes.
—En esta ciudad no queremos maleantes –aseguraron despectivos, liberándome de las esposas–. Si mañana los vemos merodeando por aquí, tomaremos medidas –advirtieron al tiempo que montaban en el furgón policial.
—Debemos largarnos cuanto antes. Vamos, apresúrate –dijo Caronte, cogiéndome del brazo y llevándome casi en volandas–. No nos conviene seguir aquí por más tiempo. Iremos a la estación de ferrocarril. Con un poco de suerte podremos embarcarnos en algún tren de mercancías.
—¡Haz el favor de soltarme el brazo! –exclamé deteniéndome–. ¿Por qué he de huir como si fuese un delincuente? No he cometido delito alguno.
—¡Cojonudo! ¡Se nota que no conoces a la bofia, muchacho! ¡En cuanto te ha echado el ojo encima una vez, te tiene en el punto de mira para siempre!
—¿Y qué pasa conmigo, con mi oportunidad de saber quién soy?
—¡Cualquiera diría que no existen más ciudades!
—Me pregunto qué harías si ignoraras tu identidad. No sé por qué tuvimos que ir a ver la actuación... Si no te hubiera hecho caso, a estas horas no estaríamos en situación tan absurda ni me hubiera visto abocado a vivir una experiencia tan desagradable.
—Anda, no nos entretengamos más. Después ya tendrás tiempo de lamentarte.
Llegamos a la estación, y la fortuna se puso de parte nuestra: en una de las vías se hallaba detenido un tren de carga. El ruido de la maquinaria nos indicó que el mastodonte estaba próximo a realizar la salida. Empleando la máxima cautela abrimos el pesado portón de uno de los furgones y nos colamos en el interior. Apenas tuvimos tiempo de acomodarnos cuando el jefe de estación tocó un silbato. El convoy se puso en movimiento: lento al principio; vertiginoso después, como si le urgiese trasladarnos a nuevos horizontes.

© María José Rubiera Álvarez

lunes, 16 de febrero de 2015

Caronte –cap. VI–

Los días pasaron raudos y transcurrió una semana: siete días recorriendo el valle, trabajando a cambio de manutención y cama. Siete días en compañía de Caronte... Siete días sin memoria.
Una mañana, cansado ya de la vida campesina, Caronte me propuso abandonar los verdes prados y las fértiles vegas. Y sin pensárnoslo dos veces pusimos rumbo a la civilización. De camino a la ciudad hablamos de mi amnesia y qué hacer para averiguar mi identidad. Después de barajar varias posibilidades nos quedamos con la que parecía más apropiada: recurrir a la policía. Me sentía contento y creo que Caronte también se alegraba por mí, a pesar de que ambos intuíamos que una vez recuperada la memoria nuestra relación corría el riesgo de resquebrajarse. Me había acostumbrado a la labilidad de su carácter y a sus exabruptos y la posibilidad de separarnos era lo único que empañaba un poco mi alegría, pues tenía la sensación de llevar conviviendo con él toda una eternidad.
Al filo de la anochecida pisábamos el asfalto de la urbe. Y me sentí inquieto y perdido entre todo aquel conglomerado de calles, tiendas, rótulos luminosos, transeúntes y vehículos rodando. Una sensación angustiosa invadió mi espíritu y tuve que dominarme para evitar echar a correr.
—¿Qué te ocurre, muchacho? –preguntó Caronte, al observar mi frente perlada de sudor.
—Nada. Tengo calor, eso es todo –mentí. Y pensé con rapidez una excusa que resultara convincente, pues de seguro no se tragaría el embuste.
—¿Calor...? ¡Anda ya! ¿Por qué mientes? Venga, dime de una [...] vez qué te pasa.
—¡Es verdad que tengo calor! Hombre... también es cierto que estoy un poco preocupado. Aquí no debe de resultar fácil encontrar trabajo.
—Si es por eso, relájate y déjalo de mi cuenta. Además, en caso extremo, echaremos mano de los ahorros para comer.
—¿Ahorros? Querrás decir del producto del robo. ¿Y dónde dormiremos?
Su rostro permaneció inalterable ante el comentario del hurto, y respondió con sorna:
—No debes inquietarte por algo tan fútil. ¿No sabes que en todas las ciudades hay jardines y puentes que sirven de alojamiento a los parias?
—Menudo consuelo.
—¡Ya está bien de tocarme los [...], Adrian! ¡Y deja de lamentarte de una [...] vez!
Cruzó de acera, murmurando entre dientes. Y tuve que correr  si quise darle alcance.
—¿Adónde vamos, Caronte? –pregunté al cabo de un tiempo, harto ya de seguirle el paso.
—A procurarnos la manduca –respondió, y con aire risueño reposó su brazo en mi hombro. Me dije que sería mejor pasar por alto sus impertinencias y adoptar una actitud desenfadada.
Sin duda se sabía toda una serie de argucias para buscarse la vida. Averiguó dónde estaba ubicada la Oficina del Transeúnte, y allí nos encaminamos para obtener unos vales que nos permitieran cenar gratis. Una vez satisfecho el apetito, nos dirigimos a un barrio de la periferia y nos permitimos el dispendio de alquilar una habitación donde pasar la noche. Caronte me advirtió que no hablara más de la cuenta pues como yo carecía de documentación, dependiendo de lo honesto que fuese el dueño del hostal igual se negaba a darnos cobijo. Mientras Caronte se encargaba del pago y de firmar en el libro de registros, yo me adelanté y subí a la habitación. El dormitorio, ubicado en la segunda planta del inmueble, modesto pero limpio constaba de dos camas, una mesilla de noche y un ropero. Me agradó ver que también disponía de un aseo con ducha. Me desvestí y permanecí un buen rato bajo el agua, tonificando mi cuerpo y mi espíritu. Cuando salí del aseo, Caronte aguardaba su turno.

—Al fin puedo saborear las delicias de una cama decente –dije, cubriéndome con las sábanas.
—¡Caray con el sibarita...! ¡Luego le hacías ascos al dinero!
—No quiero entrar en ese tema, ¿sabes?
—Entonces, ¿de qué quiere hablar el "señor"?
—Ahora lo único que quiero es que te laves. Apestas, Caronte.
—¿Sabías que la mierda quita el frío?

Cerró la puerta del aseo y añadió alguna frase más. Segundos después se oyó el ruido del agua al caer y los gorgoritos de su garganta, que pretendían ser canción. Cuando reapareció en la habitación, no parecía el mismo hombre. Hasta el pelo de la barba, greñudo y sucio con anterioridad, se le veía más rubio.

—¡Vaya...! Después de aseado ya no pareces tan feo –dije.
—¿Feo yo? Sabrás que en mis buenos tiempos traía a muchas damas de calle.
—¿Te has enamorado alguna vez? –pregunté, y seguro eludiría la respuesta: siempre se iba por las ramas cuando yo trataba de ahondar en su vida privada.
—¿Qué decirte al respecto...? El amor no existe, muchacho. Como diría Schopenhauer: "No es sino el instinto primitivo que da lugar a la perpetuación de la especie..."
—Habrá que aceptarlo como cierto, puesto que proviene de tan eminente filósofo. En verdad fue un hombre dotado de gran inteligencia, cualidad que admiro.
—Sí. Aunque quizá no te hayas parado a pensar en las desventajas que conlleva tal atributo.
—¡Por favor...! La inteligencia es un don maravilloso.
—No lo discuto. Pero la Naturaleza dotó al hombre con una exclusividad que lo hace sentirse alienígena ante el resto de las especies. Aun más, al saberse fuera de contexto se esfuerza demasiado en entender lo ininteligible y acaba perdiendo la razón.
—¿Piensas que la inteligencia es un lastre que por fuerza ha de conducir a la locura? ¿No te parece una idea disparatada?
—En absoluto. El Homo sapiens es el único ser viviente que tiene un puesto reservado en el Gran Manicomio Colectivo del Orbe. ¿Hará falta preguntarse por qué...?
—Me deprimes, Caronte. Eres un hombre muy complejo y retorcido. No sigamos con el tema, por favor.
—De acuerdo. Por mí puedes volver la espalda a lo evidente si eso te hace sentir mejor.
—¿De qué sirve corroerse con cuestiones tan complicadas?
—Tienes razón —consintió y subiendo el embozo de la sábana se cubrió hasta la cabeza.

Segundos después, sus ronquidos se extendían por la habitación. Yo aún no tenía sueño y decidí tomar un poco el aire. La ventana del dormitorio daba a un patio de luces con olor a coles hervidas, a sudor, a lágrimas, a orina, a sexo comprado... A pobreza humillante. Se podía intuir que tras los muros de los edificios colindantes se ocultaba un largo historial de penurias, privaciones, renuncias, pesadumbres, incertidumbre, dolor y desencanto. Y no queriendo ser por más tiempo mudo espectador de tanta miseria me dispuse a cerrar la ventana y correr la cortina. Pero antes elevé la mirada al firmamento: un lucero brillaba por encima de los tejados. Le pregunté si sabía del paradero de mi memoria y me respondió con un guiño burlesco.
El día siguiente cayó en domingo y lo dedicamos a recorrer la ciudad, que sin ser en exceso populosa gozaba de numerosos atractivos para el visitante: teatros, cines, museos, discotecas... Y un gran parque de atracciones, en el que nos pasamos varias horas. Llegada la medianoche nos fuimos a unos hermosos jardines engalanados con innumerables farolillos, que proporcionaban al ambiente un aire alegre y multicolor. La fragancia que exhalaban los parterres sembrados de anémonas, camelias, magnolias, tamariscos... resultaba embriagadora. Infinidad de personas charlaban animadamente. Los niños retozaban gozosos en torno a sus padres o abuelos. Sobre la plataforma de un quiosco se hallaban los componentes de la Banda Municipal, interpretando variadas melodías. Mujeres y hombres se agrupaban alrededor del templete y, ceñidos en amoroso abrazo, bailaban al son de la música.
Estuve un buen rato contemplando a los bailarines, cautivado por la dicha que se reflejaba en sus rostros. De no ser por las circunstancias, yo también me habría sentido feliz y hasta me habría decidido a ejecutar unos cuantos bailables.

—¡Ya me agobia tanta música! –exclamó de pronto Caronte–. ¿Qué te parece si damos un paseo? –propuso inquieto.
—De acuerdo –aprobé al ver su gesto de fastidio–. ¿Adónde sugieres que vayamos?
—Mientras tú estabas pendiente de las evoluciones de esos idiotas, he observado que varios grupos de personas tomaban por aquella vereda –dijo señalando un camino de gravilla, al cual se accedía descendiendo unas escaleras–. Me da que se dirigen a ver alguna atracción. Si quieres podemos comprobar si estoy en lo cierto.

El camino nos condujo a una glorieta donde se hallaba instalado un teatro ambulante, cuyo letrero de neón anunciaba en grandes caracteres la atracción de la noche:

GRAN TEATRO DEL MUNDO
Hoy:  Presentación de "El Gran Milahi"
(Penetre en el mundo de la magia por un módico precio)


Parecía una broma morbosa, preparada por algún duende maligno. Pensé con ironía que si alguien necesitaba los servicios de un mago, ése era yo. Pero fijo que recobrar mi memoria no consistía en un acto de magia, sino en hallar el desencadenante que había provocado su pérdida.


Continuará...
© María José Rubiera Álvarez



viernes, 23 de enero de 2015

Caronte – cap. V (continuación) –

Nos levantamos antes del amanecer.
Después de ordeñar el ganado y llevarlo a los pastos, el propietario de la alquería nos invitó a su casa a desayunar. En torno a la mesa del comedor nos reunimos los jornaleros, el patrón y los hijos varones. La dueña de la casa sirvió la mesa, ayudada por las hijas, y nos brindó un suculento desayuno a base de huevos fritos, tocino, tortitas con miel y café. Se gozaba de un ambiente alegre y distendido. Había mucha camaradería y resultaba agradable no observar distinción alguna entre amos y criados. Finalizado el desayuno todos los braceros se reintegraron a sus respectivas tareas, menos nosotros que ya habíamos acordado irnos aquella misma mañana. Pero antes de emprender la marcha, Caronte pidió permiso para asearnos. Mientras él realizaba esta labor yo esperé mi turno charlando y tomando café en compañía del señor de la casa.
Después de las despedidas partimos definitivamente, no sin antes recibir de aquellas buenas personas unas viandas para el camino y algunas monedas. Durante el trayecto, Caronte no cesó de hablar y reír, lo cual me sorprendió teniendo en cuenta que en las mañanas no parecía prestarse al buen talante. Nos habíamos alejado un buen trecho de la casona cuando se detuvo, introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un puñado de billetes. Tal fue mi asombro que no supe cómo reaccionar ante la visión de tan sustanciosa cantidad de dinero.
—¿Te has quedado mudo?
—Lo has robado, ¿verdad? –dije molesto–. ¿Por qué lo has hecho?
—No seas remilgado.
—Son buena gente, Caronte.
—¿Sí...? Son unos putos explotadores, que no es lo mismo. La buena gente no existe, muchacho. ¿De verdad crees que la gente adinerada tiene conciencia altruista? Me decepcionas. En verdad no te imaginaba tan ingenuo.
—Muy mal te ha tratado la vida para que opines así.
—Ya te he dicho que nunca lamenté mi suerte. Pero vamos a ver, según tú, por habernos alojado en un catre de mala muerte y habernos dado un poco de calderilla ya se merecen el Reino de los Cielos. ¿Y qué me dices de todo lo que nos han hecho trabajar a cambio?
—Yo no dije que fueran santos, pero sí gente honesta. Te recuerdo que hicimos un trato con ellos y no sólo lo han cumplido sino que incluso se excedieron en atenciones.
— O sea, pura filantropía, ¿verdad? –dijo con sarcasmo–. Pues guárdate de los filántropos. Aviado vas si crees que renuncian a su propio beneficio en aras del prójimo. A propósito de esos puntos, ¿no te escama tanto desprendimiento?
—Eres un cínico.
—Sí. Es muy posible que Diógenes se haya reencarnado en mí –afirmó, y el eco de sus carcajadas se extendió por todo el valle.
—Me exasperas, Caronte. Pero creo que eso ya lo sabes, ¿verdad? Te divierte aguijonearme.
—Venga, muchacho... ¿No sabes aceptar una broma?
—No me resultas divertido. Eres una mala persona, y no debo ni quiero secundar tus tropelías. No me gustan tus métodos.
—¿Qué métodos...? ¡Ah, te refieres al dinero! Yo no mencioné haberlo robado. Que yo sepa, la historia la has montado tú solo.
—¡Lo que me quedaba por oír! Está bien, Caronte, no voy a discutir contigo.
—Aun suponiendo que lo robara... ¿quién eres tú para reprochármelo?
—No soy nadie, pero me avergüenza tu proceder. Espero que reflexiones y no vuelvas a reincidir. Te advierto que no pienso tolerarlo.
—¿Y qué tienes pensado hacer al respecto, Adrian? ¿Denunciarme? –preguntó desafiante, y un destello de ira brilló en sus aceradas pupilas.
—Sabes que nunca haría tal cosa.
—¿Por qué he de saberlo? ¿Acaso te conozco de algo? Y si tanto te molesta mi modo de ser...
—Tienes razón –atajé–. Lo que no conviene se deja y asunto concluido.
—¡Eres un estúpido melindroso! ¡Por mí puedes largarte cuando quieras! ¿Piensas que voy a sufrir por tu ausencia, maldito desagradecido?
Caronte había descendido en mi escala de valores, y comenzaba a sentirme preocupado. Después de todo no era más que un desconocido: todo cuanto sabía de aquel individuo se limitaba a un nombre. "No debes ser tan estricto e intolerante con su modo de ser y actuar", me reproché. Lamentablemente yo también me identificaba como un extraño y tal vez mi calaña no fuese mejor que la de él. Recé para que aquellas conjeturas nunca se convirtiesen en certezas, y puse en jaque a mi memoria para que me arrojara alguna pista del pasado. Pero no me otorgó la más leve luz, a través de la que pudiera reconocerme.
La mañana transcurrió sin más incidentes. Pero se hizo palpable el distanciamiento que se había instalado entre ambos: almorzamos en silencio y también en silencio continuamos el resto del camino. Pasado el mediodía llegamos a una casa de labranza, donde acordamos con el propietario realizar algunas labores a cambio de la cena y un lugar donde dormir. Sin carecer de amabilidad, el hacendado se mostró reservado y distante en el trato. Nos asignó una ingente tarea, y trabajamos como mulos hasta hora muy avanzada. A cambio fuimos recompensados con una sopa aguada y un sitio en las caballerizas. Y con gran pesar hube de reconocer que Caronte no estaba tan descaminado al juzgar de explotadora a la gente adinerada. Aunque me guardé de hacérselo saber, pues tal y como él era le hubiera dado pie para realizar otro latrocinio. "Por fortuna no puede adivinar lo que pienso", me dije. No obstante, temeroso de haber expresado mis pensamientos en voz alta miré hacia el rincón donde se hallaba tendido, y nuestras miradas se encontraron.
—¿No puedes dormir, muchacho? –preguntó, y su tono de voz no albergaba hostilidad.
—No. Pero habría de jurar que tú estabas roque.
—Ya ves que no. Cuanto más cansado estoy, más me cuesta conciliar el sueño.
—Pues anoche te quedaste dormido enseguida –afirmé con sequedad.
—Sí... ¿Aún te dura el enfado, muchacho? Ea, ¿y si mandáramos al diablo las rencillas?
—Prométeme que nunca más volverás a robar, al menos mientras permanezcamos juntos.
—He de confesar que la tentación es demasiado fuerte, pero te juro por mi decencia que no habrá más hurtos –prometió y solemne apoyó la mano derecha sobre una tabla, simulando ser la Biblia. Y no pude menos que reír ante tan falso juramento–. En fin, muchacho, puesto que al parecer ni tú ni yo sentimos deseos de dormir te plantearé la adivinanza.
—¿Por qué no te dejas de acertijos y me dices sencillamente quiénes son los antroponíricos?
—Ni lo sueñes... La condición es que lo averigües por ti mismo.
—¡Pues venga, suelta el rollo de una vez! –exclamé resignado.

Caronte se acomodó sobre el heno y entrelazó las manos bajo la nuca, a modo de almohada. Las pupilas grisáceas relucieron en la oscuridad. Y el sonido de su voz se extendió tenue por la caballeriza, formando compás con el resoplido de los ollares equinos.

—Érase una vez un bosque, poblado por diversas y abundantes especies del reino animal. Algunos de sus moradores gozaban de extraordinaria hermosura. Otros no eran tan bellos, pero aun así disponían de alguna gracia que los hacía agradables a los ojos de los demás. Se puede decir que todos podían presumir de algún encanto. Todos, excepto uno: un arácnido negro, orondo, peludo y repelente que se había establecido en la copa de un árbol, en que había tejido una tela extensa y sutil en la que perecía todo incauto que osara apoyarse sobre la gelatinosa superficie.
La araña vivía oculta entre las hojas del árbol que le daba cobijo. Consciente de su fealdad, puesto que en cierta ocasión había visto reflejada su imagen en las aguas de un arroyo, evitaba toda comunicación con el exterior. Se encontraba sola y triste, y raro era el día en que no se lamentara de su suerte. Parapetada tras su frondosa atalaya aguzaba sus cuatro pares de ojos, atenta al grácil revoloteo de las mariposas, envidiosa del bello colorido de sus alas. "¡Si yo pudiera apropiarme de esa gracia y belleza, no me importaría dar parte de mi vida a cambio!", pensaba. Mas como debía resignarse a ser como era lanzaba un suspiro y buscaba consuelo en la comida, ya que además de horripilante era glotona.
Pero un día aquella vida, aburrida y monótona, se vio alterada por un suceso que le llenó de gozo: una mariposa había sido atrapada en la tela; un ejemplar de bellísimos colores que en vano luchaba por liberarse de la pegajosa trampa. El horrendo arácnido, que se pasaba la vida al acecho de sus capturas, salió presto de su escondrijo y desplazándose veloz sobre sus cuatro pares de patas se abalanzó sobre el lepidóptero. Pero cuando a punto estaba de devorarlo se le ocurrió una idea luminosa: dejaría al hermoso insecto con vida y llevaría a la práctica un experimento, guardado en el olvido por parecerle imposible su realización. Años ha ya se había planteado mantener una presa con vida el tiempo suficiente para lograr, por medio de una ingesta moderada, hacer suyos no sólo los atributos físicos sino también el alma y las ilusiones  de su víctima. Pues bien, con esta idea peregrina rondándole la cabeza, cada día se encargaba de proporcionar sustento al lepidóptero, mientras que a su vez se limitaba a absorber una milésima parte de las alas del precioso insecto. Después el odioso arácnido se deslizaba por el tronco del árbol y se contemplaba en las aguas del arroyo.
Así fue transcurriendo el tiempo. Pero la metamorfosis no llegaba y, presa de rabia, tejía telas sin cesar y devoraba cuanto en ellas era atrapado. Debido a ello engordó en exceso y ¡oh cruel paradoja! en lugar de alcanzar la tan ansiada belleza su fealdad alcanzó cotas insospechadas  y también se volvió más maligna, pues su perversidad corría pareja a su volumen. Al cabo de varias semanas la mariposa perdió la ilusión de vivir, y como consecuencia también la hermosura. Una noche se entregó gustosa al abrazo de la muerte, y entonces el odioso arácnido, al ver frustrados sus planes, tuvo tal ataque de rabia que se arrojó al vacío y murió aplastado por su propio peso.

—¡Qué historia tan tétrica! ¿De dónde la has sacado, Caronte? –dije cuando terminó de hablar–. No sé cómo puedes tener tanta inventiva.
—Nada es inventado, muchacho. ¿No sabes que la realidad siempre supera a la ficción? Pero dime si has captado el significado de la adivinanza.
—No.
—Pues no será por falta de pistas...
—Me parece que no se me dan muy bien los acertijos. Así que, como no te dignes decirme quiénes son los antroponíricos, mucho me temo que no lo sabré nunca.
—Pues no pienso decírtelo. Hay que aprender a leer entre líneas –y bostezando–. ¿No te parece que ya va siendo hora de dormir? Buenas noches, muchacho.
—Hasta mañana, Caronte.
—Dirás hasta ahora mismo, pues no tardará en amanecer.

Estaba en lo cierto. Apenas pasadas unas horas comenzó a filtrarse por las rendijas de la caballeriza la claridad del crepúsculo, preludiando el día que comenzaba.

© María José Rubiera Álvarez