viernes, 16 de octubre de 2015

Los antroponíricos – Caronte (continuación cap. VII) –

—Pláceme vuesa presencia, Altezas –dijo, e inclinándose hizo una graciosa reverencia–. Aramis, para servir a vuesas mercedes.
—¿Vos sois Aramis? ¡Plácenos vuesa compañía, mosquetero! –imitó Caronte, y con guasa–: Os hallo muy solo, caballero. ¿Y vuesos fieles amigos?
—Me sorprende que no os reconozcáis, Excelencia, puesto que vos sois uno de ellos. Y vos, señor, ¿tampoco os reconocéis –preguntó dirigiéndose a mí–. Me inclino a pensar que habéis abusado de los placeres del vino. Tened presente, caballeros, que es deplorable vuesa debilidad.
Todos reímos de buena gana. Llegaron las presentaciones, y resultó que el verdadero nombre del desconocido era Bienvenido. Pero dijo que prefería que le siguiéramos llamando Aramis. Y pronto se estableció entre los tres una corriente de camaradería.
Aramis derrochaba simpatía a raudales. De estatura media y más bien delgado, ojillos maliciosos, que bailaban alegres dentro de las cuencas; el rostro lampiño, aunque senescente y enrojecido a consecuencia de los excesos etílicos, aún conservaba parte del niño que llevaba dentro.
—¿Cómo es que no te hemos visto antes? –preguntó Caronte–. ¿Cuánto hace que eres inquilino de esta "suite"?
—Quizá cuatro o cinco estaciones antes que vosotros. Pero cuando os vi subir al mercancías estaba lo suficiente borracho para poderlo precisar con exactitud.
—¿Sabes adónde se dirige este tren? –pregunté interviniendo en la conversación.
—Para mí carece de interés, y supongo que para vosotros también. Somos ciudadanos del Mundo, y lo mismo da un lugar que otro. Lo importante es vivir en libertad –y exhalando un suspiro–: Amigos, ¿habrá algo más hermoso que ser libres?
—Sin lugar a dudas la libertad es uno de los dones más preciados –afirmó Caronte–. Aunque es una utopía, puesto que todos podemos considerarnos prisioneros...
—Yo no –atajó con sequedad Aramis–. Digo y hago cuanto me viene en gana.
—Eso quizá sea la manifestación de la libertad, pero no la libertad en sí. Mírate: estás encadenado al contenido de una botella. Ser libre significa no estar supeditado a nada ni a nadie. Pero no te apures, voluntaria o involuntariamente todos somos cautivos de algo o de alguien...
—¡Ya vale, sabihondo! –interrumpió Aramis, con gesto desabrido–. Déjate de monsergas y filosofía barata, y no me compliques la vida. A estas alturas lo único que me interesa es una botella de vino, comer, dormir y, claro está, cagar. Ja, ja, ja...
Dio unas volteretas en el aire, celebrando su propia ocurrencia. Yo también sentí deseos de reír, pero me contuve por temor a ofender a Caronte, que lo miraba con gesto adusto. Aramis había herido su ego al llamarle sabihondo, y él no se lo perdonaría tan fácilmente.
—Detesto la gente soez –dijo Caronte– ¿Nunca te han dicho que eres un gorrino?
—Me han dicho muchas cosas, pero nunca utilizando un vocabulario tan finolis.
—Decididamente eres un imbécil.
—¡Bah! ¿Siempre te tomas todo tan en serio? ¿Por qué no te ríes un poco? –y jocoso–: La risa es una buena terapia, ¿no?
Caronte se rindió ante el encanto de Aramis, y relajando el semblante lanzó una carcajada.
—Está bien, mequetrefe, como castigo te corresponde amenizar la velada. Más te vale que sea algo agradable.
—¿Hace una partida de cartas? –y emitiendo una risita maliciosa se frotó las manos vigorosamente–. Je, je...¡Os voy a dejar desplumados!
—Yo no tengo dinero –dije.
—¿Quién habló de dinero? Jugaremos a las prendas.
—¡Anda ya!
—Eres un crédulo. ¿Te crees que voy a lucir mi body ante vosotros...? –bromeó sacando del bolsillo una baraja mugrienta. Y entre bromas y risas repartió las cartas.
Estuvimos enfrascados en el juego hasta que nos rindió el cansancio. Aramis se tendió hecho un ovillo en el suelo y Caronte se apropió la baraja para hacer un solitario. Cerré los ojos y me dejé acunar por el traqueteo del tren: el balanceo del gárrulo deslizándose por los raíles actuaba sobre mí como un sedante. Procuré mantener la mente en blanco, prohibiéndome a mí mismo cualquier pensamiento negativo que pudiera alterar aquella tranquilidad. Dormía profundamente cuando la voz imperiosa de Caronte consiguió sobresaltarme.
—¡Caballeros! ¡Basta ya de rendirse en los brazos de Morfeo! ¡Os propongo otro juego!
—¡Bravo! ¡Sí, sí...! –celebró Aramis, batiendo palmas entusiasmado.
—¿Qué juego? –pregunté mosqueado al observar un destello avieso en sus pupilas.
—Ya lo verás, será divertido. El juego consiste en la asociación de ideas. Yo digo una palabra y vosotros respondéis lo primero que se os ocurra.
—Conmigo no cuentes.
—¿Por qué no quieres jugar, Adrian? –preguntó Aramis.
—Porque no me da la gana.
—Venga, chaval, no seas así.
—Déjalo. ¿No ves que es un cretino? –reprochó Caronte–. En fin, en otra ocasión será.
—¡Con la ilusión que me hacía...! Anda, hazlo por mí –rogó Aramis.
—¡Qué pesadez de hombre! –exclamé molesto– ¡Vale, juguemos!
—¡Bien! –exclamó Aramis, alborozado–. Primero yo.
—De eso nada –denegó Caronte–.  No sería democrático. Lo echaremos a suertes para ver a quién le corresponde el primer turno –dijo sacando una moneda del bolsillo.
—Yo elijo cruz –se apresuró a decir Aramis.
—En ese caso, Adrian tendrá que conformarse con la cara. ¿Tienes algo que oponer al respecto, Adrian? –preguntó ceremonioso.
—En absoluto. Tanto me da que me da igual.
Caronte lanzó el metal al aire. Y Aramis se llevó una decepción al ver que me tocaba jugar en primer lugar. Sonreí al ver la contrariedad pintada en su rostro.
—¿Por qué te ríes...? ¡No es justo! –protestó encaprichado–. ¡Siempre llevo las de perder! ¿Por qué no vuelves a lanzar la moneda, Caronte?
—¡Ya está bien de sandeces! Le tocó a Adrian. Punto.
Nos situamos formando un triángulo, y Caronte se dispuso a iniciar la ronda de preguntas.
—Bien, Adrian. ¿Comenzamos?
—Sí. Cuando quieras.
C: Bosque.
A: Virilidad... Penumbra...
C: Mujer.
A: Fertilidad... Advertencia... Peligro...
C: Hombre.
A: Sangre... Guerra... Caos...
C: Amor.
A: Putrefacción... Ciénaga...
C: Amor.
—¡Se acabó! ¡Maldito seas...! –maldije amenazante–. ¿Qué te propones? ¿Crees que no sé en qué consiste el "jueguecito"? ¡Vete a psicoanalizar a tu madre!
—Tranquilízate. Te juro que sólo pretendía hacer más ameno el viaje.
—¿Divirtiéndote a mi costa? ¡No me obligues...! ¡Me tienes hasta la coronilla, Caronte! ¿A qué viene tanto interés en hacer de psicólogo conmigo?
—¿Me perdonas? –suplicó sumiso–. Vamos, muchacho, no te lo tomes así. Te prometo por mi honor que nunca más volverá a suceder.
—Tú desconoces el significado de esa palabra. Espero que no se vuelva a repetir –advertí, domeñando mi enojo.
Aramis se había escabullido hacia un rincón y se mordía las uñas.
—Oye, tú... –increpé con dureza–. Deja ya de portarte como un crío.
—Pensé que os ibais a pegar. Me disgusta la violencia –dijo apenado–, me pone nervioso. Soy amante de la armonía. ¡Y del vino!
Hizo un mohín tan gracioso que logró se disipara la tensión que se había generado. Pero ya no volvimos a gozar del ambiente de camaradería que por espacio de unas horas habíamos compartido, y cada uno de nosotros se dedicó a estar a solas con sus pensamientos.
El convoy redujo la marcha y se detuvo unos instantes ante la señal roja, momento que aprovechó Aramis para abrir la pesada puerta y descender a la vía.
—¡Adiós, queridos mosqueteros! Es mi deseo que los hados os sean propicios.
—Te vas por culpa nuestra, ¿verdad? –pregunté–. No te vayas, Aramis. Te juro que ni Caronte ni yo volveremos a enzarzarnos en otra pelea.
—Deja que se vaya, muchacho. Es libre de tomar sus propias decisiones.
—Os aprecio mucho, mosqueteros, pero he de abandonaros. La reina me necesita, y he de acudir a su llamada. Quizá volvamos a encontrarnos en otro lugar o en otro tiempo... ¡Quién sabe!
La figura pizpireta de Aramis fue tragada por la oscuridad de la noche. Y, no sé por qué razón, me apenó pensar  que jamás volvería a cruzarse en mi camino.
Pasados unos minutos el mercancías volvió a ponerse en movimiento y se deslizó acompasado y chirriante por los raíles. Me imaginé cuán grato sería si en el devenir de la existencia nos fueran brindadas las mismas opciones que el tren brinda a los pasajeros: elegir un destino u otro, apearse o seguir la marcha; gozar en un vagón de tercera clase de la comunicación que se establece entre el pueblo llano, o por el contrario escoger una solitaria litera. Llegar a la estación sin prisa, con la seguridad de poder embarcarse en otro tren cuando la oportunidad de embarcarse en el que lo precedió ha sido desaprovechada.
© María José Rubiera Álvarez