martes, 20 de diciembre de 2016

Los antroponíricos (cap. XI)

Las horas siguientes las pasé sumido en un duermevela. Pero paulatinamente los periodos de vigilia fueron acrecentándose y los pensamientos definiéndose con más claridad. Durante esos momentos de lucidez plena pensé en Milahi, en su parecido con Rizaure, y tuve que asumir el hecho de que éste y el prestidigitador no eran la misma persona. Sin duda la semejanza entre ambos era meramente casual, pero, ¿por qué el doctor actuaba como si me conociera de antaño? Mis cavilaciones no se centraron únicamente en el psiquiatra, sino que también ocupó mi pensamiento aquella historia del asesinato. No cesaba de preguntarme quién sería la víctima y por qué motivo recaían sobre mí las sospechas.
Los primeros signos de vida matutina me hicieron despertar definitivamente: enfermeras desplazándose por los pasillos, murmurando quedo para no molestar a los internos; alguna que otra tos proveniente de las habitaciones contiguas, el ir y venir de los encargados de la limpieza... Apenas si habían transcurrido unos minutos cuando un enfermero entró en la habitación y me condujo a la sala de radiología. Después de hacerme varias placas, pasamos a un laboratorio abarrotado de redomas y probetas. Me sometió a todo tipo de análisis y una vez pasada la tortura me acompañó de nuevo a la habitación, donde me sirvieron la comida.
La tarde estaba avanzada cuando el psiquiatra pasó a visitarme.
—Me ha sido imposible venir antes –y con chanza–. La tarea se multiplica cuando hay luna llena. ¿Me has echado de menos? ¿Te han atendido bien?
—Sí –respondí lacónico.
—Sí, ¿qué...? –bromeó–: ¿Que me has echado de menos o que te han atendido bien?
—¿Qué le parece si reanudamos la conversación interrumpida ayer? –pregunté a mi vez.
—¡Qué poca consideración tienes conmigo! –exclamó emitiendo un suspiro–. Estoy agotado de hablar, y tú pretendes agotarme aún más –y haciendo un gesto de resignación, que delataba cierta comicidad–. Está bien. Por tratarse de ti, haré un esfuerzo. Vayamos a mi gabinete, supongo estarás harto de permanecer en esta habitación.
—Así es. Le recuerdo que estoy retenido contra mi voluntad.
—Lo siento de veras, Adrian.
—Sentirlo no es suficiente –reproché.
—No puedo hacer otra cosa que atenderte lo mejor posible.
—Ya –asentí lacónico.
Hicimos el recorrido hasta el despacho de Rizaure, sin pronunciar palabra. Consideré que era la mejor postura que ambos podíamos adoptar, puesto que éramos dos extraños que no tenían nada que decirse mutuamente.
—Aquí estaremos más cómodos –aseguró, abriendo una puerta que comunicaba con el  despacho y daba acceso a sus dominios privados.
La estancia se distinguía por su elegancia y austeridad: sofás tapizados en cuero marrón, un sillón de lectura situado de espaldas a la librería, que ocupaba toda la pared; un pequeño bar y varias mesilla auxiliares componían el mobiliario. Las luces indirectas y la chimenea, donde crepitaban alegres unos leños, lograban un efecto cálido y relajante.
—¿No quieres sentarte? –preguntó al ver que yo aún permanecía en pie.
—Gracias, estoy bien así –dije, y acercándome a la librería fingí interesarme por un libro.
—¿Te apetece tomar algo? –preguntó examinando el contenido del mini bar–. No te conviene tomar alcohol, pero puedo ofrecerte tónica, bitter, mosto, agua...
—Nada. Gracias.
—Yo sí me tomaré una copa –afirmó. Y después de servirse una generosa dosis de whisky tomó asiento en el sofá y encendió un cigarrillo.
—Se está bien aquí. Me gusta este lugar, doctor –dije mirando a mi alrededor.
—Lo sé. Siempre te ha gustado mi leonera. Anda, siéntate.
—¿Siempre...? –pregunté, ocupando el sillón destinado a la lectura.
—Cuánto daño te han infligido, Adrian. Te veo tan cambiado... –dijo conmiserativo.
—¡Por favor, no dramatice!
—Disculpa. No era mi intención molestarte.
—No necesito compasión, sino respuestas –respondí desabrido.
—Me apena verte sumido en la desorientación. He de confesarte que me he permitido el atrevimiento de invadir tu privacidad.
—¿A qué se refiere?
—He leído tu Diario, Adrian. Sé que no ha sido muy ético por mi parte, pero esperaba encontrar en sus páginas algo que desentrañara el porqué de tu estado actual.
—No sé de qué me habla.
—Disculpa un segundo –dijo excusándose, dirigiéndose con resolución a la estancia contigua. Casi al instante regresó con la bolsa de Caronte. Descorrió la cremallera, sacó del interior un cuaderno de pastas azules y lo agitó ante mis ojos.
—¿Esto te dice algo...? No me digas que no lo recuerdas, porque no me lo trago. Es posible que estés aturdido y confuso, pero si recuerdas la bolsa por fuerza has de recordar qué hay en su interior.
—Esa bolsa no es mía. Pertenece a mi amigo Caronte.
—¿Y esto tampoco es tuyo...? –preguntó, mostrándome un carné y varias tarjetas de crédito–-. ¿Y qué me dices de esto...? –dijo, mostrándome una agenda.
Después de echarle un vistazo a cada uno de los documentos, me di cuenta de que resultaban evidencias irrefutables.
—Ahora comprendo... ¡Maldito Caronte...! Se ha burlado de mí todo el tiempo. Le otorgué mi amistad y en pago se apropió mis efectos personales.
—Perdona, hay algo que se escapa a mi entendimiento: ¿Por qué no has reparado en ese detalle hasta ahora...? Se supone que en un momento dado la gente utiliza sus credenciales, o consulta la agenda. Además, si como aseguras es un amigo, ¿quieres explicarme qué propósito le guiaba?
—Le gusta apropiarse de lo ajeno. Eso es todo –respondí, evitando dar más explicaciones.
En mi fuero interno hice una rápida reconstrucción de los hechos. El día del proceso, de camino a la aldea Caronte se había tropezado el automóvil, en apariencia abandonado, y no se lo pensó dos veces a la hora de desvalijarlo. Pero había un detalle que no encajaba: ¿Por qué no habíamos hallado ni rastro del coche? La única explicación plausible era que Caronte, amparándose en mi confusión, me había conducido por otra carretera.
—De modo que es un ladrón. Dame una descripción de ese hombre, por favor.
—Rubio, delgado, estatura media... La recepcionista podrá darle más detalles al respecto, puesto que él fue quien me trajo a la clínica.
—Me temo que no –y ratificó la negación con un gesto.
—¿No ha sido él? Entonces ¿quién me ha traído?
—Verás, Adrian... –dijo titubeante–. Parece ser que estabas en la playa y comenzaste a desvariar, hasta el punto de agredirte a ti mismo. Unos agentes te trasladaron a la clínica.
—¡Qué casualidad, doctor! –exclamé irónico.
—Supongo que determinaron ingresarte aquí por el hecho de figurar esta dirección en tu agenda. ¿Lo ves...? –dijo, mostrándome la agenda.
—¿Intenta hacerme creer que Caronte no estaba conmigo?
—Estabas solo, Adrian –afirmó con rotundidad.
—¡Dios santo! ¡Es para volverse loco!
—Dime con sinceridad qué te ocurre. A menos que intentes colaborar, no podré averiguar con exactitud cuál es tu dolencia.
—¿Quiere que sea su conejillo de indias?
—Si mantienes esa actitud, me será difícil ayudarte.
—Lo siento. Le pido disculpas, doctor.
—Estás disculpado. ¿Quieres sincerarte conmigo, por favor? –suplicó humildemente–. Confía en mí. Te aseguro que no te arrepentirás de haberlo hecho.
—Mis recuerdos han desaparecido –confesé, no sin cierta renuencia.
—Eso explica muchas cosas. ¿Sabrías decirme cuánto hace se originó la amnesia?
—Pues... Si no me equivoco, creo que hace dos semanas —dije, después de repasar mentalmente los días.
—¿Recuerdas todos los hechos acaecidos a partir de entonces, hasta el más mínimo detalle?
—Así es. ¿Representa un dato relevante?
—Sí. ¿Tienes algún recuerdo anterior a la presentación del episodio amnésico, aunque sea breve y fugaz? Es importante, Adrian.
—No lo tengo. ¿A qué se debe la pérdida de memoria, doctor?

Se recostó en el respaldo del sillón, formó una pirámide con las yemas de los dedos y su voz adquirió un tono profesional.
—En ocasiones, la etología del trastorno es orgánica. Ponto tendré el resultado de las pruebas que te han realizado hoy, y entonces podré determinar con detalle si se debe a un trauma somático o psíquico.
—Parece complicado.
—El tiempo lo resuelve todo. Mañana y los siguientes días hablaremos largo y tendido sobre ello. Ahora ya no debes agotarte más –afirmó. Y dando por terminada la conversación se puso en pie, sin concederme la oportunidad de abordar el tema del homicidio. Ya en el dormitorio me dio a tomar unas píldoras y no se despidió de mí hasta asegurarse de que comenzaban a doblegar mi consciencia–. Buenas noches, Adrian –dijo al despedirse.
—Igualmente –deseé, aparentando somnolencia.
El llavín giró en la cerradura. Me dirigí al baño y me deshice de los odiosos comprimidos. No tardé en quedarme dormido, y soñé con Caronte: carecía de rostro, pero poseía una voz gutural y cavernosa; ora yacía en el suelo, rodeado de un gran charco de sangre, ora era yo quien ocupaba su lugar. Al cabo de unas horas desperté sobresaltado. Ya no pude conciliar el sueño y comencé a elucubrar cuestiones referentes al asesinato. "Caronte no ha vuelto a visitarme. ¿Le habrá sucedido algo?" me preguntaba sin cesar. Si bien era verdad que me había hecho una visita estando internado y eso por tanto me dejaba limpio de toda sospecha, al parecer nadie tenía constancia de ello. Además, si el doctor aseguraba que ni él ni el personal a su servicio lo habían visto en la clínica cómo podría yo justificar que decía la verdad al respecto. La situación  no se presentaba halagüeña. En el supuesto de que mis temores no fueran infundados y le hubiera ocurrido algo a Caronte, cabía pensar que la policía ya habría hecho sus averiguaciones. Estarían al corriente de quién había frecuentado su compañía, y yo sería el principal sospechoso. Sólo me consolaba pensar que mi inocencia sería demostrada en cuanto le fuera practicada la autopsia, la cual esclarecería el día y la hora de la muerte. Aunque también cabía la posibilidad de que la víctima fuese Aramis.

No tardaría en ver despejadas todas mis dudas.


© María José Rubiera Álvarez


lunes, 7 de noviembre de 2016

Los antroponíricos (continuación cap. X)

— ¿De qué se trata? –pregunté arrogante.
—Lo cierto es que intentamos esclarecer un homicidio –En sus rostros se pintó la expectación y mantuvieron un silencio hostil, aguardando una reacción que me delatara.
— ¿Homicidio...? –repetí pasmado– ¿Por qué razón sospechan que estoy involucrado en un asesinato? ¿Necesitan cargarle el marrón a alguien para justificar el sueldo que ganan, señores?
Milahi intervino con rapidez al observar que mi rostro se tornaba lívido de coraje.
—Inspector, creo que ya ha sido suficiente. Mi paciente necesita descansar.
—De acuerdo, señor Rizaure. Por hoy no les molestaremos más con nuestra presencia –Azcárraga le hizo una seña al petimetre de su ayudante y ambos se dirigieron hacia la puerta. De pronto el inspector, pareciendo recordar algún detalle, detuvo la mano en el pomo y como quien no quiere la cosa–: ¡Ah, por cierto...! Señor Luan, considérese bajo la custodia del doctor en tanto duren las investigaciones.
—Hubiera querido evitarte este trance. Pero me ha sido imposible –dijo el doctor, no bien los inspectores hubieron abandonado la estancia–. De veras lo siento.
—Gracias.
—No me lo agradezcas. Es mi deber ayudarte en todo cuanto esté en mi mano. Te conozco lo suficiente y no albergo duda acerca de tu integridad.
— ¿De qué me conoce, señor Milahi?
—Por favor... Deja ya de llamarme así.
— ¿Cómo he de llamarle, pues?
—Me llamo Joseph. Aunque no lo recuerdes hace años que somos amigos. Dentro de unos días, cuando te des cuenta de que no miento, me gustaría tuvieras a bien explicarme quién es ese hombre, al que aludes de continuo, y por qué te causa tanto trastorno.
—Está bien, doctor. Estoy demasiado agotado para discutir sobre su identidad. Pero le estaría muy agradecido si me dijera...
—Continúa.
—¿Quién es la víctima?
—Lo lamento... No puedo entretenerme ni un segundo más –aseguró, fingiendo consultar el reloj–. Tengo infinidad de trabajo acumulado. Mañana hablamos, ¿de acuerdo? –e indicando la salida–. Te acompaño a tu habitación.
Ya en el dormitorio sacó un par de píldoras de un frasco, y depositándolas en el hueco de mi mano hizo que las ingiriese. Pero no se fue acto seguido, sino que a la espera de que me hicieran efecto se dispuso a hojear el libro de filosofía que se hallaba sobre la mesilla de noche.
— ¿Te importaría prestármelo cuando hayas terminado de leerlo? Parece interesante.
—No sabría decirle. Apenas si he leído un par de páginas. No obstante, el libro no me pertenece. Debería pedírselo a su dueño, ¿no cree?
—El libro es tuyo, Adrian. Lo llevabas en la bolsa –aseveró sorprendido.
— ¿A qué bolsa se refiere...?
—A una que portabas cuando te ingresaron.
— ¿Yo? Eso es imposible. A no ser... ¿Es una bolsa de viaje?
—Sí.
—Sin duda es de Caronte. La habrá dejado olvidada.
— ¡Ajá! ¿Quién es Caronte, Adrian?
—Un colega.
— ¿Cuánto hace que cultivas esa amistad?
—No mucho. ¿Por qué?
—Me gusta saber con quién te relacionas. ¿Dónde os habéis conocido? –Tras la apariencia de inocentes preguntas se ocultaba una forma sutil de interrogatorio. Era muy hábil, pero iba aviado si creía que no me daba cuenta de la maniobra.
—Es largo de explicar –dije reprimiendo un bostezo.
—Estás que te caes de sueño. Debes acostarte, Adrian. Buenas noches.
Cerró la puerta con suavidad y giró la llave en la cerradura. Las pastillas comenzaron a surtir el efecto deseado. Cambié la ropa de calle por el pijama. Me introduje en el lecho, y apenas transcurridos unos segundos me quedé profundamente dormido.
Me desperté al filo de la madrugada, cuando una enfermera entró sigilosa en la habitación. Me colocó un termómetro en la axila. Dando por sentado que continuaba bajo los efectos soporíferos de la medicación situó una mano bajo mi nuca, me elevó ligeramente la cabeza y depositó un comprimido en mi boca. A pesar de tener la mente abotargada me dije que no debía permitir que nada ni nadie siguiera anulando mi capacidad de pensar. Oculté el comprimido bajo la lengua, y no bien la enfermera hubo abandonado la estancia me dirigí al baño y lo arrojé al inodoro. Regresé a la cama y volví a quedarme dormido, satisfecho de haber tomado aquella decisión.
© María José Rubiera Álvarez

jueves, 25 de agosto de 2016

Los antroponíricos (cap. X)

Los argumentos de Caronte habían conseguido tranquilizarme, pero no por ello me sentía más dichoso.
La soledad comenzó a pesarme como una losa. El techo de la habitación pareció abatirse sobre mi cabeza y las paredes reducirse de tamaño. Me tendí en el suelo y en posición fetal permanecí encogido hasta disiparse la sensación. Después de un tiempo me levanté y oteé la zona del jardín que la galería acristalada me permitía contemplar: la lluvia se derramaba silenciosa sobre el césped. El manto húmedo y lujurioso cubría la tierra, penetrándola, copulando con ella, fertilizándola. Ambos espíritus se fusionaban y emitían sonidos sibilantes, plenos de armoniosas cadencias. Escuché atentamente el murmullo de las dos entidades entregadas al milagro de la procreación: era un lenguaje de amor, pasión y deseo, la comunicación ingrávida de dos impúdicos amantes que se entregaban a juegos eróticos. Me pregunté si algún día, en un pasado que la memoria no me hacía permisible conocer aún, yo había gozado del mismo éxtasis con una mujer. Sin saber por qué aquel pensamiento me resultó turbador y con premura me alejé del ventanal.
Me sentía impotente y furioso y, renegando de mi destino, a grandes zancadas paseé la habitación como un león enjaulado. Una vez hube logrado sosegar mi espíritu me tumbé sobre la cama y obedeciendo a la inercia abrí el cajón de la mesilla de noche. En su interior había un libro: "Tratado de Filosofía", rezaba la portada. Me alegró el hallazgo y sosteniendo entre las manos el volumen dejé que el azar eligiera la página por mí. "Tanto el bien como el mal tienen un lugar en el Todo", decía Heráclito. La máxima era hermosa  y aleccionadora, pero yo tenía mis dudas sobre el mensaje encerrado en la misma: me sonaba a conformismo. Tal vez aquellas palabras habían sido estudiadamente elaboradas para justificar el mal e imbuir en los humanos el sentido de la resignación, la sumisión y el acatamiento a los deseos de una entidad relevante. En aquel momento se me vino a la mente Caronte y su opinión acerca de las palabras. Me dije que quizá el tuviera razón al decir que los vocablos no albergan sino engaño. Aunque también cabía la posibilidad de que a través del conformismo se llegase a un estado superior del Ser. Pensé que si esto último resultaba cierto tal vez yo debiera adoptar ante la adversidad una postura más resignada. Pero no bien hubo asaltado mi mente este pensamiento, un conato de rebeldía hizo que se congestionara mi rostro. "¡Al diablo con la resignación! ¿Por qué he de mostrarme sumiso...? La sumisión halla su equivalencia en la claudicación, y ambas son propias de imbéciles. ¡Ya vale de lamentaciones! Con tanta compasión hacia mí mismo no hago sino anular mi capacidad de reflexión", me reproché. Y en aquel momento comprendí que mi vida era como un puzzle y debía encajar las piezas hasta darle significado. La premisa consistía en hallar la pieza principal y sucesivamente las restantes hasta concluir el rompecabezas. Debía sin embargo mantener la mente despejada si quería llegar a la conclusión del mismo.
La inyección de valor surtió su efecto. Y me quedé felizmente trasvolado hasta que unos golpes en la puerta interrumpieron mi bienestar.

— ¿Puedo entrar, Adrian? ¿Estás visible...? –preguntó la masculina voz.
—Adelante –respondí.
Alguien manipuló la cerradura. Milahi abrió la puerta y se quedó apoyado en el marco, sosteniendo entre sus manos las pertenencias (zapatos, camisa, jeans...), que previamente me habían sido confiscadas. Se habían encargado de su limpieza y ahora presentaban un aspecto pulcro e impecable.
 —Pase. No tema, no voy a morderle.
—Veo que estás más calmado. Lamento interrumpir tu descanso, pero tienes visita.
—No puede ser Caronte. Ya ha venido hoy. ¿Quién desea verme...? No conozco a persona alguna, excepto a mi amigo –pregunté. Y al no recibir respuesta insistí–: ¿Por qué no me dice quién ha venido a visitarme? ¿A qué viene tanto misterio?
—Pronto lo sabrás. Anda, vístete –dijo, entregándome la ropa–. Te están aguardando.
Esperó pacientemente a que me duchara y vistiera. Luego, sin mediar palabra, salimos de la habitación. Me sorprendía tanto secretismo. No obstante lo seguí hasta su despacho donde, ocupando sendas sillas, esperaban dos desconocidos. Al oírnos entrar se levantaron presurosos. Y sin saber por qué me incomodó su presencia. El más viejo, orondo y seboso, de facciones curtidas y tez picada de viruelas se me acercó con la mano extendida y el gesto cordial.
—Buenas tardes. Sebastián Azcárraga, inspector de policía.
—Tanto gusto –dije, estrechándole la diestra.
Al tomar contacto con aquella piel sudorosa sentí instintivamente un rechazo que me recordó a Caronte y la conversación que en su día habíamos sostenido sobre los antroponíricos, y un estremecimiento recorrió mi espina dorsal.
El más joven se había quedado en segundo plano y sólo se me aproximó cuando su superior –supuse– hizo las presentaciones pertinentes.
  —Carlos Valdés, mi ayudante.
—¿Cómo está usted? –dije, tendiendo la mano.
—Mejor tomamos asiento, caballeros –invitó afable Milahi.
—Gracias... Muy amable –agradeció el inspector. Y haciendo un gesto de complacencia se desplomó sobre uno de los sillones que ocupaban el despacho.
Una vez acomodados, el inspector puso en marcha una grabadora, sin tener en cuenta si yo estaba de acuerdo en grabar la conversación. Me pregunté qué diantres querrían de mí. Pero de pronto recordé los zapatos que Caronte había robado, los cuales yo llevaba puestos en aquel momento. Y con disimulo traté de ocultar los pies a la inquisitiva mirada de ambos inspectores.
— ¿Es usted el señor Adrian Luan Gralte? interrogó.
El polizonte formuló la pregunta, y el apellido quedó grabado en mi cerebro. Sentí animadversión por aquel fulano: disponía de una información preciada para mí. Tentado estuve de preguntarle quién le había otorgado el privilegio de saber lo que yo ignoraba. Pero controlando las palabras que a borbotones pugnaban por salir de mi boca respondí evasivo:
—Tal vez... ¿A qué se debe el honor de su visita?
—El doctor Milahi nos ha comunicado que lleva usted cinco días ingresado en esta clínica. ¿Podría detallar dónde estuvo y qué hizo durante el periodo anterior a su ingreso.
—No creo sea de su incumbencia.
—Adrian –intervino Milahi–, debes responder a las preguntas que se te formulan.
—No me parece que esté obligado a responder, al menos no antes de saber qué es lo que motiva este interrogatorio. Exijo una explicación al respecto, de lo contrario daré por terminada la entrevista.
–Usted no es el más indicado para imponer condiciones –dijo gélido el comisario.
—Considero que los ciudadanos gozamos de ciertos derechos, dando por supuesto que vivimos en un país democrático. Corríjame si me equivoco, inspector Azcárraga.
—Puede solicitar la presencia de un abogado si lo desea. Pero le comunico que las preguntas formuladas son mera de rutina –dijo el ayudante del inspector, intermediando con diplomacia–. Sólo pretendemos cerciorarnos de que no es usted la persona que buscamos. Atendiendo a los ruegos del doctor y en deferencia al estado en que usted se encuentra hemos venido personalmente a tomarle declaración, en lugar de requerir su presencia en la comisaría. Ahora, señor Luan, abusando de su amabilidad le estaremos muy agradecidos si nos permite impresionar sus huellas digitales.
— ¡Por favor...! ¿Es necesaria tanta ceremonia por la sustracción de unos simples zapatos?
— ¡Zapatos...! –exclamaron al unísono, intercambiando miradas perplejas.
—Ojalá no fuese más que eso, señor Luan. Por desgracia, el asunto que nos ha guiado hasta aquí es mucho más grave.

Continuará...


© María José Rubiera Álvarez










lunes, 11 de julio de 2016

Los antroponíricos – cap. IX –


Joseph Rizaure


Pasos sigilosos. Siluetas apenas percibidas. Murmullos ininteligibles. Alientos sobre el rostro. Luz tenue, conjugando claros y sombras… Vuelta a la nada, al ser y no ser, al lugar donde no existe Tiempo ni Espacio.
Tomé conciencia de mí mismo una tarde plomiza y lluviosa. Aunque mi mente estaba presa de la obnubilación que sucede al estado febril y el abotargamiento invadía ligeramente mis sentidos, mis párpados lucharon por abrirse: me hallaba postrado en una cama. El lecho, una mesilla de noche, dos sillas y un armario empotrado en la pared componía el mobiliario de la desconocida estancia. Una galería acristalada proporcionaba claridad a la habitación de paredes desnudas y asépticas, acentuando aún más la sensación de frialdad que caracteriza a los dormitorios de los hospitales.
Un caballero penetró en la estancia, se aproximó al lecho y aplicó un fonendoscopio sobre mi pecho desnudo: no pude reprimir un gemido de malestar al sentir sobre el tórax la frialdad del objeto. El hombre elevó la cabeza y esbozó una cálida sonrisa.
—Al fin has retornado al mundo de los mortales –dijo en un susurro–. ¿Cómo te encuentras?
— ¡Dios me ampare! –exclamé.
El caballero de tez cetrina, bien parecido, ataviado con traje gris (de elegante diseño inglés y camisa de albor inmaculado), el señor de sonrisa dulce y afectuosa no era otro que Milahi, el prestidigitador. Apreté fuertemente los párpados, albergando la esperanza de que mis ojos hubieran falseado la información recibida. Pero al abrirlos de nuevo comprobé que la presencia del mago no era debida a ningún trastorno de la percepción.
—Mantente callado, por favor. Sólo tardaré unos segundos –reconvino amablemente.
Continuó a mi lado, sentado sobre la cama, enfrascado en la auscultación de mis órganos. En su frente se marcaron unas arrugas de preocupación: mi corazón galopaba, debido a la agitación que me había originado su presencia.
—Tienes una ligera taquicardia –dijo, retirando el fonendoscopio de los oídos–. Pero dentro de unos días volverás a estar en plena forma. Bien, ya puedes hablar cuanto quieras.
Hice amago de incorporarme. Pero mi cuerpo debilitado se negó a ejecutar la orden enviada por el cerebro, y volví a postrar la cabeza sobre los almohadones. Entonces reparé en las vendas que envolvían mis manos, y recordé la desagradable experiencia vivida en la playa.
— ¿Dónde estoy? –pregunté con hostilidad.
—En una clínica.
— ¿Una clínica…? ¿Qué significa su presencia en este lugar…?
— ¿No me reconoces, Adrian…? Bueno, teniendo en cuenta que has sufrido un shock, es lógico que aún estés aturdido. Pero ya verás qué pronto te restableces.
— ¡No me diga, señor prestidigitador!
— ¡Muy ingenioso! A lo largo del ejercicio de mi profesión jamás nadie me había dicho algo tan original –y añadió irónico–: Pero no me vendría mal poseer esos atributos. Anda, pórtate bien y déjame ver esas heridas.
— ¡Aléjese de mí!
— Vamos, Adrian, no hagas el tonto o me veré obligado a sedarte de nuevo.
La voz enérgica no daba lugar a negativas. Extendí los brazos y lo dejé hacer. Quitó el vendaje con delicadeza y examinó detenidamente las lesiones.
—Los cortes no son profundos. Cicatrizarán pronto.
— ¿Dónde está mi amigo?
— ¿Qué amigo? ¡Ah, sí…! Luego vendrá a verte.
—No. ¡Ahora!
—Aún no puedes recibir visitas. Estás un poco alterado, no conviene que te agites.
—Deseo abandonar este lugar cuanto antes.
—No puedo permitirlo, Adrian.
— ¡Su permiso me importa un bledo, señor ilusionista! –exclamé, y sacando fuerzas de flaqueza salté de la cama.
— ¡Por el amor de Dios, Adrian! ¡Te vas a lastimar! –exclamó, situándose ante la puerta.
—Le ruego no se interponga en mi camino. Si no se aparta por las buenas, me veré obligado a utilizar métodos más expeditivos –advertí.
Intentó bloquearme el paso, y de un empellón lo lancé al otro extremo de la estancia. Sin pararme a considerar que estaba descalzo y en pijama abrí la puerta y me precipité al pasillo, que accedía a unas escaleras que daban a la planta baja. Bajé los escalones de dos en dos. Pero antes de alcanzar el vestíbulo dos hombres corpulentos se abalanzaron sobre mí, me redujeron y me llevaron de vuelta al dormitorio. Milahi me inyectó una solución, y en pocos segundos quedé sumido en la inconsciencia.
Desperté en la madrugada del día siguiente, con la boca pastosa y el cerebro ligeramente embotado. Aun así intenté buscar una explicación coherente a la presencia del prestidigitador en aquel lugar. “¿Por qué extraña circunstancia vuelve a cruzarse en mi camino? ¿Por qué finge ser doctor, y qué propósito le guía?”, me pregunté repetidas veces. El sopor amenazó con anular mi consciencia una vez más y, en pugna contra el efecto narcotizante de la inyección luché por mantenerme vigil. Pero el sueño volvió a dominarme.
Hasta horas más tarde no salí del letargo. En aquellos momentos me hallaba bastante despejado, y ya con las ideas más claras pensé en darme una ducha y abandonar aquel antro cuanto antes. Después de permanecer un buen rato bajo el agua helada y tonificante me sentí listo para llevar a cabo la evasión. Pero cuál sería mi sorpresa al comprobar que mis prendas de vestir no estaban en el ropero. Me precipité hacia la puerta e hice girar el pomo: estaba cerrada con llave.
La situación se escapaba a mi entendimiento. El hecho de tener las muñecas lesionadas no justificaba mi confinamiento en aquella habitación. Era evidente que Milahi me tenía secuestrado, pero ¿por qué motivo? ¿Pretendía dinero? ¿Sería yo un hombre acaudalado? La escurridiza memoria me condenaba al suplicio de ignorar cuál era mi verdadera identidad. La ansiedad de la incertidumbre me mantenía en vilo, y comencé a sudar  profusamente. Pero al cabo de un tiempo logré sobreponerme a la angustia. Si aquel hombre albergaba algún propósito delictivo, yo debía jugar las cartas con la mayor sangre fría, pues tal vez mi vida dependiera de ello. Era evidente que no tardaría en dejar al descubierto sus intenciones. Tendría que exponer el móvil del secuestro y el episodio llegaría a su fin. Estaba deseando verlo otra vez cara a cara, pues era de suponer que no tardaría en presentarse.
Y no me equivoqué al respecto. Al cabo de unas horas apareció por la puerta, con un batín colgando del brazo y portando una bandeja de desayuno.
— ¡Hola! –saludó familiar–. Supongo tendrás hambre.
—Sabe que a esto se le llama secuestro, ¿verdad?
  — ¡Hay que ver qué cosas se te ocurren!
—Creo que me debe una explicación, señor ilusionista.
— ¿Quieres que hablemos? ¿Antes o después de desayunar? Deberías comer algo.
—No tengo apetito. Así que, procedamos ya.
—De acuerdo. Cúbrete, no vaya a ser que te resfríes –dijo, pasándome el batín.
Descendimos las escaleras que daban acceso a la planta baja y llegamos al vestíbulo. Una señorita uniformada, que atendía la recepción, conversaba a través del teléfono: mantenía el auricular pegado a la oreja, al tiempo que introducía datos en el ordenador. Al percatarse de nuestra presencia esbozó una sonrisa e hizo un saludo amistoso. Después de colgar el aparato habló con Milahi sobre la anulación de una cita, e hicieron un comentario jocoso al respecto. La actitud de ambos era desenfadada e informal, como si no estuvieran en presencia de un extraño.
—Como puedes observar, esto ha sufrido algunos cambios –dijo Milahi, continuando el recorrido por la planta baja.
Aquel comentario me hizo caer en un mar de confusiones. ¿Acaso pretendía hacerme creer que yo había estado con anterioridad en aquel lugar?
—Las habitaciones de los pacientes han pasado a ocupar el ala sur del edificio, pero yo aún sigo instalado aquí —detalló. Y deteniéndose ante una de las puertas hizo girar la llave en la cerradura y me invitó a pasar. La estancia, que hacía las veces de consulta y despacho, estaba en penumbra. Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y me invitó a tomar asiento.
—No imaginas cuánto me alegro de verte, Adrian. A menudo me preguntaba qué habría sido de ti. Supongo habrás tenido tus motivos para eludir mi compañía.
—Vayamos al grano. ¿Por qué no expone sus propósitos sin más preámbulos, Milahi?
—Perdona… ¿Cómo me has llamado?
—Ya vale de subterfugios. ¿He de recordarle su nombre?
— ¿De veras no recuerdas quién soy, Adrian?
— ¿Y quién se supone es usted?
Me miró inquisitivo. Pero es posible que mis pupilas reflejaran el desconcierto que en aquellos momentos me invadía, porque apenas transcurridos unos segundos enarcó las cejas y pude apreciar en su mirada un destello de compasión.
—Sí. Resulta obvio que no lo recuerdas. ¿Cuánto hace que estás en este estado?
—Vamos, Milahi, ¿por qué no se deja de rodeos y expone sus intenciones claramente?
—Sólo intento ayudarte, Adrian. Es evidente que sufres una alteración cognitiva. Creo que necesito un cigarrillo –y tendiéndome la pitillera–. ¿Te apetece?
—No, gracias. Aún no ha satisfecho mi pregunta.
Dio unas caladas nerviosas, expelió el humo y contempló la voluptuosa espiral hasta que se difuminó en el aire. Después aplastó el cigarrillo en el cenicero, apenas sin consumir.
—Se te ve fatigado –aseguró, carraspeando–. ¿No crees sería conveniente aplazar la conversación hasta más tarde? –sugirió, y se notaba a la legua que intentaba ganar tiempo.
—No, gracias. Me encuentro perfectamente. Y por si antes no me he explicado con claridad, volveré a formularle la pregunta de nuevo: ¿Quién se supone es usted?
—Me llamo Joseph Rizaure Ripoll. Y soy doctor en psiquiatría, Adrian.
—¡Bien, bien…! Deje que me sitúe, “doctor”. Resulta que ahora es usted un honorable psiquiatra. Sin duda la profesión de loquero es más lucrativa y respetable que la magia, ¿verdad? ¡Un buen montaje, sí señor! –exclamé con ironía.
De mis labios brotó una risa histérica e incontrolable. No podía parar de reír y ni siquiera me apercibí de que Milahi pulsaba el interfono y formulaba una orden, así como tampoco de las circunstancias en que fui llevado de vuelta al dormitorio.
Aquella tarde, cuando salí del sopor, lo primero que vieron mis ojos fue a Caronte sentado en una silla, al lado de la cabecera de la cama.
—Por fin has venido a verme. Empezaba a creer que te habías olvidado de mí.
—Soy tu amigo, muchacho. No te dejaría en la estacada por nada del mundo. ¿Cómo te encuentras…? –preguntó solícito–. Me has dado un susto de muerte, ¿sabes?
—Olvídalo, estoy bien. ¿Qué lugar es este, Caronte? –pregunté, como si no lo supiera sobradamente.
—Un centro hospitalario, por supuesto.
— ¿Y no encontraste otro sitio mejor donde llevarme?
—¿Dónde pretendías que te llevara, si no? –dijo, encogiendo los hombros con indiferencia.
— ¿Sabes que es una clínica mental…? Me has traído aposta, ¿eh? No mientas.
—Es cierto —asintió bajando los ojos–. Te vi tan enajenado que me alarmé.
— ¡Qué sabrás tú de enajenaciones! –exclamé despectivo–. Tú y tu enorme “sabiduría” me habéis proporcionado una situación de lo más halagüeña.
—No me subestimes. Sé más de lo que te imaginas –dijo, pasando por alto el reproche.
—Si tan docto eres en psiquiatría, ¿por qué te has convertido en mendicante?
—Porque descubrí que el demonio habita en el cerebro humano, y no me interesa la relación con Satán. ¿Nunca has vislumbrado la figura de Lucifer dentro de tu propia cabeza?
— ¡Estás como un cencerro!
—En absoluto. ¿Acaso el que mata por placer no está poseído por el diablo? ¿Y el descuartizador que devora las vísceras del descuartizado…? ¿Y qué me dices de los pederastas, o de los violadores? ¿Y…? Para qué continuar, la lista sería tan larga que no daríamos fin a ella.
—Vale –concedí–. Pero ahora no es el momento de discutir ese tema –y bajando la voz hasta convertirla en un susurro–. Escucha con atención… ¿Te dice algo el nombre de Milahi?
—Claro. Es el nombre de aquel tipo… El ilusionista.
— ¡Exacto! ¡El mismo que ahora se hace pasar por psiquiatra!
—Déjame comprobar si tienes fiebre. Creo que deliras, muchacho.
— ¡Te aseguro que la fiebre nada tiene que ver en todo esto!
— ¿Estás completamente seguro…? Es muy grave lo que dices.
—Te juro que es tan cierto como lo es tu presencia en esta habitación.
— ¿Te has parado a pensar que puede ser otro que se le parece? Dicen que todos tenemos un doble, y puede que sea cierto.
—Imposible. Te aseguro que tiene el mismo físico que el ilusionista: El tono de voz, la tez morena, las manos finas y alargadas, la textura de la piel… No ha lugar a equivocaciones, Caronte.
—Tal vez sea cierto lo que dices… Aunque me cuesta creerlo.
—Ten presente que no miento. ¿Seguro que no lo has visto?
— ¿A quién? –preguntó con gesto distraído.
—Diantres, Caronte… ¡De quién se supone estamos hablando!
—Yo no he visto individuo alguno que guarde similitud con el prestidigitador.
— ¿Qué doctor atendió mi ingreso?
—No lo sé. En principio nos atendió una recepcionista uniformada. Después avisó a unos enfermeros, que te situaron sobre una camilla y marcharon contigo. A mí me introdujeron en la sala de visitas y al cabo de un tiempo me dijeron que podía irme, pues tu estado no revestía gravedad. Eso es todo, muchacho.
— ¿Cuánto hace que estás aquí?
—Casi una hora —respondió, encogiendo los hombros con indiferencia.
— ¿No te han obstaculizado la entrada? ¿Te has encontrado con alguna oposición al pretender visitarme? ¿Quién te abrió la puerta de la habitación? –interrogué con voz anhelante.
— ¡No te esfuerces tanto! ¿Por qué tanta pregunta…? No me encontré con dificultad alguna.
— ¿Seguro…? –pregunté, escrutando su rostro con suspicacia.
— ¿A qué viene esto, Adrian…? –preguntó a su vez, y su voz sonó enojada–. Si te digo que no, es que no. ¿Qué hostias se te ha metido en la mollera ahora?
—No es necesario que te alteres. Te creo, Caronte.
—Respecto a lo que cuentas de Milahi, ¿no te parece un poco rocambolesco?
—Tal vez. Ya me has hecho dudar. Pero, ¿podrías explicarme por qué me han encerrado bajo llave? No me parece lógico.
—Eso no es de extrañar, teniendo en cuenta el estado que presentabas cuando te ingresé.
— ¿Entonces no te parece un secuestro? –pregunté con timidez.
—¿De dónde has sacado esa insensatez? Es normal que adopten medidas de precaución para evitar que vuelvas a lastimarte.
—No lo sé… Supongo se me ha disparado la imaginación. ¿Crees que estoy equivocado respecto a Milahi?
—No quisiera contrariarte, pero en mi opinión no es más que un parecido casual. Debes cuidarte, Muchacho, el incidente que has sufrido en la playa es el causante de que te encuentres en este estado tan confuso.
— ¿Tan mal estaba cuando me trajiste aquí?
—Peor, muchacho. Pensé que te habías vuelto majara.
—Si quisieras hacerme un favor…
—Cuenta conmigo… ¿Qué quieres que haga?
—Que averigües cuanto puedas sobre esta clínica y los doctores que están al cargo de ella.
—Mejor abandonabas esa idea peregrina que se te ha metido entre ceja y ceja. Pero lo haré gustoso si con ello te sientes más tranquilo.
Minutos más tarde, una enfermera advirtió a Caronte que la hora de visita había llegado a su fin. Él prometió volver al día siguiente, y se despidió de mí.

La puerta se cerró silenciosamente... Y la llave giró en la cerradura.


© María José Rubiera Álvarez



                                                                                                                                                                                                                         

viernes, 5 de febrero de 2016

Los antroponíricos –Caronte (cap. VIII) –

La ausencia de Aramis me había provocado un sentimiento injustificado de tristeza: la luz parecía haberse ido a la par que él. Su compañía resultaba reconfortante. Tenía el raro don de las personas que con su presencia iluminan la vida de los demás; poseía ese halo sutil que aunque invisible es chispeante e inunda de vida y calor el espacio donde se encuentran.
—No debes sentir nostalgia por ese mameluco –dijo Caronte, y una vez más tuve la impresión de que había penetrado en mis pensamientos.
—Es tan simpático... Transmite tanta alegría...
—Lo que tú quieras, pero has de saber que la atracción que se desprende de los tipos como él raya en el filo de la maldad.
—¡Dios... Cuánto escepticismo! Observo que eres muy dado a juzgar a la gente sin conocerla.
—Sé lo que digo. Ese tipejo es un zascandil, y la gente tan inestable no me inspira fiabilidad. Y cambiando de tema: ¿Ya has resuelto la adivinanza?
—Estoy esperando a que tú me des la solución.
—No creo que se te arregle.
—Venga, Caronte, no te hagas de rogar. Te consta que has estimulado mi curiosidad a propósito, y eso significa que en el fondo estás deseando decirme quienes son los antroponíricos.
—Eres muy cómodo, muchacho, ni siquiera te molestas en pensar. A este paso no sólo carecerás de memoria sino también de neuronas.
—Aún me quedan muchas.
—Son... devoradores de sueños –afirmó muy serio.
—¿Qué...? ¿He oído bien? ¿Has dicho devoradores de sueños?
—¡Sí! Es el término con que se conoce al antroponírico, hombre-sueño u oniricófago.
—¿Oniricófago...?
—¿Vas a repetir todo lo que digo? Pareces un loro.
—Disculpa. ¿Y por qué se los denomina así? –pregunté, y por más que quise contenerme no pude reprimir una carcajada.
—Es algo muy serio, muchacho. No debes reírte –amonestó–. Reciben esta acepción porque se alimentan de sueños ajenos; escogen deliberadamente a sus presas y de forma lenta y cruel devoran sus ilusiones. Al igual que parásitos succionan todo cuanto hay de hermoso en su víctima: esperanzas, alegrías, emociones y todo lo que resulta imprescindible para sentirse vivo. Son taimados; maestros en argucias esgrimen sus armas hasta conseguir que a su presa sólo le quede el vacío, la nada, la desolación sin límites, la muerte en vida...
—¿De dónde has sacado ese disparate, Caronte? –pregunté, interrumpiendo aquel desatino–. ¿Me consideras tan tonto como para tragarme que en verdad existen personas de esa índole?
—¿Personas...? No son personas.
—¿Ah, no...? Creo que te estás quedando conmigo, Caronte. Pero está bien, estoy dispuesto a seguirte el juego. Porque se trata de eso..., ¿verdad?
—Tómalo como quieras –concedió, elevando los hombros con aquel gesto tan peculiar en él.
—¿Y cómo se los reconoce? ¿Tienen rabo, cuernos o alguna protuberancia en particular que los identifique? –pregunté, reprimiendo la hilaridad–. Supongo que algo tendrán que los distinga de las personas vulgares.
—Puedes burlarte si te apetece –dijo muy serio–. Su apariencia es humana. Sólo les delata el destello maligno de sus ojos, y hay que ser muy observador para poderlo apreciar.
—Entonces, ¿cómo diablos se los reconoce?
—Se intuyen. ¡Y basta ya de preguntas!
Su rostro marmóreo se distorsionó en una mueca cruel y amarga; clavó las pupilas grisáceas en un punto imaginario y se estrechó a sí mismo en un abrazo protector. Me pregunté cómo podía tomarse  tan en serio un cuento tan absurdo. Sin duda poseía un elevado grado de histrionismo: otra faceta más de aquel carácter tan peculiar.
—¿Ya has pensado qué vas a hacer, muchacho? –dijo cuando recuperó la compostura.
—¿A qué te refieres?
—Sabes bien a qué me refiero.
—Te juro que no lo sé.
—¿Ya no te interesa saber quién eres?
—¡Claro! ¡Cómo no me va a interesar!
—Entonces, en cuanto lleguemos a nuestro destino acudirás al organismo pertinente para averiguarlo, ¿no es así?
—¿No sería mejor esperar un tiempo a ver qué sucede? Tú mismo has dicho que la amnesia tiende a remitir al cabo de unos días.
—No soy psiquiatra ni psicólogo, ¿recuerdas? –dijo glacial.
—No seas rencoroso, Caronte.
—¿Qué temes, Adrian? –preguntó inquisitivo.
Si pretendía dar en la diana sin lugar a duda había hecho un pleno. Era cierto: estaba asustado. Me entraba pánico cada vez que pensaba en la experiencia vivida bajo los efectos de la hipnosis. ¿Quién me garantizaba que no guardaba relación alguna con hechos acaecidos en el pretérito, como Caronte había aventurado? No dejé traslucir mis sentimientos y respondí con aplomo:
—Nada –y retador–. ¿He de temer algo?
—Tú sabrás –respondió malévolo.
—Olvídame. ¿Por qué buscas camorra de continuo? Te encanta originar climas de tensión, cuando a mí me desagrada sobremanera. Mira, vamos a dejar esta conversación, o acabaremos discutiendo y nada más lejos de mi intención.
—Como quieras. –concedió, encogiendo los hombros con indiferencia.
—¿Sabes ya en qué ciudad debemos apearnos?
—Sí –afirmó lacónico.
—¿Tienes algún proyecto en mente para cuando hayamos llegado a nuestro destino?
—Tengo uno muy claro: mandarte a la mierda. Y tú, ¿tienes algún plan?
—¿Vas a seguir tu camino por separado?
—Así es –afirmó con rotundidad–. Para qué vamos a continuar juntos si es evidente que somos incompatibles.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto. Yo nunca hablo por hablar.
Debió ser tan intensa la angustia reflejada en mi rostro que abandonó su pose de dureza y me sonrió con una ternura inusual en él.
—Relájate, amigo. ¿De veras crees que sería capaz de abandonarte a tu suerte?
—Gracias. Aunque a veces no lo parezca, eres buena persona.
—¡Qué largo se me está haciendo este viaje! –exclamó de pronto, sin tomar en cuenta mi alabanza–. Aunque, si no me equivoco, creo que no tardaremos en arribar a nuestro destino. Debemos cambiarnos de ropa –y descorriendo la cremallera de la bolsa, del interior sacó un par de jeans y dos camisas–. Toma. Me parece que llevamos la misma talla.
—Esa bolsa parece la recreación de la cueva de Alí Babá: alberga tesoros insospechados.
Se limitó a esbozar una sonrisa y procedió a cambiarse.  Yo también me dediqué a la misma labor, y comprobé que la ropa de Caronte me sentaba como un guante. Me alegré de que así fuese, pues me sentía sucio e incómodo dentro de la mía.
El maquinista aminoró la marcha. Hizo entrar el mercancías en la vía muerta y accionó el freno. Los vagones topetaron y las ruedas chirriaron contra los raíles.
—Fin de trayecto –dijo lanzando un estruendoso bostezo, echándose la bolsa al hombro.
—¿Es aquí donde tenemos que apearnos?
—Aquí se acaba el fierro, muchacho. Así que, apéate.
Descendimos del vagón y nos mezclamos entre el bullicio. Un hervidero de personas pululaba por el andén. Cientos de almas desconocidas entre sí, ajenas unas a otras. Gente de toda índole compartiendo el mismo hecho, que, aun ignorándolo, se había dado cita para vivir el mismo instante en el Espacio y en el Tiempo: gente cargada con su equipaje; soldados asomados a las ventanillas, que se despedían de sus familiares o novias; alguna que otra pareja arrullándose; padres nerviosos, regañando a sus hijos y advirtiéndoles del peligro que representaba la vía...
Una voz monótona, proveniente de la megafonía, anunció a los pasajeros la salida inmediata de un  tren. Sonó un silbato y las puertas de acceso al convoy quedaron selladas, vetando con su hermetismo la última oportunidad para los viajeros rezagados. El tren se puso en movimiento, se deslizó por los raíles y perezoso marcó el tiempo en adagio, en tácita complicidad con los que se resistían a las despedidas.
Salimos de la estación y nos encontramos de pleno con el tráfago de la metrópolis.
—¿Has estado alguna vez en esta ciudad? –le pregunté al observar que se movía con desenvoltura por las calles.
—Sí. Es muy bella y cosmopolita. Dicen que tiene uno de los puertos naturales más amplios del mundo. Si te apetece vamos a verlo.
—Estupendo.
—¿Quieres embarcarte como polizón?
—¡Qué gracia...!
—Aparte de bromas, ¿deseas que te acompañe a algún sitio donde te ayuden a averiguar quién eres, o prefieres que el tiempo sea el que decida? Tú eliges, muchacho.
Lo miré dubitativo, al tiempo que sopesaba qué me podría acarrear el conocimiento de mi identidad.
—¡Sí o no! ¡Decídete de una vez! –exigió apremiante.
—No. Creo que voy a esperar un tiempo.
—Vale. Entonces iremos a ganarnos el pan de cada día.
—¿Crees que encontraremos trabajo?
—¡Claro! ¿No lo vamos a encontrar...?
Como un auténtico imbécil lo seguí a lo largo de una avenida hasta llegar a una iglesia. Apostándose en la escalinata se hincó de rodillas y extendió la mano para pedir limosna a los feligreses. Sentí tal bochorno que me alejé de su lado precipitadamente. Atravesé la calle corriendo, y por un momento pensé en perderlo de vista para siempre. Pero volví sobre mis pasos y, aunque me pareció denigrante, me coloqué a su vera y postrándome de hinojos también extendí la mano.
Me había convertido en un paria, y me dolía aceptarlo. Hasta ese momento no había sido plenamente consciente de la perversa emboscada que me había preparado el destino. Aunque por otra parte, no tenía la absoluta certeza de si mi estado actual era debido a un hecho predeterminado por fuerzas invisibles. Claro que ya no estaba seguro de casi nada. Sólo podía afirmar que no era más que un mísero pedigüeño y, al igual que el Judío Errante, parecía haber sido condenado a vagar hasta el fin de los siglos. ¿Me habría sido impuesto como penitencia?
El sonido metálico de unas monedas al caer en la palma de mi mano puso fin a las cavilaciones. Caronte ya se había puesto en pie y se sacudía el polvo adherido a su pantalón.
—¿Por qué te marchaste? –susurró enojado. Miré hacia otro lado y aparenté no haber oído la pregunta.
—Creo que por hoy ya basta –y al ver que yo aún continuaba de rodillas–: ¡Qué! ¡Nos vamos, o piensas quedarte ahí para siempre!
Nos dirigimos a una alameda, y una vez acomodados en un banco procedió a contar el dinero.
—No ha estado mal la recaudación. ¿A ver cuánto tienes tú?
—Creo que suficiente.
—Nunca es suficiente, muchacho. Esos beatos no suelen ser muy generosos; mucho arrepentirse de los pecados, mucho golpe de pecho con el consabido "mea culpa", pero a la hora de repartir con los necesitados es otra historia. Son unos hipócritas que pretenden lavar la conciencia con un poco de calderilla.
—No seas injusto, Caronte. Al fin y al cabo no tienen ninguna obligación.
—Esto también es verdad. Pero, entonces, ¿a quién le compete la miseria de tantos y tantos indigentes? ¿Al Estado...? Deja que me ría.
—Que yo sepa, el Estado se ocupa de proporcionar albergue a los necesitados.
—¡Claro! ¡Por eso no hay pobres durmiendo en la calle! –exclamó con ironía–. Además, ¡menudo privilegio! –y escupiendo en la acera–: Más que albergues yo los llamaría pocilgas de escasas dimensiones, compartidas por todo tipo de individuos, donde el hacinamiento es la tónica general. Eres un gilipollas, Adrian.
—Oye, oye..., no las pagues conmigo. Comprendo que no estés de acuerdo con el sistema, pero yo no tengo la culpa de que la sociedad esté montada así.
—Me exaspera tu condescendencia para con esos peces gordos que ocupan los sillones del poder. –dijo, volviendo a escupir en la acera.
—¡Qué dices...! Estás pasado, Caronte. No creo haberme manifestado a favor ni en contra del Gobierno, ni recuerdo haber hecho comentario alguno referente a cuestiones políticas.
—Ni falta que hace. Estás impregnado del típico barniz burgués. Apestas, ¿sabes?
—¡Vaya por Dios! Lo que me quedaba por oír.
—Y para qué vamos a engañarnos, a tipos como tú les importa un bledo los tipos como yo. ¿Pensabas que no me había dado cuenta, señor remilgado? ¡Eres patético!
—Te ruego no alteres la voz –reconvine al ver que sus gritos comenzaban a captar la atención de los transeúntes.
—¡Altero lo que me da la gana! –vociferó con chulería–. ¡Y a vosotros, ¿quién os dio vela en este entierro?! –exclamó, encarándose con los observadores–. ¡Venga, largaos de aquí!
—Por Dios, Caronte, vas a conseguir que nos detenga la policía por escándalo público.
Logré que la advertencia aplacara sus ánimos sublevados, y durante un tiempo permaneció silencioso. Pero no tardó en volver a la carga, aunque con tono más templado.
—Confiesa que te avergüenzas de mí.
—No es cierto.
—¡Ah..., ¿no?! ¿Entonces por qué te largaste cuando me dispuse a pedir limosna?
—Simplemente obedecí a un impulso. Estoy tan desconcertado...
Estoy tan desconcertado... –remedó–. No hay cosa que más me joda que los niñatos estúpidos –dijo despectivo–. Muchacho, creo que ya eres mayorcito para entender que los senderos de la vida no están hechos de rosas. Así que, procura adaptarte a las eventualidades que te vayan surgiendo. Sin ir más lejos, ahí tienes una –y señalando mis pies–. Mira.
Mis zapatos estaban rotos, y ni siquiera me había dado cuenta.
—Pues no sé cómo podré comprarme otros –me lamenté.
—¡Qué tal si se los pides al alcalde de esta ciudad! –exclamó mordaz.
—Te estás pasando, Caronte.
—Hablo en serio, muchacho. Es posible que atienda tu ruego. Así, cuando llegue el período de elecciones podrá hacer demagogia sin que le remuerda la conciencia.
—¡Vaya día tienes hoy!
—¡Si no fuera porque te aprecio...! Anda, espérame aquí sentado. En seguida vuelvo.
—¡Por favor! ¿Se puede saber adónde vas ahora?
No me respondió. Se alejó presuroso, sorteando la gente que encontraba a su paso. Su figura se entremezcló con el bullicio, y pronto lo perdí de vista.
Me entretuve viendo el ir y venir de la muchedumbre. La transitada vía albergaba un incesante tráfico; se había formado un gran atasco y los conductores desesperaban por la tardanza: bocinazos, juramentos, amenazas, improperios componían una amalgama de ruidos estrepitosos, capaces de desquiciar al más templado. A los peatones tampoco se los veía muy satisfechos, pues llevaban el ceño fruncido y caminaban de prisa, sin reparar en sus semejantes. Todos ellos se me figuraban robots, programados para ejecutar la misma consigna demencial. Quizá no apreciasen lo desgraciados que eran y lo deshumanizados que estaban, pero a mí me dio pena ver en qué se estaba convirtiendo la sociedad: tan mecanizada que había perdido la capacidad de relacionarse y reír.
De repente me sentí muy solo;  tuve frío y miedo, y me pregunté qué sería de mí si Caronte hubiera decidido abandonarme.  Me trastornaba que se diera esa posibilidad. Pero pronto se disiparon mis temores al ver su figura haciéndose paso entre la gente: corría con premura. Cuando llegó a mi lado tenía congestionado el rostro y jadeaba debido al esfuerzo.
—¡Vámonos! –exclamó apremiante.
Ocultaba un bulto bajo la camisa raída. Me hizo levantar y, llevándome a la carrera, no dejó que me detuviera ni mirara atrás hasta haber recorrido un buen trecho; después aflojó el paso y me enseñó unos zapatos flamantes.
—¿Te gustan...?
—Sí. Son una virguería. ¿De dónde los has sacado'
—¿Verdad que son preciosos? –dijo, soslayando la pregunta–. Espero haber acertado con el número. Pruébalos.
—Los robaste, ¿eh? ¡Eso no está bien, Caronte, no me parece correcto! Habíamos acordado que no lo volverías a hacer. No pienso ponérmelos. ¡Lo único que me faltaba...! ¡Paria, mendicante y para colmo cómplice de robo!
—¡Malditos seáis tú y tus melindres! –exclamó, con las mejillas arreboladas por la ira. Y presa de cólera estampó los zapatos en el suelo.
—Tampoco es para ponerse así –dije, intentando aplacar su enfado.
—¡Cómo no me voy a poner si he corrido el riesgo de que me pillaran cogiendo los zapatos y encima dices que no los quieres! ¿Consideras que esto es robar...? ¡No, muchacho, esto sólo es una ratería! Robar es despojar a los más pobres del sustento. Roban lo bancos o, lo que es lo mismo, los putos usureros, que esquilman a los idiotas que hipotecan su vida a cambio de cuatro paredes. Roban los empresarios a sus obreros, que además de pagarles una miseria les anulan la capacidad de ser personas y los convierten en números, en autómatas. ¿Recuerdas a los antroponíricos? Pues bien, eso es lo que son: devoradores de energía y de sueños. Además, si hubiera un reparto equitativo de las riquezas no habría necesidad de apropiarse lo ajeno, y tampoco habría tanta miseria y hambre en el mundo.
—Ignoraba que fueses comunista.
—¿Comunista...? Te equivocas... ¡Soy carontista!
—¿Carontista...? No entiendo el significado de esa palabra.
—Ser carontista significa ser yo mismo: Caronte; actuar de acuerdo con mis criterios y no dejar que otros me hagan comulgar con ruedas de molino. Jamás me dejaré adoctrinar por los que llamándose a sí mismos comunistas, socialistas, fascistas y un largo etc. de "istas" manipulan y joden al público en aras de una política que, por supuesto, sólo sirve a sus propios intereses. Yo tengo una política hecha a mi medida, en virtud de la cual vivo y dejo vivir. ¿Y qué decir de esa sarta de fanáticos fundamentalistas que pululan por el Orbe, que al amparo de una religión –no importa cuál, puesto que todas vienen a converger en lo mismo– han subyugado y oprimido a los más débiles hasta la saciedad? ¿Sabes por qué esos exaltados tienen tanto interés en hacer prosélitos...? Según ellos, para hacer una conversión; pero no es más que otra de sus muchas falacias. Yo te diré lo que en verdad significan sus predicados: una humillación ignominiosa, de la que se valen para detentar la hegemonía del Poder. Erigiéndose en jueces y verdugos acusan al vulgo de haber ofendido a Dios, y le inculcan el sentido de culpabilidad, porque saben que imbuido de ese sentimiento jamás osará rebelarse contra ellos. ¡Pobre pueblo...! ¡Nunca advertirá que haber nacido pobre es su único pecado!
—No sólo eres carontista... También eres subversivo y maleante –aseguré despectivo.
Quería vengarme de él por el bochorno que me había hecho pasar momentos antes. Pero mi intención resultó fallida, pues se dio cuenta de mi propósito y no se alteró ni un ápice. Además se había despachado a gusto despotricando contra los estamentos político-religiosos, y en aquellos momentos no quedaba ni rastro de su enfado.
—De subversivo nada –negó con sonrisa beatífica–. Y no intentes colgarme etiquetas, es algo que detesto.
—Permíteme una pregunta. Sé que no te gusta hablar de ti mismo ni de tu vida privada, pero...
—¿Qué quieres saber ahora? –interrumpió, y encajando las mandíbulas me miró de soslayo.
—¿Eres creyente?
—¡Ah... Era eso ! –exclamó, relajando la tensión facial–. ¡A ti qué te importa! –respondió risueño. Y eso quería decir que a poco que yo insistiera estaría dispuesto a satisfacer mi curiosidad.
—Venga, Caronte, dímelo: ¿Crees en Dios?
—Depende de lo que tú entiendas por "dios". ¿Acaso una representación ridícula en un trozo de escayola o cualquier otro material...? ¿Un ser furioso...? Si es así te diré no, no creo. Ahora bien, si me hablas de un dios que tiene su máximo exponente en la Naturaleza, te diré que como parte integrante de la misma no puedo negarlo; porque sería negarme a mí mismo, y es evidente que existo. A propósito –dijo señalando el vasto océano con gesto ensoñador–: Ahí tienes una hermosa prueba de que la Naturaleza es el Ser Supremo.
El mar se mostraba ante nosotros en toda su belleza. El cielo proyectaba destellos multicolor sobre la superficie del agua. Las olas rompían contra el malecón, demostrando su poderío a los hombres, advirtiendo explícitas que eran bellas e intocables y sólo rendirían pleitesía a Neptuno: su amo; y sugestivas lamían la orilla de la playa, a la espera de que algún incauto quedara atrapado en su seno y así poder ofrendárselo a su rey.
Caronte interrumpió mis pensamientos.
—Bajemos a la playa. Tal vez consigamos que la marea nos cuente los secretos de la Luna.
—¿Te ha salido la vena poética?
—¿Vena poética...? –y agitando la mano con gesto amenazador–. ¡Vas a saber lo que es poesía auténtica como te niegues a poner los zapatos!
Me descalcé y corrí hacia la playa, fingiendo estar muy asustado. Al tocar mis pies desnudos las doradas partículas, sentí una emoción absurda y se me humedecieron los ojos. Traté de ocultar mi rostro a Caronte, temiendo ser presa de su escarnio; pero no se le pasó desapercibido el gesto.
—¿Qué te ocurre, muchacho?
—No lo sé. Supongo que el océano me hace sentir tan ínfimo como una de estas arenas.
—¡Estás llorando!
—¡Qué pasa...! ¿Los hombres no podemos llorar? ¿Acaso está prohibido?
—No, no... ¡Por mí llora cuanto quieras! –y socarrón–. Pero yo que tú entraría en el mar, para incrementar la salinidad de sus aguas.
—¡Serás mala persona...!
—Sabes perfectamente que me importa un huevo lo que opines de mí.
Me tumbé al sol y cerré los ojos. No tenía pensado dirigir la palabra a Caronte, al menos durante un par de horas; pero unos ladridos de cachorro me hicieron cambiar de opinión.
—¿De dónde ha salido este chucho?
—No tengo ni zorra –respondió indiferente.
—Ven, perrito, ven –dije chasqueando los dedos.
El cachorrillo se me aproximó gozoso y retozón. Carecía de identificación que lo acreditara propiedad de alguien, y me recordó a mí mismo. Sentí lástima del animal, y se me ocurrió que puestos ya bien podríamos incorporarlo a nuestro equipo de errabundos.
—¿Qué te parece si nos lo quedamos, Caronte?
—¡Ni se te ocurra! –denegó con acritud–. ¡No me gustan los perros!
—A mí sí. ¡Hola, perrito! –saludé, acariciándole el lomo. El perrito movió la cola, en señal de agradecimiento–. Pobrecillo. Te sientes solo, ¿verdad? Yo también.
—¡Hay que joderse...! ¡Y todo el mundo! ¿Acaso crees que tienes la exclusiva? ¿Ignoras que la soledad es la manifestación de la individualidad? ¡Todos estamos solos; pero nos da miedo aceptar la evidencia, máxime teniendo en cuenta que no somos más que átomos, compuestos en su mayor parte de espacio vacío! –exclamó, y derrotista–. No somos más que una gran oquedad. Simples marionetas, interpretando un jodido monólogo en el Gran Teatro del Universo.
—¿Por qué te obstinas en llevar todas las conversaciones al terreno filosófico? –amonesté irritado–. ¿Tienes complejo de filósofo, Caronte?
—¡Vete a...! ¿No sabes que las cuestiones hay que desmenuzarlas para poder llegar a comprender la locura de la vida? ¿Por qué no comprendes que todo es marchitable y efímero y sólo la huella que profundiza es inmarcesible?
Aunque no quise confesarlo sabía que él estaba en lo cierto: sólo la sabiduría perdura, y todo lo demás se marchita y desaparece sin dejar rastro.
Dirigí la vista al horizonte, esa línea imaginaria que parece unir el cielo con la tierra, y me pregunté si la propia existencia no sería también una visión imaginada; una fabulación de la mente, conjurada con la retina para confundirnos. Deseché la idea por descabellada y junté las palmas de las manos, para sentir mi propia materia y demostrarme que estaba equivocado. Pero cuál sería mi sorpresa al comprobar que aquellas manos no me pertenecían, que me eran desconocidas..., ajenas. Lanzando un alarido las golpeé contra la arena, en un vano intento de arrancármelas; pero no logré desprendérmelas de las muñecas. Continué golpeándolas con frenesí, y en un santiamén las partículas salinas se tiñeron de sangre.
—¡Adrian...! ¿Qué estás haciendo...? ¡Contesta, dime algo...! –imploró Caronte–. ¡Auxilio! ¡Ayuda, por favor! ¡Por todos los santos, que alguien solicite los servicios de una ambulancia!
—¡Me han cortado las manos, y me han implantado otras! ¡No las quiero, Caronte, son extrañas y perversas y sé que me obligarán a realizar actos en contra de mi voluntad!
—¡Serénate, no te preocupes por ellas...! ¡Haré que te devuelvan las tuyas...!
—¿Harías eso por mí...? No sabes cuánto te lo agradezco, amigo.
Después de pronunciar esas palabras, una oscura nebulosa cegó mi mente. Pero antes de perder la noción de cuanto me rodeaba sentí que unos brazos vigorosos me sujetaban con fuerza.
© María José Rubiera Álvarez