jueves, 13 de abril de 2017

Los antroponíricos (cap. XII)

Por espacio de varios días fui sometido a exhaustivas pruebas neuropsicológicas. Durante aquellas sesiones, Rizaure intentaba bucear en mi mente. Pero yo siempre eludía las preguntas referidas al tiempo transcurrido desde el comienzo de la amnesia hasta el ingreso en la clínica, pues me avergonzaba que él supiera el modus vivendi que había llevado en compañía de Caronte. Por otro lado, mi confianza en el doctor era limitada y aún no tenía claro si el interés que demostraba por mí era el estrictamente profesional o una forma sutil de sacarme información, en complot con el detective Azcárraga. Debido a la cerrazón que yo mostraba y aunque el psiquiatra, adquiriendo el hermetismo que caracteriza a los profesionales de la medicina, se abstenía de emitir juicio alguno sobre mi estado, me constaba que pocos eran los avances en el logro de mi mejoría.
Aquella mañana, cuando acudí al despacho, Rizaure me aguardaba, como era ya habitual desde que iniciáramos el tratamiento..
— ¿Dispuesto a comenzar, Adrian? –preguntó.
—Por qué no. Después de todo, nada tengo que perder.
—Vamos, anima esa cara.
— ¿No cree que estamos perdiendo el tiempo?
—En absoluto. Las pruebas clínicas no han revelado ningún trauma somático, por lo que es fácil deducir que la base del trastorno es de origen psíquico. Al menos podemos asegurar que sufres amnesia retrógrada... Un olvido psicógeno.
— ¿Por qué recibe ese nombre, doctor?
—Se denomina así a la pérdida de memoria que abarca el período previo a la aparición del trastorno, y puede ser motivado por diversas causas. Te haré una sucinta exposición al respecto –Hizo una pausa y encendió un cigarrillo, expelió una bocanada de humo y sirvió dos aguas minerales para ambos–. Según Freud: "La esencia de la represión descansa en la función de rechazar y mantener algo fuera de la consciencia." Citando palabras textuales de afamados investigadores en el campo de la Psicología y de la Psiquiatría, entre los que se encuentran las eminentes Amparo Belloch y Elena Ibáñez: "El concepto clave que explicaría este olvido psicógeno sería el de represión; es decir, el de no querer recordar (el no hacer consciente el recuerdo) aquellos sucesos desagradables, o bien que pudieran hacer peligrar la relación del yo con el superyó o la realidad (...) Hay, pues, una tendencia a que el material reprimido escape y se introduzca en las funciones del yo, alcanzando la consciencia o apareciendo de forma camuflada en sueños, fantasías..."
 Ya basta de retórica –dije, interrumpiendo su explicación–. ¿Qué intenta darme a entender con eso de "fantasías"? ¿Insinúa que Caronte sólo existe en mi calenturienta imaginación...?
—No era mi intención sacar a colación ese detalle. Pero, puesto que ha salido a relucir, he de confesarte que cabe la posibilidad de que ese amigo tuyo sólo exista en tu imaginación. Siento ser tan crudo, pero asumir los hechos te ayudará a recuperarte.
— ¿Y cuál sería otra posibilidad, doctor?
—Que esa persona exista realmente.
—Es tan real como usted y como yo. Ha estado aquí, visitándome.
— ¿De veras?
—Alguien tuvo que haberlo visto.
—Lo siento, Adrian. He preguntado a todo el personal a mi servicio, y nadie ha podido darme razón de ese hombre. Además, tomamos registro de todas las visitas y tú no has recibido ninguna.
—Resulta inverosímil. Bien es verdad que Caronte es muy astuto. Es posible que haya burlado la vigilancia.
— ¿Por qué motivo iba a querer introducirse en la clínica sin ser visto?
—Debido a su aspecto andrajoso. Tal vez pensó que no le sería permitido el paso. ¡Un momento...! Si mal no recuerdo, una enfermera vino a comunicarle el fin de la visita.
—Está bien, dejémoslo así. De todos modos, debes hacer un esfuerzo por recobrar la memoria. Yo te ayudaré a conseguirlo.
— ¿Sí...? ¿Acaso tiene pensado diseccionar mi cerebro para localizar dónde se oculta mi memoria? –pregunté mordaz.
—Por muy sarcástico que te muestres, no conseguirás engañarme con tu actitud.
— ¿Cuestiona mi integridad, doctor?
—No cuestiono tu probidad, Adrian, pero sí tu miedo a que tras el olvido se esconda algún hecho inconfesable. Debes recobrar la memoria si deseas recuperar tu identidad.
— ¿A qué hecho inconfesable se refiere? Homicidio..., ¿tal vez?
 Durante unos minutos nos miramos de hito en hito. Él sostuvo la mirada con entereza, y luego apartó la vista para centrar la atención en el cigarrillo que sostenía entre los dedos.
— ¡Responda, doctor! –exclamé apremiante.
—No me parece oportuno hablar ahora de ese tema.
— ¡A mí, sí!
— ¿Qué quieres saber? –preguntó envarándose en el asiento.
—Todo lo que concierne al asesinato, y qué papel juego yo en toda esa historia.
 De pronto, la luz intermitente del interfono atrajo la atención de ambos. El doctor pulsó una tecla y respondió a la demanda de su secretaria.
 — ¿Sí...?
—Tiene una visita, doctor –dijo la voz distorsionada a través de la línea.
—Creo haber dejado claro que no debe molestarme.
—Lo siento, doctor, pero el inspector Azcárraga se encuentra aquí e insiste en verle.
—Está bien –consintió con gesto contrariado–. Dígale que puede pasar.
La oronda figura del inspector irrumpió en el despacho y, ufano, sonrió al verme.
—Buenos días, señores —Se desplomó en un sillón, sin esperar a que Rizaure lo invitara a tomar asiento. Emitió un resoplido y con un pañuelo se limpió el sudor que le resbalaba por la frente. Accionó la grabadora y sonriendo con cinismo se encaró conmigo–. Es un placer volverlo a ver, señor Luan –dijo mordaz–. Estaba deseando mantener una charla con usted.
— ¿De veras? –dije, poniéndome en guardia.
— ¿Ha recobrado ya la memoria?
Dirigí un disimulado gesto de reproche a Rizaure: estaba claro que le había pasado información al inspector. Y mis sospechas respecto al contubernio existente entre ambos se vieron acrecentadas.
—Inspector Azcárraga, ¿no cree que debería ser más considerado con el señor Luan? –amonestó Rizaure, rehuyendo mi mirada.
—Lo siento, doctor, no pienso andarme con rodeos. Señor Luan, ¿podría decirme cuándo vio a su esposa por última vez?
— ¿Mi esposa...? –De nuevo se me revelaba mi pasado a través del mismo desconocido: un dato más que añadir a la lista. Pensé en Caronte, en lo acertado de su pronóstico al vaticinar que yo estaba casado.
— ¿Se ha quedado mudo, señor Luan? ¿Querría responder a mi pregunta, por favor? Tenemos serias razones para considerarlo sospechoso de homicidio.
— ¿Yo? –pregunté perplejo.
—Así es. ¿Cuándo vio a su esposa por última vez?
—No diré ni una palabra más si no está presente un abogado.
—Si adopta esa postura le sugiero se ponga en contacto cuanto antes con un picapleitos. Existen indicios que le señalan como presunto autor del asesinato de Andrea Luan, su esposa.
Un resorte pareció expulsarme del asiento, y me encaré con el comisario.
— ¡Esto es absurdo...! ¡Váyase al infierno, señor Azcárraga!
— ¡No sea insolente! –exclamó, saltando del sillón y poniéndose a mi altura– Si no se modera, si no me guarda el debido respeto, me veré obligado a detenerlo por desacato a la autoridad.
—Le ruego tenga en cuenta el estado de mi paciente –dijo Rizaure, interviniendo una vez más.
— ¡Su paciente es un farsante! –exclamó airado.
—Se está extralimitando, comisario –advirtió el doctor–. Esto es acoso, y su placa no le confiere ese derecho.
— ¡Manténgase al margen, Rizaure! –y encarándose de nuevo conmigo–. Tengo entendido que usted y su esposa discutían con frecuencia. ¿Qué podría decir al respecto, señor Luan?
—Que no lo recuerdo –respondí abatido.
— ¡No lo recuerda...! ¿Usted qué opina, doctor? –y sin esperar la respuesta de Rizaure–. Me pasma la fragilidad de su memoria, señor Luan.
—Así es, no lo recuerdo. Pero aun suponiendo que hubiera tenido una disputa con mi esposa... ¿Está casado, inspector? ¿Nunca ha discutido con su cónyuge?
—Al parecer también se le ha olvidado quién ha de formular las preguntas.
—Sólo intento poner de manifiesto que una discusión no ha de llevar implícito el homicidio.
—Señor Luan –dijo, pasando por alto la observación–: Hay testigos dispuestos a declarar que el día de autos usted y su esposa tuvieron un serio altercado.
— ¡Maldita sea...! ¿Cómo he de decirle que no lo recuerdo?
— ¡Permítame refrescarle la memoria, señor Luan! ¿Acaso no es cierto que asestó varias puñaladas a su esposa, hasta causarle la muerte?  ¿Y no es cierto, acaso, que se dio a la fuga después de cometer el asesinato? ¡Tampoco lo recuerda, ¿verdad?!
—No, no lo recuerdo. ¡Déjeme en paz, por favor! –La acusación repercutía en mis oídos, lastimando todas las fibras de mi ser. Y presa de confusión oculté el rostro entre las manos.
—Señor inspector, ¿obra en su poder una orden de detención? –preguntó Rizaure, interponiéndose entre el inspector y yo–. Si no es así, le ruego tenga la bondad de irse. Está usted violando los derechos de mi paciente, y en modo alguno estoy dispuesto a permitirlo.
—Está bien, doctor. Pero le recuerdo que este hombre es un presunto homicida –dijo, señalándome con el índice–. Le encomiendo su custodia. Permanecerá confinado en su clínica hasta haberse instruido las oportunas diligencias para su traslado y arresto –Se encaminó bufando hacia la puerta, pero antes de salir advirtió a Rizaure–: Espero comprenderá el alcance de su responsabilidad, doctor.
—Lo que usted quiera, señor comisario. Pero le aseguro que no toleraré más intromisiones, a menos que usted venga acompañado de una orden de arresto.
El inspector se marchó airado. Y yo me desplomé en un sillón.
— ¡Dios...! No imaginaba que llegaras a enterarte de forma tan brusca –dijo acongojado Rizaure.
—Usted ya lo sabía, ¿verdad? ¿Por qué me lo ha ocultado?
—Esperaba prepararte antes de que recibieras la noticia. Pero ese bastardo se ha adelantado a mis propósitos. Ha sido muy duro. Supongo te habrá causado una fuerte impresión.
—No se inquiete por mí, doctor. Estoy tan vacío que no siento nada. Aunque he de reconocer que la situación ha adquirido tintes dantescos. ¿Cuándo tuvo lugar el... homicidio?
—No lo sé con exactitud. La policía lleva muy en secreto el caso, y no ha facilitado detalles al respecto. Ni siquiera la prensa se ha hecho eco aún de la noticia.
—Dígame, doctor, ¿me considera un asesino? –pregunté, esperando expectante la respuesta.
—Me pones en un aprieto, Adrian. Todos, sin excepción, podemos ser asesinos en un momento dado –y con gesto ausente–. Ningún humano se escapa a la condición de depredador que lleva impresa en los genes.
—Eso significa que yo no quedo excluido.
— ¡Nadie, Adrian!
—¿Me ajusto al perfil de un alevoso uxoricida? ¿Cree que asesiné a mi esposa...?
Rizaure enarcó las cejas, y con  gesto mecánico hizo rodar el bolígrafo sobre la superficie del escritorio.
—No... Al menos no intencionadamente. Además, no creo que existan pruebas que evidencien tu autoría en el asesinato. De haberlas, ya te habrían detenido sin miramientos.
— ¿A qué viene ese acoso, pues, por parte del inspector?
—Intimidación, Adrian, pura intimidación. Me consta que sólo se están barajando hipótesis.
— ¡Por todos los santos...! ¡Por qué no consigo acordarme de nada!
De repente, Rizaure pareció tomar una determinación. Abrió la caja fuerte que mantenía oculta tras un cuadro, sacó el Diario que supuestamente me pertenecía y lo dejó caer sobre la mesa.
—Tal vez esto pueda ayudarte. En cuanto lo hayas leído procederemos a su destrucción, pues el testimonio en él reflejado es sumamente comprometedor. Te incrimina demasiado. No quiero pensar qué ocurriría si cayese en manos de un fiscal, y éste solicitase la opinión de un experto en grafología.
— ¿Qué le hace pensar que soy el autor de esas páginas escritas, tan comprometedoras según usted?
—Los detalles contenidos en ellas parecen confirmar que eres el autor de las  mismas. En fin, será mejor que procedas a su lectura. Tal vez obre el milagro de disipar tu amnesia.
— ¿Por qué no ha puesto en conocimiento del inspector la existencia de este Diario?
—Jamás haré nada que pueda perjudicarte. Soy tu amigo, y siempre te ayudaré incondicionalmente —aseguró con voz trémula.
—Gracias, doctor.
—No me las des, Adrian, creo que es lo menos que puedo hacer para ayudarte.

Había ocultado pruebas a la policía, pese a correr el riesgo de ser acusado cómplice de asesinato. Aquel desprendimiento suyo ganó mi simpatía, y logró que yo empezara a considerar como cierta su amistad.

© María José Rubiera