lunes, 14 de mayo de 2018

Los antroponíricos ( cap. XVI )

Después de atravesar media ciudad nos dirigimos a una autopista. En un momento dado Caronte abordó un desvío y condujo el jeep por una carretera comarcal que conducía a las montañas. Atrás se quedaban los sinsabores de aquellos días: angustias e incertidumbres que no habían parado de cebarse en mí. Aunque yo sabía que sólo era una tregua, que tarde o temprano tendría que enfrentarme a los hechos para bien o para mal, sentí una especie de liberación. Abrí la ventanilla y el aire fresco de la mañana inundó el habitáculo. Aspiré con fruición la fragancia primaveral que flotaba en el ambiente: aroma incomparable, inimitable –por más que los hombres intenten manipular y atrapar en frascos de cristal su esencia–, y me invadió una serena felicidad. Aprehendí aquel momento inefable, pues pensé que tal vez lo necesitase como baluarte para desear seguir viviendo. Era tal el optimismo que sentía en aquel momento, que incluso me apeteció decirle algo agradable a Caronte:

—¿Te he dicho alguna vez lo grata que me es tu compañía?
—No opinabas lo mismo hace un momento –gruñó.
—Lo siento. Tú y yo tenemos que aclarar una cuestión, Caronte... Aunque mejor lo aplazamos para otro instante. No hay prisa.
—Venga, suelta ya lo que tengas que decirme.
—No. No me parece el momento adecuado.
—Como quieras –concedió amable.
—Lo que sí me gustaría comentarte es algo que me tiene preocupado.
—Adelante.
—Es un asunto delicado. Me temo que no me tomarás en serio.
—¡Cuánta ceremonia! ¡Pareces el señor de las desdichas, Adrian! –exclamó regocijado.
—Sé que te reirás de mí, que esgrimirás argumentos para rebatir cuanto diga. Pero necesito desahogar esta inquietud que me corroe.
—Soy todo oídos –y levantando la mano derecha añadió con sorna–: ¡Juro solemnemente que no me burlaré de ti!
—No sé si recuerdas la conversación que tuvimos sobre la realidad y la irrealidad.
—La recuerdo –afirmó.
—Pues bien. En aquel momento teorizaste sobre las vivencias, dando a entender que la percepción es engañosa y lo que entendemos por realidad no es sino una abstracción óptica.
—¿Sí...? ¿Yo he dicho eso...? ¡Cuánta sabiduría hay en mí! –exclamó irónico.
—Te acuerdas de Milahi y Aramis, ¿verdad?
—El mago... Y el borrachín del mercancías –asintió.
—¿En algún momento observaste si daban muestras de conocerme?
—Para nada.
—¿Dirías que fueron dos personas que se cruzaron en nuestro camino por casualidad?
—Así parece.
—Pues sorpréndete: Tanto Milahi como Aramis...  ¡Dios...! ¡No encuentro las palabras adecuadas para explicar este desatino! No me hagas caso. Creo que todo es fruto de mi imaginación. Acabaré volviéndome loco, si es que no lo estoy ya.
—No te esfuerces, puedo entenderte a la perfección. Quieres decir que tanto Milahi como Aramis se te muestran ahora en un plano diferente a como los has conocido en su día.
—¡Sí, eso es! ¿Crees que sufro alucinaciones...?
—En absoluto. ¿Sabías que es muy probable que exista un universo paralelo al nuestro, habitado por seres idénticos a los terrícolas? ¿Y si se diera el caso de que a ciertas personas les fuese posible sintonizar frecuencias provenientes de esa posible dimensión, y tuvieras la fortuna de ser una de ellas...?
—Eso me suena a ciencia-ficción, Caronte.
—¿Por qué? El Universo gira en base a una correlación cósmica: causa-efecto, todo organismo, por diminuto que sea, se rige por la misma ley. Lo cual me induce a pensar que cada ente vive su propia experiencia, si no ¿en qué radicaría la individualidad...?
—¡Eres único aventurando hipótesis! ¡Menuda imaginación la tuya!
—No es imaginación. Es una certeza.
—¿En qué la fundamentas?
—En la observación. Si en el Mundo no existen dos personas iguales, es lógico suponer que cada individuo goza de un cerebro en exclusiva. Luego, ¿por qué hemos de vivir todos idénticas experiencias?
—¡¿Cómo es que te atreves a afirmarlo con tanta rotundidad?! Estás loco, Caronte.
—¿Loco...? ¡Jamás vuelvas a decirme esa palabra! –advirtió glacial, clavando en mí sus aceradas pupilas–. Nunca más. ¿Me oyes...? Lo afirmo porque lo sé.
—¡Ah! ¿Sí...? ¿Cómo lo has descubierto?
—No sabría explicarlo. No con palabras.
—Sé humilde y reconoce que estás aventurando una fábula.
—¡No! Sólo que no es fácil de definir. Es una sensación individual e intransferible –y golpeándose la frente–: Está aquí dentro. El jeroglífico de la Vida, con sus misteriosos signos inscritos, siempre ha estado vetado para los nescientes. Puesto que no eres ningún ignorante, tarde o temprano la verdad te será revelada –sentenció.
—¿De qué verdad me hablas, Caronte?
—¡Déjalo ya! No deseo seguir hablando de este tema.
—Acabaré volviéndome loco –repetí una vez más.
—¡Y dale con la locura! ¿Desde cuándo es locura percibir lo que los demás no perciben ¡Jo...!

El vehículo había derrapado al abordar una curva. Por fortuna la carretera estaba desierta, y no corrimos peligro alguno. Pero la brusquedad con que Caronte evitó el choque hizo que se me agudizara el dolor de cabeza, que desde horas antes me estaba martirizando.

—¿Te encuentras bien? –preguntó al observar la palidez de mi rostro.
—Tengo una de mis jaquecas. Ya se me pasará.
—Las padeces con frecuencia –más que una pregunta era una afirmación. ¿Por qué sabía tanto de mí...? ¿Tan intuitivo era...?
—Relájate. La tensión hace que los músculos de la cervical se agarroten y el flujo sanguíneo llegue con más lentitud al cerebro; y por ende, la cefalea está servida.
—¿ Falta mucho para llegar ?
—Sí. En breve dejaremos el coche e iremos andando. Tendremos que darnos prisa, no vaya a ser que nos oscurezca por el camino.

Recorridos unos cientos de metros dejamos el vehículo estacionado, y continuamos a pie. El sendero, flanqueado por un espeso bosque, era sinuoso y umbrío. Y pensé que era la viva representación de mi pensamiento. Caronte avanzaba raudo, dando enormes zancadas. Yo, a la zaga suya, lo seguía en silencio:  tenía un inmenso dolor de cabeza, y en absoluto me apetecía entablar conversación con él. Así, sin intercambiar palabra alguna, anduvimos un sinfín de kilómetros. Después de varias horas de caminata llegamos a un claro del bosque, en el cual se erigía una cabaña de piedra y una leñera adosada a la misma.

—Aquí estaremos bien –afirmó Caronte–. Permaneceremos solos hasta muy avanzada la primavera. Tiempo suficiente para que puedas recuperarte y reflexionar sobre el futuro.
—¡Y tan solos que estaremos! –exclamé deprimido–. ¿Quién osaría venir a este lugar, tan apartado de la civilización?
—Los ganaderos que traen las reses a pastar: estas majadas son su feudo. Empieza a hacer frío. Así que, será mejor que entremos –empujó la puerta, y los goznes chirriaron por falta de uso.

La cabaña disponía de una espléndida chimenea, con un lar habilitado para cocinar. Dos jergones tirados sobre el suelo terroso, confeccionados con lana burda y rellenos de hojas de maíz, hacían de camas en que acostarse. Había asimismo una mesa de madera, hecha sin ornato alguno, y dos bancos. La alacena contenía provisiones para varios meses, amén de palmatorias, velas y fósforos.

—¿Verdad que es perfecta? –preguntó satisfecho.
—Sí, no está mal –respondí con desgana, pues mi dolor de cabeza se había intensificado.
—¿Aún te duele la cabeza? Tómate una de éstas y quedarás como nuevo –dijo, sacando unas pastillas del bolsillo del pantalón.
—¿Por qué no me las diste antes?
—Porque los medicamentos atrofian el cerebro y perjudican el estómago.
—¡Pamplinas! Mejor atrofiarse que aguantar el dolor.
——¿Por qué no te acuestas un rato? –dijo, señalando uno de los catres–. Mientras descansas, partiré un poco de leña y veré qué puedo hacer para cenar.

Hice caso de la sugerencia y me tumbé de buen grado, sin intención de quedarme dormido, pues me creía en el deber de ayudar a Caronte. Pero bajo el efecto sedante de las pastillas me dormí casi en el acto. Desperté al cabo de un par de horas, y comprobé con alivio que la jaqueca se había disipado. Caronte había preparado la cena y esperaba paciente, sentado junto al fuego.

—¡Hola! ¿Te encuentras mejor?
—Bastante mejor. Gracias.
—Me alegro. Hay tocino frito. ¿Te apetece?
—Sí. Tengo hambre. Al parecer, las pastillas me han hecho un hueco en la tripa.
—Ya te dije que no era bueno medicarse –amonestó.
—No eres mi padre, Caronte –advertí. Y sus pupilas aceradas parecieron fulminarme.

Después de cenar nos acomodamos frente al hogar a tomar café. Caronte reavivó la lumbre, que iluminó su rostro, dotándolo de un diabólico color carmesí. Los leños crepitaron alegres, y mi atención quedó presa en la evolución caprichosa de las llamas.

—¿Te atrae el fuego, muchacho?
–Sí. Creo que me provoca una especie de subyugación –respondí, apartando la vista de la chimenea –. No sabría explicarte con exactitud lo que siento.
—Tal vez te atrae porque es símbolo de luz y calor, o porque te recuerda tus orígenes. ¡A saber por qué! –dijo, encogiendo los hombros con aquel gesto tan peculiar.
—Son tantos los misterios que nos rodean...
—Es curioso: A poco que uno se lo proponga siempre termina planteándose las mismas preguntas.
—Es cierto. Pero en mi modesta opinión considero que el individuo nunca llegará a resolver esas incógnitas. Pongamos por caso la procedencia del ser humano: interrogante por excelencia, que siempre ha traído en jaque al hombre y sin embargo continúa siendo un misterio.
—Quizás algún día surja la revelación.
—Sí. Tal vez en el trance de la muerte, en el mismo instante en que se origina la metempsicosis, le sea revelado al hombre el génesis de la existencia.
—¿Crees en la transmigración de las almas...? En ese caso, que Dios te coja confesado. Creo que tienes un poco jodido el karma, muchacho. Te convertirás en sapo, sin duda –dijo sarcástico–. Aunque, según Epicuro: "La muerte no nos concierne. Mientras existimos, la muerte no está presente y cuando llega la muerte nosotros ya no existimos..."
—En algo hay que creer, supongo –dije, pasando por alto sus cáusticos comentarios–. ¿Qué lógica tendría la vida si no, Caronte?
—Aprecio cierta dosis de pesimismo en tus palabras.
—Posiblemente... Si te he de ser sincero tampoco tengo muy claro si soy pesimista o no lo soy, pues me he revelado a mí mismo como un verdadero extraño. Ya no sé qué pensar. El desconocimiento de mi pasado hace que me sienta tan ajeno a mí mismo...
—Ya te he dicho en cierta ocasión que la mente tiene sus propios mecanismos de defensa. Es probable que te estés haciendo un favor al no recordar. De todos modos –continuó diciendo–, la única forma de evitar la pérdida de identidad es no crear antagonismo entre el yo coherente y el yo inconsciente. Además, es indispensable que pensamiento y hecho se armonicen, si no, surgirá el conflicto entre ambos. En otras palabras: No se puede anteponer el "debo" al "quiero".
—¿Intentas darme a entender que lo mejor es no reprimirse y actuar conforme se piensa...? ¿Conoces a alguien que no haya tenido problemas por permitirse ese lujo?
—La verdad es que no.
—Convéncete, no es tan sencillo.
—Pero has de reconocer que sería ideal.
—¡Y anárquico!
—Soy partidario de la anarquía –dijo, reavivando el fuego con gesto distraído–. Pienso que cada individuo debe tener el derecho inalienable de decidir qué o cómo desea vivir, e incluso cuánto. Eso sí, guardando el máximo respeto hacia los demás y asumiendo las pertinentes responsabilidades.
—Pero la anarquía fomenta el caos.
—¿De dónde has sacado esa idea...?  Eso es lo que nos ha hecho creer la tiranía, porque se ve amenazada; pero no es cierto.
—¿Ah, no...? Pues yo tenía entendido que la anarquía sólo provoca desorden y confusión.
—Estás mal informado. La anarquía no es en absoluto caótica, sino más bien al contrario. Es una filosofía donde el orden social no se asienta en la represión sino en la buena disposición de los individuos. La idea es que el estado asuma el papel de gestor, en lugar de actuar como gobernante.
—La verdad es que no estoy muy versado en temas políticos y no puedo por tanto opinar al respecto. De todos modos, la anarquía es una utopía. Y pienso que nunca verá la luz.
—¿Por qué va a ser una utopía...?
—Porque sería muy difícil conseguir que las personas guardasen un orden social sin necesidad de aplicar medidas punitivas. Haría falta mucha educación para lograr que eso sucediera.
—¿Lo ves? Sin darte cuenta tú mismo lo has dicho: "Haría falta mucha educación..." Es cierto que no hay suficiente. Pero está claro que a la sociedad más preeminente le interesa que las cosas funcionen así. Cuanto más aborregada esté la población, más superioridad y dominio podrán ostentar sobre los demás.
—Sea como sea, no sueñes con ello.
—Tampoco me importa –y encogiéndose indiferente de hombros–. Sé que hay muchos que opinan lo mismo que yo, y eso me consuela, me anima a seguir en la brecha.
—Me alegro por ti.
—En qué tipo de sociedad te gustaría vivir, muchacho?
—En la que las buenas acciones predominen por encima del egoísmo y los intereses personales y la alegría de algunos no se elabore a costa de la desdicha de otros.
—¡Eso sí es ciencia-ficción, muchacho! –exclamó, y emitiendo un bostezo–. Estoy rendido. Necesito descansar.
—¿Por qué no te acuestas?
—Sí, eso haré. A todo esto: ¿Te apetecería ir mañana de pesca?
—Sí. Pero, ¿con qué pescaremos? –y añadí sardónico–: ¿Con un cordel...?
—Por supuesto que no –negó, echándose a reír–. Se me olvidó decirte que encontré unos aparejos de pesca en la leñera.
—Entonces ya no hay excusa posible.
—Perfecto. ¡Tendremos que madrugar! Buenas noches, Adrian.
—Que duermas bien.

Se tendió cuan largo era en el catre, se desperezó y segundos después dormía a pierna suelta. Salí al exterior y me senté sobre unos troncos. La noche era idílica. Olía a tierra húmeda, y las estrellas estaban tan cerca que casi se las podía alcanzar con la mano. Las luciérnagas emitían señales luminiscentes, preparando su cortejo nupcial. La Luna realizaba su eterno girar alrededor de la Tierra, y la rotación del satélite me recordó que todo comienza y todo termina para volver a empezar de nuevo, y siempre regresa al punto de partida. La altitud del paraje obraba el milagro de hacerme sentir como si estuviera flotando sobre una nube, y me inducía a percibir en toda su magnitud la levedad del ser. Era hermoso y placentero estar a solas con el Infinito, y deseé que el tiempo no transcurriera, que se detuviera para siempre en aquel instante. Pero nadie satisfizo mis deseos. Y llegó el día siguiente...



© María José Rubiera Álvarez






viernes, 2 de febrero de 2018

Los antroponíricos (cap. XV)

La ciudad comenzaba a despertarse. Y pronto me vi inmerso en la vorágine de viandantes que se disponían a reanudar la jornada laboral, interrumpida por el descanso nocturno. El anonimato de mi presencia entre la muchedumbre me hizo tomar conciencia de que mi situación no era más ventajosa que antes de huir de la clínica: no sabía a dónde ir ni a quién recurrir. La amnesia no sólo me había condenado al exilio mental, sino también al físico. Era de suponer que en algún lugar ignorado por mí, tal vez en aquel preciso instante un padre, una madre o ambos estarían llorando mi ausencia. El deseo de acogerme en la protección familiar se me hizo irresistible. Pero, ¿cómo dar con el paradero de los seres queridos?
La sensación de soledad y abandono se fue intensificando en el transcurso de la mañana. El deseo de ampararme en el calor de un hogar se me hizo abrumador. Me dije que si Rizaure no había mentido al asegurar que me conocía de antaño, cabía suponer que mi domicilio se hallaba ubicado en alguno de los distritos de aquella ciudad. Alentado por este pensamiento me encaminé a un locutorio y consulté el listín telefónico: la lista de los Luan Gralte no era demasiado extensa. Así que, excluyendo a los usuarios que no figuraban con la inicial correspondiente a mi nombre, las posibilidades quedaron reducidas a dos direcciones. Consulté el callejero y aleatoriamente elegí una de ellas, sin saber que era la errónea. Al principio caminé con resolución. Pero no tardaron en asaltarme una serie de temores. Según había dejado entrever el comisario Azcárraga, el crimen se había perpetrado en el domicilio conyugal. Y mi presencia por los alrededores del mismo llevaba implícito el riesgo de ser detenido al instante. Me detuve unos instantes en una plazuela, dudando entre continuar con mi propósito o dejar las cosas estar y que el tiempo decidiera por mí lo más conveniente. Pero los caprichos del azar son impredecibles, acostumbran a sorprendernos con frecuencia. De improviso, una mano vigorosa se posó en mi hombro.

—¡Adrian! ¡Esto sí es casualidad! Llevo un año ausente, y al primero que me encuentro es a ti.
—¡Aramis! Tú... ¿Eres Aramis? –pregunté, no dando crédito a lo que veían mis ojos.
—¿Aramis...? ¿Estás de guasa, Adrian? 

Aquel hombre era idéntico a Aramis. Pero su aspecto no era el de un borrachín pordiosero, sino el de un hombre desenvuelto: bien vestido, elegante, aplomado... Al igual que había ocurrido con el psiquiatra, una vez más volvía a darse el caso. Me pregunté qué estaba ocurriendo conmigo y mi cordura. ¿Sufría alucinaciones, tal como Rizaure había insinuado sutilmente? De no ser así, algún duende maligno me estaba sometiendo a una broma infernal.

—¿Qué te trae por estos barrios tan alejados de tu domicilio? –preguntó, y sin esperar respuesta–: ¿Te apetecería celebrar nuestro reencuentro, Adrian...? Vamos, te invito a unas copas.
—Lo siento. No me es posible –dije–. Te lo agradezco, pero tengo cosas que hacer en casa.
—Entonces, te acompaño. De paso saludaré a tu esposa.
—¿Quieres saludar a Andrea? –pregunté alarmado, y el tono de mi voz puso de manifiesto que algo no marchaba bien.
—¿Qué pasa, Adrian? No os habréis divorciado, ¿verdad? –aventuró, espiando mi rostro–. ¡Ya sé...! Os habéis peleado de nuevo. ¿Ves por qué prefiero seguir célibe? Las mujeres son muy complicadas, amigo.

A punto estuve tentado de gritarle que Andrea ya no existía, que quizá él estuviese hablando con su asesino. Pero contuve el impulso y asentí con la cabeza.

—Lo siento de veras. No es que sea muy experto en asuntos maritales, Adrian, pero en mi modesta opinión creo que os falta diálogo. La falta de comunicación siempre conduce a la ruptura. Te sugiero que vayas a tu casa e intentes hacer las paces con Andrea. ¿Has traído el coche...? ¿No...? Iremos en el mío. Lo tengo estacionado a escasos metros de aquí.

Me dejé conducir por él. Nada de cuanto me ocurría parecía tener sentido, y pensé que dejarme llevar era lo más indicado. Aunque carentes de explicación coherente, los sucesos parecían obedecer a un plan previsto y de poco serviría oponer resistencia. Volvió a invadirme la sensación de irrealidad que me había acometido durante aquel extraño proceso. Recordé las palabras que Caronte había dicho en cierta ocasión: "Irrealidad o realidad sólo son simples términos para definir algo abstracto."
De camino a recoger el automóvil, el desconocido no me quitó los ojos de encima. Y para distraer su atención fingí sentirme interesado por su ausencia, a la que él aludiera cuando nuestros caminos coincidieron.
—¿Has estado de viaje? ¿De vacaciones, tal vez?
—¿Vacaciones...? ¡Trabajando como un mulo, que no es igual! Ya sabes, una gentileza de mi jefe. Se le ha ocurrido abrir una filial en Atenas, y me ha enviado allí para supervisar las obras.
—Las culturas clásicas son apasionantes, sobremanera la griega. Jamás he tenido el placer de visitar Grecia, pero considero que contemplar sus monumentos debe de ser una maravilla.
—Si me guardas el secreto te diré que los únicos monumentos que me interesan son las preciosas griegas. ¡Dirás que tengo mal gusto!
—No se me ocurriría ponerlo en duda –bromeé, haciendo el amago de una sonrisa.

Puso el auto en marcha y lo enfiló por una larga avenida. Aunque procuraba disimular con su verborrea la impresión que le causaba mi aspecto e indumentaria, estoy seguro de que se preguntaba qué me habría ocurrido para presentar tan paupérrimo estado.

—¿Qué te pasa...? –preguntó de pronto–. Estás extraño, Adrian. No pareces el mismo de hace un año. Te noto ausente y desmejorado.
—Dime... ¿Te parezco un demente? No me sentiré molesto si me dices que sí.

La pregunta había surgido de mis labios como una saeta. Y supongo que en realidad no iba dirigida a él, sino a mí mismo. Giró con brusquedad el volante, se desplazó hacia el arcén y parando el motor se arrellanó en el asiento. En su frente se marcaron unos pliegues. Me miró de hito en hito, y en sus pupilas pude apreciar un destello de compasión.

—¿A qué viene tamaña idiotez, Adrian? –amonestó–. Ya sé que has sufrido más de un altibajo. Pero en algún momento dado, eso nos ocurre a todos.
—¿Sí...? No tienes la menor idea de lo que me sucede.
—Dímelo tú.
—Seguro que si te cuento lo ocurrido no dudarías en llevarme al manicomio más cercano.
—Inténtalo. Ten confianza en mí.
—¡No! Jamás lo entenderías.
—Como quieras –rezongó–. Eres un hombre complejo, amigo. Tu hermetismo no contribuye a poder entenderte.

Por espacio de un rato se mantuvo serio, taciturno. Pero no le duró mucho tiempo el enojo, y nuevamente volvió a mostrarse desenfadado y frívolo. Si bien ya había desechado la certeza de que no era el mismo hombre  con que me había topado en el mercancías, quise vislumbrar al Aramis dicharachero y jovial que aún permanecía en mi recuerdo. Aunque lo cierto es que en absoluto me importaba quién fuese o dejase de ser, máxime teniendo en cuenta que difícilmente hallaría explicación a tamaño desatino.

—Bueno, hemos llegado –dijo, deteniendo el vehículo ante una casa–. ¿Sabes, Adrian? Estoy pensando que mejor visito a tu esposa en otra ocasión. Las reconciliaciones están reñidas con la presencia de ajenos —y accionando la llave en el contacto–. Saluda a Andrea de mi parte.
—Así lo haré. Gracias por traerme.
—Hasta pronto, Adrian. Ya te llamo un día de estos, ¿vale? –se incorporó al tráfico rodado, y en aquel momento me hubiera cambiado gustoso por él.

Me pareció que penetrar en aquel recinto privado era equivalente a abrir la caja de Pandora, y permanecí estático ante la verja que daba acceso al jardín. Atisbé por entre los tupidos setos que conferían intimidad a la finca, pero no alcancé a ver más que algunos trozos de césped. Después de un tiempo, me aventuré a traspasar la cancela. Situé los pies sobre el sendero de gravilla y me encaminé hacia la casa: la puerta de entrada estaba sellada con el precinto judicial. En mi fuero interno me había negado a mí mismo la posibilidad de ser un parricida, incluso había albergado la esperanza de que todo hubiese sido un equívoco policial. Pero aquel precinto era la prueba irrefutable de que allí se había cometido un crimen, y hube de admitir que todos los indicios apuntaban hacia mi persona. Me postré de hinojos sobre el suelo enarenado, oculté el rostro entre las manos y lloré. Entendí que aquellas lágrimas purificadoras, que silenciosas resbalaban por mi rostro, tal vez representasen una disculpa, una especie de homenaje a la memoria de aquella mujer, anónima para mi recuerdo.
No sé cuánto tiempo permanecí de rodillas, con el rostro entre las manos. No podría precisar si transcurrieron horas, o minutos. Sólo sé que el sol pareció eclipsarse de repente, y al elevar la mirada comprobé que la figura de Caronte se había interpuesto entre el astro y yo. Estaba ante mí, con sus pupilas aceradas observándome en silencio, inmutable, como el dios que contempla al pecador impenitente. En su rostro marmóreo no se alteraba ni un músculo, y su boca esbozaba una mueca torcida. Mirándolo allí, erguido, con aquel aire de divinidad suprema, creí ver un cruel verdugo, acechando al reo para aplicarle la pena máxima.

—¿Qué quieres...? –pregunté.
—Supuse que te encontraría aquí. Y supuse bien.
—¡Lárgate de mi vista, Caronte!
—¿Qué mosca te ha picado? No comprendo por qué estás enfadado conmigo, muchacho, pero no importa. Debes alejarte cuanto antes de este lugar.
—¿Cómo has dado con mi paradero?
—El asesino siempre vuelve a la escena del crimen –aseguró mordaz–. No, ahora en serio... Era deducible que vendrías a tu casa. ¿No ves que soy más listo que la policía?
—¡Ah...! ¿Sí...? ¿Y cómo es que sabes la dirección?
—¡Pues sí que me ha resultado muy difícil...! ¿Acaso no sabes que te busca media ciudad? Ha salido tu foto en la televisión, y la radio emite comunicados de continuo, proporcionando todo  tipo de detalles sobre  tu vida y milagros –y con su habitual sarcasmo–: ¡Eres famoso, muchacho, te has convertido en la superstar del momento!
—¡Ya está bien! ¡Haz el favor de desaparecer de mi vista!
—Déjate de sandeces. ¿No comprendes que he venido a ayudarte?
—¿Acaso no ves que todo me da igual, que nunca más podré conciliar mi conciencia? Márchate, Caronte. Deja que purgue mi pecado a solas, por favor.
—¿Estás plenamente convencido de que has sido el autor del crimen, muchacho? ¿Has recobrado acaso la memoria?
—No. Pero todo parece indicar que soy culpable.
—Pero no lo sabes a ciencia cierta. Haces mal, deberías concederte el beneficio de la duda. Te sugiero que te des un margen. Aún no debes darte por vencido.
—Creo que debería entregarme. Es absurdo pretender eludir a la justicia.
—Tal y como están las cosas, Adrian, si te entregas serás carne de cañón –dijo muy serio–. No se molestarán en buscar otro culpable. ¿Para qué iban a hacerlo si ya te tienen a ti?
—¿Piensas que debo ocultarme? ¿Y adónde me sugieres que vaya?
—Yo sé de un sitio donde no existe posibilidad alguna de que te encuentren. Es mi lugar secreto, mi  refugio espiritual.

Consideré la propuesta de Caronte. Era un delincuente y su integridad dejaba mucho que desear, pero no me quedaban otras opciones que elegir.

—¿Y qué haré después, si descubro que soy un asesino?
—Yo de ti no me amargaría con semejante pensamiento. Deja que la vida siga su curso, y lo que tenga que ser será.
—Quizá tengas razón. ¿Para qué adelantar acontecimientos? Marchemos, pues. Empiezo a aborrecer este lugar y lo que representa.
—Espera... Necesitaremos provisiones y ropa para algún tiempo.

Se dirigió a la puerta, tanteó por encima de la cornisa y con gesto triunfal me mostró una llave. Manipuló la cerradura, que cedió dócil ante el requerimiento, y no dudó un segundo en invadir la vivienda. Me hizo señas para que lo acompañara. Pero me negué en redondo, pues tenía la impresión de que estábamos cometiendo un sacrilegio.

—¿Cómo sabías dónde encontrar la llave? –pregunté intrigado.
—La mayoría de la gente acostumbra a esconderla en sitios similares –encogió los hombros con indiferencia, y pasándome una de las mochilas–: Anda, échame una mano. Será mejor que nos pongamos en marcha cuanto antes.
—No sé si habrá salida por ese lado –advertí, al verlo ir hacia la parte trasera de la casa.
—¡Tú sígueme! –ordenó.

Sin lugar a dudas, Caronte había estado merodeando por allí mucho antes de que yo llegara, pues parecía conocer bien el terreno. Se dirigió resuelto al garaje, donde se hallaba aparcado un jeep. Depositó el equipaje en el maletero y tomó asiento en el lugar destinado al conductor.

—¡Listos para el viaje!
—¿Pretendes conducirlo tú...? ¿Tienes permiso de conducir...? –pregunté asombrado.
—Por supuesto. Venga, no te quedes ahí parado como un pasmarote. ¡A qué esperas!

Me senté en el asiento del copiloto, y sin más demora Caronte arrancó el vehículo. No dejó de sorprenderme la pericia y habilidad con que lo manejaba. Y me pregunté quién sería en realidad aquel hombre y qué papel interpretaba en mi existencia, pues siempre se encontraba a mi lado en los momentos más difíciles.

—¿Quién eres en realidad, Caronte? –pregunté resuelto.
—Eso no es relevante –respondió con sequedad.
—Rizaure asegura que sólo eres una alucinación –afirmé, pensando que si lo aguijoneaba tal vez revelaría algo sobre su persona.
—¿Quién es ese memo, que se atreve a afirmar tal cosa?
—El psiquiatra de la clínica.
—¡Valiente majadero!

Comenzó a silbar una melodía, dando a entender que no admitiría más comentarios al respecto. Y me abstuve de seguir indagando acerca de su identidad. Después de todo, ¿había algo que me importara en la vida...?

© María José Rubiera Álvarez