lunes, 14 de mayo de 2018

Los antroponíricos ( cap. XVI )

Después de atravesar media ciudad nos dirigimos a una autopista. En un momento dado Caronte abordó un desvío y condujo el jeep por una carretera comarcal que conducía a las montañas. Atrás se quedaban los sinsabores de aquellos días: angustias e incertidumbres que no habían parado de cebarse en mí. Aunque yo sabía que sólo era una tregua, que tarde o temprano tendría que enfrentarme a los hechos para bien o para mal, sentí una especie de liberación. Abrí la ventanilla y el aire fresco de la mañana inundó el habitáculo. Aspiré con fruición la fragancia primaveral que flotaba en el ambiente: aroma incomparable, inimitable –por más que los hombres intenten manipular y atrapar en frascos de cristal su esencia–, y me invadió una serena felicidad. Aprehendí aquel momento inefable, pues pensé que tal vez lo necesitase como baluarte para desear seguir viviendo. Era tal el optimismo que sentía en aquel momento, que incluso me apeteció decirle algo agradable a Caronte:

—¿Te he dicho alguna vez lo grata que me es tu compañía?
—No opinabas lo mismo hace un momento –gruñó.
—Lo siento. Tú y yo tenemos que aclarar una cuestión, Caronte... Aunque mejor lo aplazamos para otro instante. No hay prisa.
—Venga, suelta ya lo que tengas que decirme.
—No. No me parece el momento adecuado.
—Como quieras –concedió amable.
—Lo que sí me gustaría comentarte es algo que me tiene preocupado.
—Adelante.
—Es un asunto delicado. Me temo que no me tomarás en serio.
—¡Cuánta ceremonia! ¡Pareces el señor de las desdichas, Adrian! –exclamó regocijado.
—Sé que te reirás de mí, que esgrimirás argumentos para rebatir cuanto diga. Pero necesito desahogar esta inquietud que me corroe.
—Soy todo oídos –y levantando la mano derecha añadió con sorna–: ¡Juro solemnemente que no me burlaré de ti!
—No sé si recuerdas la conversación que tuvimos sobre la realidad y la irrealidad.
—La recuerdo –afirmó.
—Pues bien. En aquel momento teorizaste sobre las vivencias, dando a entender que la percepción es engañosa y lo que entendemos por realidad no es sino una abstracción óptica.
—¿Sí...? ¿Yo he dicho eso...? ¡Cuánta sabiduría hay en mí! –exclamó irónico.
—Te acuerdas de Milahi y Aramis, ¿verdad?
—El mago... Y el borrachín del mercancías –asintió.
—¿En algún momento observaste si daban muestras de conocerme?
—Para nada.
—¿Dirías que fueron dos personas que se cruzaron en nuestro camino por casualidad?
—Así parece.
—Pues sorpréndete: Tanto Milahi como Aramis...  ¡Dios...! ¡No encuentro las palabras adecuadas para explicar este desatino! No me hagas caso. Creo que todo es fruto de mi imaginación. Acabaré volviéndome loco, si es que no lo estoy ya.
—No te esfuerces, puedo entenderte a la perfección. Quieres decir que tanto Milahi como Aramis se te muestran ahora en un plano diferente a como los has conocido en su día.
—¡Sí, eso es! ¿Crees que sufro alucinaciones...?
—En absoluto. ¿Sabías que es muy probable que exista un universo paralelo al nuestro, habitado por seres idénticos a los terrícolas? ¿Y si se diera el caso de que a ciertas personas les fuese posible sintonizar frecuencias provenientes de esa posible dimensión, y tuvieras la fortuna de ser una de ellas...?
—Eso me suena a ciencia-ficción, Caronte.
—¿Por qué? El Universo gira en base a una correlación cósmica: causa-efecto, todo organismo, por diminuto que sea, se rige por la misma ley. Lo cual me induce a pensar que cada ente vive su propia experiencia, si no ¿en qué radicaría la individualidad...?
—¡Eres único aventurando hipótesis! ¡Menuda imaginación la tuya!
—No es imaginación. Es una certeza.
—¿En qué la fundamentas?
—En la observación. Si en el Mundo no existen dos personas iguales, es lógico suponer que cada individuo goza de un cerebro en exclusiva. Luego, ¿por qué hemos de vivir todos idénticas experiencias?
—¡¿Cómo es que te atreves a afirmarlo con tanta rotundidad?! Estás loco, Caronte.
—¿Loco...? ¡Jamás vuelvas a decirme esa palabra! –advirtió glacial, clavando en mí sus aceradas pupilas–. Nunca más. ¿Me oyes...? Lo afirmo porque lo sé.
—¡Ah! ¿Sí...? ¿Cómo lo has descubierto?
—No sabría explicarlo. No con palabras.
—Sé humilde y reconoce que estás aventurando una fábula.
—¡No! Sólo que no es fácil de definir. Es una sensación individual e intransferible –y golpeándose la frente–: Está aquí dentro. El jeroglífico de la Vida, con sus misteriosos signos inscritos, siempre ha estado vetado para los nescientes. Puesto que no eres ningún ignorante, tarde o temprano la verdad te será revelada –sentenció.
—¿De qué verdad me hablas, Caronte?
—¡Déjalo ya! No deseo seguir hablando de este tema.
—Acabaré volviéndome loco –repetí una vez más.
—¡Y dale con la locura! ¿Desde cuándo es locura percibir lo que los demás no perciben ¡Jo...!

El vehículo había derrapado al abordar una curva. Por fortuna la carretera estaba desierta, y no corrimos peligro alguno. Pero la brusquedad con que Caronte evitó el choque hizo que se me agudizara el dolor de cabeza, que desde horas antes me estaba martirizando.

—¿Te encuentras bien? –preguntó al observar la palidez de mi rostro.
—Tengo una de mis jaquecas. Ya se me pasará.
—Las padeces con frecuencia –más que una pregunta era una afirmación. ¿Por qué sabía tanto de mí...? ¿Tan intuitivo era...?
—Relájate. La tensión hace que los músculos de la cervical se agarroten y el flujo sanguíneo llegue con más lentitud al cerebro; y por ende, la cefalea está servida.
—¿ Falta mucho para llegar ?
—Sí. En breve dejaremos el coche e iremos andando. Tendremos que darnos prisa, no vaya a ser que nos oscurezca por el camino.

Recorridos unos cientos de metros dejamos el vehículo estacionado, y continuamos a pie. El sendero, flanqueado por un espeso bosque, era sinuoso y umbrío. Y pensé que era la viva representación de mi pensamiento. Caronte avanzaba raudo, dando enormes zancadas. Yo, a la zaga suya, lo seguía en silencio:  tenía un inmenso dolor de cabeza, y en absoluto me apetecía entablar conversación con él. Así, sin intercambiar palabra alguna, anduvimos un sinfín de kilómetros. Después de varias horas de caminata llegamos a un claro del bosque, en el cual se erigía una cabaña de piedra y una leñera adosada a la misma.

—Aquí estaremos bien –afirmó Caronte–. Permaneceremos solos hasta muy avanzada la primavera. Tiempo suficiente para que puedas recuperarte y reflexionar sobre el futuro.
—¡Y tan solos que estaremos! –exclamé deprimido–. ¿Quién osaría venir a este lugar, tan apartado de la civilización?
—Los ganaderos que traen las reses a pastar: estas majadas son su feudo. Empieza a hacer frío. Así que, será mejor que entremos –empujó la puerta, y los goznes chirriaron por falta de uso.

La cabaña disponía de una espléndida chimenea, con un lar habilitado para cocinar. Dos jergones tirados sobre el suelo terroso, confeccionados con lana burda y rellenos de hojas de maíz, hacían de camas en que acostarse. Había asimismo una mesa de madera, hecha sin ornato alguno, y dos bancos. La alacena contenía provisiones para varios meses, amén de palmatorias, velas y fósforos.

—¿Verdad que es perfecta? –preguntó satisfecho.
—Sí, no está mal –respondí con desgana, pues mi dolor de cabeza se había intensificado.
—¿Aún te duele la cabeza? Tómate una de éstas y quedarás como nuevo –dijo, sacando unas pastillas del bolsillo del pantalón.
—¿Por qué no me las diste antes?
—Porque los medicamentos atrofian el cerebro y perjudican el estómago.
—¡Pamplinas! Mejor atrofiarse que aguantar el dolor.
——¿Por qué no te acuestas un rato? –dijo, señalando uno de los catres–. Mientras descansas, partiré un poco de leña y veré qué puedo hacer para cenar.

Hice caso de la sugerencia y me tumbé de buen grado, sin intención de quedarme dormido, pues me creía en el deber de ayudar a Caronte. Pero bajo el efecto sedante de las pastillas me dormí casi en el acto. Desperté al cabo de un par de horas, y comprobé con alivio que la jaqueca se había disipado. Caronte había preparado la cena y esperaba paciente, sentado junto al fuego.

—¡Hola! ¿Te encuentras mejor?
—Bastante mejor. Gracias.
—Me alegro. Hay tocino frito. ¿Te apetece?
—Sí. Tengo hambre. Al parecer, las pastillas me han hecho un hueco en la tripa.
—Ya te dije que no era bueno medicarse –amonestó.
—No eres mi padre, Caronte –advertí. Y sus pupilas aceradas parecieron fulminarme.

Después de cenar nos acomodamos frente al hogar a tomar café. Caronte reavivó la lumbre, que iluminó su rostro, dotándolo de un diabólico color carmesí. Los leños crepitaron alegres, y mi atención quedó presa en la evolución caprichosa de las llamas.

—¿Te atrae el fuego, muchacho?
–Sí. Creo que me provoca una especie de subyugación –respondí, apartando la vista de la chimenea –. No sabría explicarte con exactitud lo que siento.
—Tal vez te atrae porque es símbolo de luz y calor, o porque te recuerda tus orígenes. ¡A saber por qué! –dijo, encogiendo los hombros con aquel gesto tan peculiar.
—Son tantos los misterios que nos rodean...
—Es curioso: A poco que uno se lo proponga siempre termina planteándose las mismas preguntas.
—Es cierto. Pero en mi modesta opinión considero que el individuo nunca llegará a resolver esas incógnitas. Pongamos por caso la procedencia del ser humano: interrogante por excelencia, que siempre ha traído en jaque al hombre y sin embargo continúa siendo un misterio.
—Quizás algún día surja la revelación.
—Sí. Tal vez en el trance de la muerte, en el mismo instante en que se origina la metempsicosis, le sea revelado al hombre el génesis de la existencia.
—¿Crees en la transmigración de las almas...? En ese caso, que Dios te coja confesado. Creo que tienes un poco jodido el karma, muchacho. Te convertirás en sapo, sin duda –dijo sarcástico–. Aunque, según Epicuro: "La muerte no nos concierne. Mientras existimos, la muerte no está presente y cuando llega la muerte nosotros ya no existimos..."
—En algo hay que creer, supongo –dije, pasando por alto sus cáusticos comentarios–. ¿Qué lógica tendría la vida si no, Caronte?
—Aprecio cierta dosis de pesimismo en tus palabras.
—Posiblemente... Si te he de ser sincero tampoco tengo muy claro si soy pesimista o no lo soy, pues me he revelado a mí mismo como un verdadero extraño. Ya no sé qué pensar. El desconocimiento de mi pasado hace que me sienta tan ajeno a mí mismo...
—Ya te he dicho en cierta ocasión que la mente tiene sus propios mecanismos de defensa. Es probable que te estés haciendo un favor al no recordar. De todos modos –continuó diciendo–, la única forma de evitar la pérdida de identidad es no crear antagonismo entre el yo coherente y el yo inconsciente. Además, es indispensable que pensamiento y hecho se armonicen, si no, surgirá el conflicto entre ambos. En otras palabras: No se puede anteponer el "debo" al "quiero".
—¿Intentas darme a entender que lo mejor es no reprimirse y actuar conforme se piensa...? ¿Conoces a alguien que no haya tenido problemas por permitirse ese lujo?
—La verdad es que no.
—Convéncete, no es tan sencillo.
—Pero has de reconocer que sería ideal.
—¡Y anárquico!
—Soy partidario de la anarquía –dijo, reavivando el fuego con gesto distraído–. Pienso que cada individuo debe tener el derecho inalienable de decidir qué o cómo desea vivir, e incluso cuánto. Eso sí, guardando el máximo respeto hacia los demás y asumiendo las pertinentes responsabilidades.
—Pero la anarquía fomenta el caos.
—¿De dónde has sacado esa idea...?  Eso es lo que nos ha hecho creer la tiranía, porque se ve amenazada; pero no es cierto.
—¿Ah, no...? Pues yo tenía entendido que la anarquía sólo provoca desorden y confusión.
—Estás mal informado. La anarquía no es en absoluto caótica, sino más bien al contrario. Es una filosofía donde el orden social no se asienta en la represión sino en la buena disposición de los individuos. La idea es que el estado asuma el papel de gestor, en lugar de actuar como gobernante.
—La verdad es que no estoy muy versado en temas políticos y no puedo por tanto opinar al respecto. De todos modos, la anarquía es una utopía. Y pienso que nunca verá la luz.
—¿Por qué va a ser una utopía...?
—Porque sería muy difícil conseguir que las personas guardasen un orden social sin necesidad de aplicar medidas punitivas. Haría falta mucha educación para lograr que eso sucediera.
—¿Lo ves? Sin darte cuenta tú mismo lo has dicho: "Haría falta mucha educación..." Es cierto que no hay suficiente. Pero está claro que a la sociedad más preeminente le interesa que las cosas funcionen así. Cuanto más aborregada esté la población, más superioridad y dominio podrán ostentar sobre los demás.
—Sea como sea, no sueñes con ello.
—Tampoco me importa –y encogiéndose indiferente de hombros–. Sé que hay muchos que opinan lo mismo que yo, y eso me consuela, me anima a seguir en la brecha.
—Me alegro por ti.
—En qué tipo de sociedad te gustaría vivir, muchacho?
—En la que las buenas acciones predominen por encima del egoísmo y los intereses personales y la alegría de algunos no se elabore a costa de la desdicha de otros.
—¡Eso sí es ciencia-ficción, muchacho! –exclamó, y emitiendo un bostezo–. Estoy rendido. Necesito descansar.
—¿Por qué no te acuestas?
—Sí, eso haré. A todo esto: ¿Te apetecería ir mañana de pesca?
—Sí. Pero, ¿con qué pescaremos? –y añadí sardónico–: ¿Con un cordel...?
—Por supuesto que no –negó, echándose a reír–. Se me olvidó decirte que encontré unos aparejos de pesca en la leñera.
—Entonces ya no hay excusa posible.
—Perfecto. ¡Tendremos que madrugar! Buenas noches, Adrian.
—Que duermas bien.

Se tendió cuan largo era en el catre, se desperezó y segundos después dormía a pierna suelta. Salí al exterior y me senté sobre unos troncos. La noche era idílica. Olía a tierra húmeda, y las estrellas estaban tan cerca que casi se las podía alcanzar con la mano. Las luciérnagas emitían señales luminiscentes, preparando su cortejo nupcial. La Luna realizaba su eterno girar alrededor de la Tierra, y la rotación del satélite me recordó que todo comienza y todo termina para volver a empezar de nuevo, y siempre regresa al punto de partida. La altitud del paraje obraba el milagro de hacerme sentir como si estuviera flotando sobre una nube, y me inducía a percibir en toda su magnitud la levedad del ser. Era hermoso y placentero estar a solas con el Infinito, y deseé que el tiempo no transcurriera, que se detuviera para siempre en aquel instante. Pero nadie satisfizo mis deseos. Y llegó el día siguiente...



© María José Rubiera Álvarez