jueves, 9 de julio de 2020

Los antroponíricos (continuación cap. XVII )

— Hemos hecho un trato, Caronte. ¿Recuerdas...?
— Sí, muchacho, lo recuerdo a la perfección. Eres tenaz, ¿eh?
— Ardo en deseos de saber algo de tu vida.
— Creo haberte hablado de los antroponíricos, ¿verdad?
— ¡Ah, era eso! –exclamé decepcionado.
— ¿Qué esperabas que fuera... ? ¿El cuento de Caperucita, tal vez? –dijo mordaz.
— ¿No puedes dejar de lado, siquiera por una vez, tu mordacidad? Mira, si tan difícil te resulta, será mejor que no me cuentes nada.

Encogió los hombros con indiferencia, y sentándose sobre el suelo terroso inició el relato:

— Hace años conocí a una mujer, y después de un breve noviazgo contrajimos matrimonio. Los primeros meses de casado, no percibí en ella nada que pudiera resultar sospechoso. Pero pasado el tiempo comencé a sentirme incómodo en su compañía. Su presencia me producía una desazón inexplicable, que se convertía en repulsa cada vez que su piel tomaba contacto con mi piel...

— Interesante. La historia promete –dije, burlándome de él.
— Después de mucho meditar –prosiguió, sin tener en cuenta mi comentario–, llegué a la conclusión del porqué de aquel sentimiento: era una antroponírica. Una devoradora de sueños, que con artes delusorias se iba apoderando de mi esencia y la transfería a su alma vacía...
— Ignoraba que la esencia del ser pudiera transferirse –dije con sorna, sin creerme ni una palabra del inverosímil relato.
— Te ruego no me interrumpas, por favor.

Me dirigió una mirada de reproche. Y después de un breve silencio, fijando las pupilas en un punto imaginario, continuó:

— A partir de aquel descubrimiento, construí una coraza espiritual: un muro cristalino e invisible. Aquella pared hialina fue mi salvaguarda, pues nunca más consiguió penetrar en mi Yo –dijo. Y en sus labios se dibujó una mueca triunfal, que se extinguió apenas esbozada. Un estremecimiento hizo vibrar su cuerpo, y con el dorso de la mano limpió el sudor que perlaba su frente–. Pero un aciago día, reparó en que jamás volvería a nutrirse de mis sueños y salió a la luz su verdadera identidad: vesánica, luciferina...

Hizo una pausa. Y justo en aquel instante, no sé qué me impulsó a tomarlo en serio: tal vez su rostro contraído o la desesperación que brillaba en sus pupilas grisáceas. Lo cierto es que tomé conciencia de que me estaba contando la verdad. Me pareció percibir en la cabaña la presencia demoníaca de un espíritu maligno, y se me erizó el vello de la nuca. Pero he de reconocer que también se prestaba a crear el hechizo aquel ambiente tenebroso. La luz oscilante de la vela y el resplandor de los leños iluminaban las piedras del interior de la choza, dibujando misteriosas sombras que semejaban ser ánimas, venidas del Más Allá para ajustar cuentas con los mortales.
Al cabo  de unos minutos, volvió a retomar la historia y su voz, embargada por la emoción, se extendió trémula por la cabaña:

— Un día me planteé abandonarla y llevé a cabo todos los preparativos al respecto; pero al final su influencia maligna salió victoriosa. También fracasé en tentativas posteriores, y la odié, la odié con todas mis fuerzas, pues comprendí que sólo la muerte conseguiría librarme de su presencia, y... ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios...!

La voz se quebró en su garganta y gruesas lágrimas se deslizaron por las mejillas marmóreas; las enjugó de un manotazo y se puso en pie, presa de la angustia.

— Disculpa... No puedo continuar.
— Déjalo ya, Caronte, no es necesario que te tortures más –musité incómodo.

Ambos guardamos silencio, y así permanecimos hasta que él consiguió recobrar su aplomo.

— Bien... Ahora ya sabes de mi vida casi tanto como yo.
— ¿Qué te impidió separarte de ella?
— Nunca he logrado saber el porqué –dijo, encogiendo los hombros con indiferencia, dando a entender que ya poco importaba–. El mal es poderoso y subyugador, muchacho. Y los antroponíricos son engendros de Lucifer. Vampiros psíquicos que necesitan nutrirse de sueños ajenos, porque ellos no pueden o no saben generarlos.
— ¿Tan subyugadores son ? ¿Pueden someter la voluntad por completo?
— Sí, amigo... Sí –afirmó con rotundidad, y las lágrimas pugnaron por salir de sus ojos de nuevo.
— ¡Venga, ya está bien! ¡Prohibido continuar con esta tortura! –exclamé, dando por finalizada la conversación–. Ahora debes acostarte y descansar. Mira, si te apetece, mañana nos levantamos al amanecer y emprendemos una ruta hasta alcanzar la cumbre de la montaña –propuse con intención de animarlo–. Seguro que existe alguna vía de fácil acceso que nos permita coronar la cima. Creo que nos vendrá bien a ambos.

Aprobó de buen grado la idea, y tendiéndose sobre el jergón no tardó en quedarse dormido (no dejaba de asombrarme aquella facilidad suya para conciliar el sueño al instante). Yo permanecí sentado frente a la chimenea, preguntándome por qué la historia de Caronte me resultaba un tanto familiar. De pronto recordé el diario –que se suponía escrito por mí– y cómo el autor del mismo reflejaba en sus páginas un rechazo hacia su pareja, similar al que Caronte había dicho sentir por su esposa. Y una terrible sospecha, impensable hasta ese instante, estremeció mi alma: ¿Había matado Caronte a su esposa? ¿Cabía la posibilidad de que Rizaure, amparándose en mi amnesia, estuviera protegiendo a Caronte? ¿Estaban ambos, Caronte y Rizaure, confabulados? ¿Sería Caronte el verdadero Adrian? ¿Habrían cambiado las identidades aposta para cargarme a mí el asesinato? ¿Se habrían servido de alguna droga alucinógena para llevar a cabo sus propósitos...?
Mi mente no cesó de imaginar intrigas ajenas hasta que me rebelé contra ella y rechacé su influencia insidiosa. Me dije que me estaba creando una extraña paranoia que tenía como base el desconocimiento de mí mismo, que el nombre de Adrian era el único eslabón que me ligaba a una identidad propia y no debía renunciar a él. Además, mis suposiciones se contradecían con los hechos: Mis huellas dactilares debían de corresponderse con las del ciudadano inscrito en los registros como Adrian Luan Gralte; de no ser así, el inspector de policía no habría tenido la osadía de acosarme. Pero no era de extrañar que me asaltasen un sinfín de dudas, hasta el punto de crearme un delirio: Mi pasado era un insondable misterio y el esclarecimiento del mismo aún se me resistía.
A instancias de aquella historia, absurda y surrealista, también Caronte había contribuido a disparar mi imaginación. Según él, los antroponíricos eran entes fabulosos y vampirescos; aunque yo tenía el pleno convencimiento de que era una elaboración más de su fértil mente y de su marcada tendencia mitómana. Me juré que nunca más volvería a tolerarle conversaciones que guardaran relación con aquellos seres, fuesen o no fuesen inventados por él.
Pero aquellos propósitos se verían truncados más pronto de lo que me pudiera imaginar jamás. El tiempo me demostraría que la dinámica de los acontecimientos se sucede sin aceptar condiciones de ninguna índole, y casi siempre contraría los deseos humanos.

© María José Rubiera Álvarez
    

viernes, 23 de agosto de 2019

Los antroponíricos (cap. XVII)

Aún no había amanecido cuando los zarandeos y las voces de Caronte me hicieron despertar sobresaltado.

— ¡Despierta, gandul, ya casi es de día ! ¡Los peces nos esperan, muchacho!
—No grites, por favor... Me vas a romper los tímpanos.
— ¡¿Vamos o no vamos a pescar?!
—Sí, hombre, sí. ¡Dios...! ¿Por qué no vas tú solo, Caronte? Te advierto que no estoy de humor. No seré compañía grata.
— ¿Quieres quedarte para seguir rumiando las penas? Nada de eso, tú te vienes conmigo. Te concedo cinco minutos, ni uno más.

Apenas si intercambié palabra alguna con él durante el trayecto. No me encontraba bien, y pensé que había cometido un error al aceptar su propuesta. Pero cambié de opinión cuando llegamos al río.
Numerosas cascadas formadas por el deshielo descendían por la rocosas paredes cubiertas de musgo. Los helechos y avellanos se reflejaban en los remansos. El agua cristalina desprendía destellos irisados, debido a la reverberación solar.
Aquel paraje, primitivo y hermoso, daba la impresión de perdurabilidad, como si la Eternidad se hubiera detenido en él para siempre.

—La primera vez que lo vi me causó la misma impresión que a ti ahora. ¿Has visto alguna vez un río más cristalino...?
—Es muy hermoso.
— ¡Es mágico! –rectificó–. ¡Un divino espectador que susurra la misma melodía desde hace miles de años ! Le han dado el nombre de "Alba".
— ¿Por qué ese nombre...?
—Por la hialinidad de sus aguas –alabó, ensoñador–. ¿Sabías que las Xanas, hechiceras de largos y rubios cabellos, se bañan en él al llegar la noche? Estas hadas, de gran hermosura, entonan cánticos para seducir a los mozos que atraídos por su belleza tienen la audacia de aproximarse.
— ¡Bravo...! Un aplauso para el poeta.
— ¡Eres un cabrón ignorante!
—Has de reconocer que es una cursilada. Pero ya ves, lo que sí me ha gustado es eso de "hialinidad". ¡Ojalá tú fueras igual de diáfano!
— ¿A qué santo viene ahora esa impertinencia? –Él sabía perfectamente que me refería al asunto del robo. Aunque fingió estupor, noté que se había puesto en guardia ante la indirecta.
—Olvídalo. Será mejor que nos dediquemos a la pesca.

Masculló unas palabras, se acercó a la orilla y lanzó el sedal al agua. Yo decidí pasar a la otra margen del río, y realizando ejercicios funambulescos, evitando tomar contacto con el agua helada salté de piedra en piedra. En un momento dado mis cálculos fueron erróneos y no pude evitar darme un buen chapuzón.

—Te está bien empleado por meterte conmigo –dijo Caronte, y poniendo las manos a modo de vocina advirtió guasón–: ¡Cuida de no ahogarte!
— ¿Te parece divertido...? ¡Ya verás, ya! –exclamé.
El río tenía poca profundidad, y no me costó ganar la orilla; pero salí del agua tiritando de frío y con la respiración entrecortada. Caronte se reía a mandíbula batiente, y me juré que en cuanto lograra pillarlo desprevenido le haría pagar caro el cachondeo.
Mi oportunidad llegó cuando él centró la atención en la pesca. Y de un empellón lo lancé al agua.
— ¡Cabrón vengativo! ¡Eres una mala persona!
—Dicen que el que ríe último, ríe más fuerte.
— ¡Esto no te lo perdonaré fácilmente! ¡Ya me las pagarás!
— ¡El agua está cálida, Caronte! ¿Verdad que la experiencia resulta placentera ?

Ambos reímos la travesura y, puesto que ya estábamos mojados, nos sumergimos en el agua y disfrutamos un buen rato de los placeres acuáticos. Después del baño nos dedicamos a tontear con los peces, haciendo gala de una verdadera ineptitud como pescadores.
La mañana transcurrió entre bromas y risas, y por espacio de unas horas conseguí abstraerme de los negros pensamientos que constantemente me asaltaban. Al mediodía, emprendimos el regreso. Ya en la cabaña, mientras yo encendía el fuego Caronte se dispuso a preparar la comida.

—Está claro que en el menú de hoy tendremos que prescindir de las truchas –dijo con guasa, al tiempo que abría unas latas de conservas vegetales.
—Me alegro. No me seduce en absoluto comer cadáveres.
— ¿Crees que a mí sí...?
— ¿Entonces por qué tenías tanto empeño en ir de pesca?
—Porque me gusta el rumor del río.
— ¡Pues vaya gracia...! Para eso no necesitabas levantarte al amanecer.
— ¿Por qué será que nunca entiendes nada...? ¿Acaso no te maravilla ver cómo nace la Aurora y se refleja en el agua? A mí, sí. Me hace sentir que estoy vivo, que no he perdido la capacidad de amar, que aún soy capaz de estremecerme ante la puesta de sol o ante la contemplación del vuelo de una mariposa.
—Cada día me sorprendes, Caronte. No te imaginaba poseedor de esa vena romántica. Empiezo a creer que esa pose de dureza, que a veces observo en ti, no es más que un caparazón con que te recubres para que no sea herida tu sensibilidad.
— ¿Y qué me dices de ti...? Tal vez yo sea un romántico empedernido... Pero tú no me andas a la zaga, muchacho.
— ¡Habló el experto en psicología!
—Lo digo en serio. Es más, estoy convencido de que tus sentimientos y los míos son totalmente afines. Mal que te pese, en el fondo somos iguales.

No me gustaban aquellos comentarios de Caronte, la forma en que daba a entender que podía penetrar en mi mente. Me dije que algún día tendría que poner fin a sus pretensiones de psicólogo frustrado, pero por el momento consideré prioritario poner en claro el asunto del robo.
Fue después de comer, durante la sobremesa, cuando decidí que había llegado la hora de poner los puntos sobre las íes.

—No dejo de preguntarme cómo has llegado a conocerme tanto en tan poco tiempo –dejé caer al desgaire.
—Privilegios de la experiencia, diría yo.
— ¿Presumes acaso de viejo, Caronte?
— ¡Si supieras cuánto detesto ese adjetivo, muchacho! No me gusta esa palabra ni lo que entraña su significado. Viejo es sinónimo de caduco, trasnochado, inhábil, inservible... Vejez significa que después de cierta edad sólo queda la ensoñación de lo que uno hubiera deseado ser.
— ¡Eres un caso! Espero no dejarme influenciar por tus ideas. Mucho me temo que si continúo en tu compañía acabarás convenciéndome de que las palabras no son dignas de crédito.
—Es que no lo son. Ni de crédito ni de respeto.
— ¿Y tú?
—Yo... ¡Qué! –exclamó crispado.
— ¿Te consideras digno de crédito? ¿Eres de fiar, Caronte?
—No sé... ¿A ti qué te parece...? –preguntó retador.
—Por fin hemos llegado al terreno que a mí me interesa, al punto álgido de la cuestión: ¿Por qué robaste mis cosas, Caronte? –Formulé la pregunta con rabia; pero me enfurecí aún más al ver que entornaba los párpados y se dedicaba a sorber distraídamente el café, como si la pregunta no le atañese en absoluto–. ¿Por qué te apropiaste mis pertenencias? ¡¿Por qué, Caronte...?!
— ¡No me he vuelto sordo!
—¡Pues da esa impresión! Pero dicen que el calla otorga, de modo que ya sé a qué atenerme. ¿Y se puede saber qué hiciste con el coche?
— ¿De veras quieres que te lo diga...? Lo despeñé por el barranco –y añadió con cinismo–: Sólo tuve que empujarlo hasta el borde, el resto ya te lo puedes imaginar.
— ¿Cómo has podido jugar con mi vida de esa manera? ¿Acaso no tienes escrúpulos?
—No, no los tengo.
—No hace falta que lo jures. ¡Y pensar que finges ser mi amigo...!
— ¡Pasa de mí, hostias!
—Ahora comprendo que Rizaure tenía razón al afirmar que no fuiste tú quien me llevó a la clínica. Cuando ocurrió el incidente de la playa, la policía acudió a socorrerme, ¿verdad...? –Permaneció callado, con la cabeza inclinada y la mirada fija en las ascuas que los leños desprendían en la chimenea, apurando sorbo a sorbo el café–. ¿Por qué no dices algo...? Deduzco que pusiste pies en polvorosa y dejaste la evidencia que tanto te comprometía, es decir: la bolsa y su contenido.
—Puedes pensar lo que se te antoje; pero te confundes de medio a medio conmigo.
— ¿Te atreves a negar que eres un ladrón...? ¡Eres un indeseable!
— ¡Qué sabrás tú lo que soy! –y con un deje de amargura en la voz–: ¿Aún no has comprendido que cuando un hombre está desesperado deja de ser persona para convertirse en un ente que sólo lucha por la supervivencia?
—Eso sí puedo entenderlo.
—Entonces no tengo más que añadir.
— ¡Ah, no! ¡No creas que vas a salirte de rositas! Considero que me debes una disculpa.
—No acostumbro pedir disculpas por mis actos. Yo soy como soy. Punto –afirmó orgulloso, levantando la barbilla con altivez.
— ¿Sí...? Pues no te vendría mal un poco de humildad.
— ¿Aceptarías a cambio que te contara algo que jamás he compartido con nadie...? Tal vez así comprendas por qué me he convertido en lo que soy.
—Es una forma un tanto peculiar de pedir excusas –dije conciliador–. Pero acepto.
—Tendrás que esperar hasta la noche.
— ¿Por qué he de esperar...?
—Necesito hacer acopio de valor para evocar uno de los episodios más amargos de mi vida.
—Ya será menos. No exageres, por favor.
—Voy a dar una vuelta –decidió de repente–. No te pregunto si deseas acompañarme, pues en estos momentos me apetece estar a solas conmigo mismo.
—Bien. Pero no creas que me voy a olvidar de tu promesa.

Me quedé solo y aburrido y pensé en dar un paseo también; pero la jornada matinal había acabado con mis fuerzas y decidí que mejor dormía un sueño, en lugar de acrecentar mi cansancio.
Caronte había logrado despertar mi interés. Por fin se dignaba a revelarme su tan preciada y secreta intimidad. Aunque sin duda no era sino otra de sus estratagemas efectistas para que me olvidara del latrocinio. Abandoné la idea de dormir y, hacha en ristre, me dediqué a partir leña hasta que él regresó.
Esperé impaciente el momento de sus confidencias. Pero no logré ver satisfecha mi curiosidad hasta después de haber cenado.

Continuará...


© María José Rubiera Álvarez