Joseph Rizaure
Pasos sigilosos. Siluetas apenas percibidas. Murmullos ininteligibles. Alientos sobre el rostro. Luz tenue, conjugando claros y sombras… Vuelta a la nada, al ser y no ser, al lugar donde no existe Tiempo ni Espacio.
Tomé conciencia de mí
mismo una tarde plomiza y lluviosa. Aunque mi mente estaba presa de la
obnubilación que sucede al estado febril y el abotargamiento invadía
ligeramente mis sentidos, mis párpados lucharon por abrirse: me hallaba
postrado en una cama. El lecho, una mesilla de noche, dos sillas y un armario
empotrado en la pared componía el mobiliario de la desconocida estancia. Una
galería acristalada proporcionaba claridad a la habitación de paredes desnudas
y asépticas, acentuando aún más la sensación de frialdad que caracteriza a los
dormitorios de los hospitales.
Un caballero penetró en
la estancia, se aproximó al lecho y aplicó un fonendoscopio sobre mi pecho
desnudo: no pude reprimir un gemido de malestar al sentir sobre el tórax la
frialdad del objeto. El hombre elevó la cabeza y esbozó una cálida sonrisa.
—Al fin has retornado
al mundo de los mortales –dijo en un susurro–. ¿Cómo te encuentras?
— ¡Dios me ampare!
–exclamé.
El caballero de tez
cetrina, bien parecido, ataviado con traje gris (de elegante diseño inglés y
camisa de albor inmaculado), el señor de sonrisa dulce y afectuosa no era otro
que Milahi, el prestidigitador. Apreté fuertemente los párpados, albergando la
esperanza de que mis ojos hubieran falseado la información recibida.
Pero al abrirlos de nuevo comprobé que la presencia del mago no era debida a
ningún trastorno de la percepción.
—Mantente callado, por
favor. Sólo tardaré unos segundos –reconvino
amablemente.
Continuó
a mi lado, sentado sobre la cama, enfrascado en la auscultación de mis órganos.
En su frente se marcaron unas arrugas de preocupación: mi corazón galopaba,
debido a la agitación que me había originado su presencia.
—Tienes
una ligera taquicardia –dijo, retirando el fonendoscopio de los oídos–. Pero
dentro de unos días volverás a estar en plena forma. Bien, ya puedes hablar
cuanto quieras.
Hice
amago de incorporarme. Pero mi cuerpo debilitado se negó a ejecutar la orden
enviada por el cerebro, y volví a postrar la cabeza sobre los almohadones.
Entonces reparé en las vendas que envolvían mis manos, y recordé la
desagradable experiencia vivida en la playa.
—
¿Dónde estoy? –pregunté con hostilidad.
—En
una clínica.
— ¿Una
clínica…? ¿Qué significa su presencia en este lugar…?
— ¿No
me reconoces, Adrian…? Bueno, teniendo en cuenta que has sufrido un shock, es
lógico que aún estés aturdido. Pero ya verás qué pronto te restableces.
— ¡No
me diga, señor prestidigitador!
—
¡Muy ingenioso! A lo largo del ejercicio de mi profesión jamás nadie me había
dicho algo tan original –y añadió irónico–: Pero no me vendría mal poseer esos
atributos. Anda, pórtate bien y déjame ver esas heridas.
—
¡Aléjese de mí!
—
Vamos, Adrian, no hagas el tonto o me veré obligado a sedarte de nuevo.
La
voz enérgica no daba lugar a negativas. Extendí los brazos y lo dejé hacer.
Quitó el vendaje con delicadeza y examinó detenidamente las lesiones.
—Los
cortes no son profundos. Cicatrizarán pronto.
—
¿Dónde está mi amigo?
—
¿Qué amigo? ¡Ah, sí…! Luego vendrá a verte.
—No.
¡Ahora!
—Aún
no puedes recibir visitas. Estás un poco alterado, no conviene que te agites.
—Deseo
abandonar este lugar cuanto antes.
—No
puedo permitirlo, Adrian.
— ¡Su
permiso me importa un bledo, señor ilusionista! –exclamé, y sacando fuerzas de
flaqueza salté de la cama.
—
¡Por el amor de Dios, Adrian! ¡Te vas a lastimar! –exclamó, situándose ante la
puerta.
—Le
ruego no se interponga en mi camino. Si no se aparta por las buenas, me veré
obligado a utilizar métodos más expeditivos –advertí.
Intentó
bloquearme el paso, y de un empellón lo lancé al otro extremo de la estancia.
Sin pararme a considerar que estaba descalzo y en pijama abrí la puerta y me
precipité al pasillo, que accedía a unas escaleras que daban a la planta baja.
Bajé los escalones de dos en dos. Pero antes de alcanzar el vestíbulo dos
hombres corpulentos se abalanzaron sobre mí, me redujeron y me llevaron de
vuelta al dormitorio. Milahi me inyectó una solución, y en pocos segundos quedé
sumido en la inconsciencia.
Desperté
en la madrugada del día siguiente, con la boca pastosa y el cerebro ligeramente
embotado. Aun así intenté buscar una explicación coherente a la presencia del
prestidigitador en aquel lugar. “¿Por qué extraña circunstancia vuelve a
cruzarse en mi camino? ¿Por qué finge ser doctor, y qué propósito le guía?”, me
pregunté repetidas veces. El sopor amenazó con anular mi consciencia una vez
más y, en pugna contra el efecto narcotizante de la inyección luché por
mantenerme vigil. Pero el sueño volvió a dominarme.
Hasta
horas más tarde no salí del letargo. En aquellos momentos me hallaba bastante
despejado, y ya con las ideas más claras pensé en darme una ducha y abandonar
aquel antro cuanto antes. Después de permanecer un buen rato bajo el agua
helada y tonificante me sentí listo para llevar a cabo la evasión. Pero cuál
sería mi sorpresa al comprobar que mis prendas de vestir no estaban en el
ropero. Me precipité hacia la puerta e hice girar el pomo: estaba cerrada con
llave.
La
situación se escapaba a mi entendimiento. El hecho de tener las muñecas
lesionadas no justificaba mi confinamiento en aquella habitación. Era evidente
que Milahi me tenía secuestrado, pero ¿por qué motivo? ¿Pretendía dinero?
¿Sería yo un hombre acaudalado? La escurridiza memoria me condenaba al suplicio
de ignorar cuál era mi verdadera identidad. La ansiedad de la incertidumbre me
mantenía en vilo, y comencé a sudar
profusamente. Pero al cabo de un tiempo logré sobreponerme a la
angustia. Si aquel hombre albergaba algún propósito delictivo, yo debía jugar
las cartas con la mayor sangre fría, pues tal vez mi vida dependiera de ello.
Era evidente que no tardaría en dejar al descubierto sus intenciones. Tendría
que exponer el móvil del secuestro y el episodio llegaría a su fin. Estaba
deseando verlo otra vez cara a cara, pues era de suponer que no tardaría en
presentarse.
Y
no me equivoqué al respecto. Al cabo de unas horas apareció por la puerta, con
un batín colgando del brazo y portando una bandeja de desayuno.
—
¡Hola! –saludó familiar–. Supongo tendrás hambre.
—Sabe
que a esto se le llama secuestro, ¿verdad?
— ¡Hay que ver qué cosas se te ocurren!
—Creo
que me debe una explicación, señor ilusionista.
—
¿Quieres que hablemos? ¿Antes o después de desayunar? Deberías comer algo.
—No
tengo apetito. Así que, procedamos ya.
—De
acuerdo. Cúbrete, no vaya a ser que te resfríes –dijo, pasándome el batín.
Descendimos
las escaleras que daban acceso a la planta baja y llegamos al vestíbulo. Una
señorita uniformada, que atendía la recepción, conversaba a través del
teléfono: mantenía el auricular pegado a la oreja, al tiempo que introducía
datos en el ordenador. Al percatarse de nuestra presencia esbozó una sonrisa e
hizo un saludo amistoso. Después de colgar el aparato habló con Milahi sobre la
anulación de una cita, e hicieron un comentario jocoso al respecto. La actitud
de ambos era desenfadada e informal, como si no estuvieran en presencia de un
extraño.
—Como
puedes observar, esto ha sufrido algunos cambios –dijo Milahi, continuando el
recorrido por la planta baja.
Aquel
comentario me hizo caer en un mar de confusiones. ¿Acaso pretendía hacerme
creer que yo había estado con anterioridad en aquel lugar?
—Las
habitaciones de los pacientes han pasado a ocupar el ala sur del edificio, pero
yo aún sigo instalado aquí —detalló. Y deteniéndose ante una de las puertas
hizo girar la llave en la cerradura y me invitó a pasar. La estancia, que hacía
las veces de consulta y despacho, estaba en penumbra. Se acercó a la ventana,
descorrió las cortinas y me invitó a tomar asiento.
—No
imaginas cuánto me alegro de verte, Adrian. A menudo me preguntaba qué habría
sido de ti. Supongo habrás tenido tus motivos para eludir mi compañía.
—Vayamos
al grano. ¿Por qué no expone sus propósitos sin más preámbulos, Milahi?
—Perdona…
¿Cómo me has llamado?
—Ya
vale de subterfugios. ¿He de recordarle su nombre?
—
¿De veras no recuerdas quién soy, Adrian?
—
¿Y quién se supone es usted?
Me
miró inquisitivo. Pero es posible que mis pupilas reflejaran el desconcierto
que en aquellos momentos me invadía, porque apenas transcurridos unos segundos
enarcó las cejas y pude apreciar en su mirada un destello de compasión.
—Sí.
Resulta obvio que no lo recuerdas. ¿Cuánto hace que estás en este estado?
—Vamos,
Milahi, ¿por qué no se deja de rodeos y expone sus intenciones claramente?
—Sólo
intento ayudarte, Adrian. Es evidente que sufres una alteración cognitiva. Creo
que necesito un cigarrillo –y tendiéndome la pitillera–. ¿Te apetece?
—No,
gracias. Aún no ha satisfecho mi pregunta.
Dio
unas caladas nerviosas, expelió el humo y contempló la voluptuosa espiral hasta
que se difuminó en el aire. Después aplastó el cigarrillo en el cenicero,
apenas sin consumir.
—Se
te ve fatigado –aseguró, carraspeando–. ¿No crees sería conveniente aplazar la
conversación hasta más tarde? –sugirió, y se notaba a la legua que intentaba
ganar tiempo.
—No,
gracias. Me encuentro perfectamente. Y por si antes no me he explicado con
claridad, volveré a formularle la pregunta de nuevo: ¿Quién se supone es
usted?
—Me
llamo Joseph Rizaure Ripoll. Y soy doctor en psiquiatría, Adrian.
—¡Bien,
bien…! Deje que me sitúe, “doctor”. Resulta que ahora es usted un honorable
psiquiatra. Sin duda la profesión de loquero es más lucrativa y respetable que
la magia, ¿verdad? ¡Un buen montaje, sí señor! –exclamé con ironía.
De
mis labios brotó una risa histérica e incontrolable. No podía parar de reír y
ni siquiera me apercibí de que Milahi pulsaba el interfono y formulaba una
orden, así como tampoco de las circunstancias en que fui llevado de vuelta al
dormitorio.
Aquella
tarde, cuando salí del sopor, lo primero que vieron mis ojos fue a Caronte sentado en una silla, al lado de la cabecera de la cama.
—Por
fin has venido a verme. Empezaba a creer que te habías olvidado de mí.
—Soy
tu amigo, muchacho. No te dejaría en la estacada por nada del mundo. ¿Cómo te
encuentras…? –preguntó solícito–. Me has dado un susto de muerte, ¿sabes?
—Olvídalo,
estoy bien. ¿Qué lugar es este, Caronte? –pregunté, como si no lo supiera
sobradamente.
—Un
centro hospitalario, por supuesto.
— ¿Y
no encontraste otro sitio mejor donde llevarme?
—¿Dónde
pretendías que te llevara, si no? –dijo, encogiendo los hombros con
indiferencia.
—
¿Sabes que es una clínica mental…? Me has traído aposta, ¿eh? No mientas.
—Es
cierto —asintió bajando los ojos–. Te vi tan enajenado que me alarmé.
—
¡Qué sabrás tú de enajenaciones! –exclamé despectivo–. Tú y tu enorme
“sabiduría” me habéis proporcionado una situación de lo más halagüeña.
—No
me subestimes. Sé más de lo que te imaginas –dijo, pasando por alto el reproche.
—Si
tan docto eres en psiquiatría, ¿por qué te has convertido en mendicante?
—Porque
descubrí que el demonio habita en el cerebro humano, y no me interesa la
relación con Satán. ¿Nunca has vislumbrado la figura de Lucifer dentro de tu
propia cabeza?
—
¡Estás como un cencerro!
—En
absoluto. ¿Acaso el que mata por placer no está poseído por el diablo? ¿Y el
descuartizador que devora las vísceras del descuartizado…? ¿Y qué me dices de
los pederastas, o de los violadores? ¿Y…? Para qué continuar, la lista sería
tan larga que no daríamos fin a ella.
—Vale
–concedí–. Pero ahora no es el momento de discutir ese tema –y bajando la voz
hasta convertirla en un susurro–. Escucha con atención… ¿Te dice algo el nombre
de Milahi?
—Claro.
Es el nombre de aquel tipo… El ilusionista.
—
¡Exacto! ¡El mismo que ahora se hace pasar por psiquiatra!
—Déjame
comprobar si tienes fiebre. Creo que deliras, muchacho.
—
¡Te aseguro que la fiebre nada tiene que ver en todo esto!
—
¿Estás completamente seguro…? Es muy grave lo que dices.
—Te
juro que es tan cierto como lo es tu presencia en esta habitación.
—
¿Te has parado a pensar que puede ser otro que se le parece? Dicen que todos
tenemos un doble, y puede que sea cierto.
—Imposible.
Te aseguro que tiene el mismo físico que el ilusionista: El tono de voz, la tez
morena, las manos finas y alargadas, la textura de la piel… No ha lugar a
equivocaciones, Caronte.
—Tal
vez sea cierto lo que dices… Aunque me cuesta creerlo.
—Ten
presente que no miento. ¿Seguro que no lo has visto?
—
¿A quién? –preguntó con gesto distraído.
—Diantres,
Caronte… ¡De quién se supone estamos hablando!
—Yo
no he visto individuo alguno que guarde similitud con el prestidigitador.
—
¿Qué doctor atendió mi ingreso?
—No
lo sé. En principio nos atendió una recepcionista uniformada. Después avisó a
unos enfermeros, que te situaron sobre una camilla y marcharon contigo. A mí me
introdujeron en la sala de visitas y al cabo de un tiempo me dijeron que podía
irme, pues tu estado no revestía gravedad. Eso es todo, muchacho.
—
¿Cuánto hace que estás aquí?
—Casi
una hora —respondió, encogiendo los hombros con indiferencia.
—
¿No te han obstaculizado la entrada? ¿Te has encontrado con alguna oposición al
pretender visitarme? ¿Quién te abrió la puerta de la habitación? –interrogué
con voz anhelante.
— ¡No
te esfuerces tanto! ¿Por qué tanta pregunta…? No me encontré con dificultad
alguna.
—
¿Seguro…? –pregunté, escrutando su rostro con suspicacia.
—
¿A qué viene esto, Adrian…? –preguntó a su vez, y su voz sonó enojada–. Si te
digo que no, es que no. ¿Qué hostias se te ha metido en la mollera ahora?
—No
es necesario que te alteres. Te creo, Caronte.
—Respecto
a lo que cuentas de Milahi, ¿no te parece un poco rocambolesco?
—Tal
vez. Ya me has hecho dudar. Pero, ¿podrías explicarme por qué me han encerrado
bajo llave? No me parece lógico.
—Eso
no es de extrañar, teniendo en cuenta el estado que presentabas cuando te
ingresé.
—
¿Entonces no te parece un secuestro? –pregunté con timidez.
—¿De dónde has sacado esa insensatez? Es normal que adopten medidas de
precaución para evitar que vuelvas a lastimarte.
—No
lo sé… Supongo se me ha disparado la imaginación. ¿Crees que estoy equivocado
respecto a Milahi?
—No
quisiera contrariarte, pero en mi opinión no es más que un parecido casual. Debes
cuidarte, Muchacho, el incidente que has sufrido en la playa es el causante de
que te encuentres en este estado tan confuso.
—
¿Tan mal estaba cuando me trajiste aquí?
—Peor,
muchacho. Pensé que te habías vuelto majara.
—Si
quisieras hacerme un favor…
—Cuenta
conmigo… ¿Qué quieres que haga?
—Que
averigües cuanto puedas sobre esta clínica y los doctores que están al cargo de
ella.
—Mejor
abandonabas esa idea peregrina que se te ha metido entre ceja y ceja. Pero lo
haré gustoso si con ello te sientes más tranquilo.
Minutos
más tarde, una enfermera advirtió a Caronte que la hora de visita había llegado
a su fin. Él prometió volver al día siguiente, y se despidió de mí.
La
puerta se cerró silenciosamente... Y la llave giró en la cerradura.
© María José Rubiera Álvarez