lunes, 11 de julio de 2016

Los antroponíricos – cap. IX –


Joseph Rizaure


Pasos sigilosos. Siluetas apenas percibidas. Murmullos ininteligibles. Alientos sobre el rostro. Luz tenue, conjugando claros y sombras… Vuelta a la nada, al ser y no ser, al lugar donde no existe Tiempo ni Espacio.
Tomé conciencia de mí mismo una tarde plomiza y lluviosa. Aunque mi mente estaba presa de la obnubilación que sucede al estado febril y el abotargamiento invadía ligeramente mis sentidos, mis párpados lucharon por abrirse: me hallaba postrado en una cama. El lecho, una mesilla de noche, dos sillas y un armario empotrado en la pared componía el mobiliario de la desconocida estancia. Una galería acristalada proporcionaba claridad a la habitación de paredes desnudas y asépticas, acentuando aún más la sensación de frialdad que caracteriza a los dormitorios de los hospitales.
Un caballero penetró en la estancia, se aproximó al lecho y aplicó un fonendoscopio sobre mi pecho desnudo: no pude reprimir un gemido de malestar al sentir sobre el tórax la frialdad del objeto. El hombre elevó la cabeza y esbozó una cálida sonrisa.
—Al fin has retornado al mundo de los mortales –dijo en un susurro–. ¿Cómo te encuentras?
— ¡Dios me ampare! –exclamé.
El caballero de tez cetrina, bien parecido, ataviado con traje gris (de elegante diseño inglés y camisa de albor inmaculado), el señor de sonrisa dulce y afectuosa no era otro que Milahi, el prestidigitador. Apreté fuertemente los párpados, albergando la esperanza de que mis ojos hubieran falseado la información recibida. Pero al abrirlos de nuevo comprobé que la presencia del mago no era debida a ningún trastorno de la percepción.
—Mantente callado, por favor. Sólo tardaré unos segundos –reconvino amablemente.
Continuó a mi lado, sentado sobre la cama, enfrascado en la auscultación de mis órganos. En su frente se marcaron unas arrugas de preocupación: mi corazón galopaba, debido a la agitación que me había originado su presencia.
—Tienes una ligera taquicardia –dijo, retirando el fonendoscopio de los oídos–. Pero dentro de unos días volverás a estar en plena forma. Bien, ya puedes hablar cuanto quieras.
Hice amago de incorporarme. Pero mi cuerpo debilitado se negó a ejecutar la orden enviada por el cerebro, y volví a postrar la cabeza sobre los almohadones. Entonces reparé en las vendas que envolvían mis manos, y recordé la desagradable experiencia vivida en la playa.
— ¿Dónde estoy? –pregunté con hostilidad.
—En una clínica.
— ¿Una clínica…? ¿Qué significa su presencia en este lugar…?
— ¿No me reconoces, Adrian…? Bueno, teniendo en cuenta que has sufrido un shock, es lógico que aún estés aturdido. Pero ya verás qué pronto te restableces.
— ¡No me diga, señor prestidigitador!
— ¡Muy ingenioso! A lo largo del ejercicio de mi profesión jamás nadie me había dicho algo tan original –y añadió irónico–: Pero no me vendría mal poseer esos atributos. Anda, pórtate bien y déjame ver esas heridas.
— ¡Aléjese de mí!
— Vamos, Adrian, no hagas el tonto o me veré obligado a sedarte de nuevo.
La voz enérgica no daba lugar a negativas. Extendí los brazos y lo dejé hacer. Quitó el vendaje con delicadeza y examinó detenidamente las lesiones.
—Los cortes no son profundos. Cicatrizarán pronto.
— ¿Dónde está mi amigo?
— ¿Qué amigo? ¡Ah, sí…! Luego vendrá a verte.
—No. ¡Ahora!
—Aún no puedes recibir visitas. Estás un poco alterado, no conviene que te agites.
—Deseo abandonar este lugar cuanto antes.
—No puedo permitirlo, Adrian.
— ¡Su permiso me importa un bledo, señor ilusionista! –exclamé, y sacando fuerzas de flaqueza salté de la cama.
— ¡Por el amor de Dios, Adrian! ¡Te vas a lastimar! –exclamó, situándose ante la puerta.
—Le ruego no se interponga en mi camino. Si no se aparta por las buenas, me veré obligado a utilizar métodos más expeditivos –advertí.
Intentó bloquearme el paso, y de un empellón lo lancé al otro extremo de la estancia. Sin pararme a considerar que estaba descalzo y en pijama abrí la puerta y me precipité al pasillo, que accedía a unas escaleras que daban a la planta baja. Bajé los escalones de dos en dos. Pero antes de alcanzar el vestíbulo dos hombres corpulentos se abalanzaron sobre mí, me redujeron y me llevaron de vuelta al dormitorio. Milahi me inyectó una solución, y en pocos segundos quedé sumido en la inconsciencia.
Desperté en la madrugada del día siguiente, con la boca pastosa y el cerebro ligeramente embotado. Aun así intenté buscar una explicación coherente a la presencia del prestidigitador en aquel lugar. “¿Por qué extraña circunstancia vuelve a cruzarse en mi camino? ¿Por qué finge ser doctor, y qué propósito le guía?”, me pregunté repetidas veces. El sopor amenazó con anular mi consciencia una vez más y, en pugna contra el efecto narcotizante de la inyección luché por mantenerme vigil. Pero el sueño volvió a dominarme.
Hasta horas más tarde no salí del letargo. En aquellos momentos me hallaba bastante despejado, y ya con las ideas más claras pensé en darme una ducha y abandonar aquel antro cuanto antes. Después de permanecer un buen rato bajo el agua helada y tonificante me sentí listo para llevar a cabo la evasión. Pero cuál sería mi sorpresa al comprobar que mis prendas de vestir no estaban en el ropero. Me precipité hacia la puerta e hice girar el pomo: estaba cerrada con llave.
La situación se escapaba a mi entendimiento. El hecho de tener las muñecas lesionadas no justificaba mi confinamiento en aquella habitación. Era evidente que Milahi me tenía secuestrado, pero ¿por qué motivo? ¿Pretendía dinero? ¿Sería yo un hombre acaudalado? La escurridiza memoria me condenaba al suplicio de ignorar cuál era mi verdadera identidad. La ansiedad de la incertidumbre me mantenía en vilo, y comencé a sudar  profusamente. Pero al cabo de un tiempo logré sobreponerme a la angustia. Si aquel hombre albergaba algún propósito delictivo, yo debía jugar las cartas con la mayor sangre fría, pues tal vez mi vida dependiera de ello. Era evidente que no tardaría en dejar al descubierto sus intenciones. Tendría que exponer el móvil del secuestro y el episodio llegaría a su fin. Estaba deseando verlo otra vez cara a cara, pues era de suponer que no tardaría en presentarse.
Y no me equivoqué al respecto. Al cabo de unas horas apareció por la puerta, con un batín colgando del brazo y portando una bandeja de desayuno.
— ¡Hola! –saludó familiar–. Supongo tendrás hambre.
—Sabe que a esto se le llama secuestro, ¿verdad?
  — ¡Hay que ver qué cosas se te ocurren!
—Creo que me debe una explicación, señor ilusionista.
— ¿Quieres que hablemos? ¿Antes o después de desayunar? Deberías comer algo.
—No tengo apetito. Así que, procedamos ya.
—De acuerdo. Cúbrete, no vaya a ser que te resfríes –dijo, pasándome el batín.
Descendimos las escaleras que daban acceso a la planta baja y llegamos al vestíbulo. Una señorita uniformada, que atendía la recepción, conversaba a través del teléfono: mantenía el auricular pegado a la oreja, al tiempo que introducía datos en el ordenador. Al percatarse de nuestra presencia esbozó una sonrisa e hizo un saludo amistoso. Después de colgar el aparato habló con Milahi sobre la anulación de una cita, e hicieron un comentario jocoso al respecto. La actitud de ambos era desenfadada e informal, como si no estuvieran en presencia de un extraño.
—Como puedes observar, esto ha sufrido algunos cambios –dijo Milahi, continuando el recorrido por la planta baja.
Aquel comentario me hizo caer en un mar de confusiones. ¿Acaso pretendía hacerme creer que yo había estado con anterioridad en aquel lugar?
—Las habitaciones de los pacientes han pasado a ocupar el ala sur del edificio, pero yo aún sigo instalado aquí —detalló. Y deteniéndose ante una de las puertas hizo girar la llave en la cerradura y me invitó a pasar. La estancia, que hacía las veces de consulta y despacho, estaba en penumbra. Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y me invitó a tomar asiento.
—No imaginas cuánto me alegro de verte, Adrian. A menudo me preguntaba qué habría sido de ti. Supongo habrás tenido tus motivos para eludir mi compañía.
—Vayamos al grano. ¿Por qué no expone sus propósitos sin más preámbulos, Milahi?
—Perdona… ¿Cómo me has llamado?
—Ya vale de subterfugios. ¿He de recordarle su nombre?
— ¿De veras no recuerdas quién soy, Adrian?
— ¿Y quién se supone es usted?
Me miró inquisitivo. Pero es posible que mis pupilas reflejaran el desconcierto que en aquellos momentos me invadía, porque apenas transcurridos unos segundos enarcó las cejas y pude apreciar en su mirada un destello de compasión.
—Sí. Resulta obvio que no lo recuerdas. ¿Cuánto hace que estás en este estado?
—Vamos, Milahi, ¿por qué no se deja de rodeos y expone sus intenciones claramente?
—Sólo intento ayudarte, Adrian. Es evidente que sufres una alteración cognitiva. Creo que necesito un cigarrillo –y tendiéndome la pitillera–. ¿Te apetece?
—No, gracias. Aún no ha satisfecho mi pregunta.
Dio unas caladas nerviosas, expelió el humo y contempló la voluptuosa espiral hasta que se difuminó en el aire. Después aplastó el cigarrillo en el cenicero, apenas sin consumir.
—Se te ve fatigado –aseguró, carraspeando–. ¿No crees sería conveniente aplazar la conversación hasta más tarde? –sugirió, y se notaba a la legua que intentaba ganar tiempo.
—No, gracias. Me encuentro perfectamente. Y por si antes no me he explicado con claridad, volveré a formularle la pregunta de nuevo: ¿Quién se supone es usted?
—Me llamo Joseph Rizaure Ripoll. Y soy doctor en psiquiatría, Adrian.
—¡Bien, bien…! Deje que me sitúe, “doctor”. Resulta que ahora es usted un honorable psiquiatra. Sin duda la profesión de loquero es más lucrativa y respetable que la magia, ¿verdad? ¡Un buen montaje, sí señor! –exclamé con ironía.
De mis labios brotó una risa histérica e incontrolable. No podía parar de reír y ni siquiera me apercibí de que Milahi pulsaba el interfono y formulaba una orden, así como tampoco de las circunstancias en que fui llevado de vuelta al dormitorio.
Aquella tarde, cuando salí del sopor, lo primero que vieron mis ojos fue a Caronte sentado en una silla, al lado de la cabecera de la cama.
—Por fin has venido a verme. Empezaba a creer que te habías olvidado de mí.
—Soy tu amigo, muchacho. No te dejaría en la estacada por nada del mundo. ¿Cómo te encuentras…? –preguntó solícito–. Me has dado un susto de muerte, ¿sabes?
—Olvídalo, estoy bien. ¿Qué lugar es este, Caronte? –pregunté, como si no lo supiera sobradamente.
—Un centro hospitalario, por supuesto.
— ¿Y no encontraste otro sitio mejor donde llevarme?
—¿Dónde pretendías que te llevara, si no? –dijo, encogiendo los hombros con indiferencia.
— ¿Sabes que es una clínica mental…? Me has traído aposta, ¿eh? No mientas.
—Es cierto —asintió bajando los ojos–. Te vi tan enajenado que me alarmé.
— ¡Qué sabrás tú de enajenaciones! –exclamé despectivo–. Tú y tu enorme “sabiduría” me habéis proporcionado una situación de lo más halagüeña.
—No me subestimes. Sé más de lo que te imaginas –dijo, pasando por alto el reproche.
—Si tan docto eres en psiquiatría, ¿por qué te has convertido en mendicante?
—Porque descubrí que el demonio habita en el cerebro humano, y no me interesa la relación con Satán. ¿Nunca has vislumbrado la figura de Lucifer dentro de tu propia cabeza?
— ¡Estás como un cencerro!
—En absoluto. ¿Acaso el que mata por placer no está poseído por el diablo? ¿Y el descuartizador que devora las vísceras del descuartizado…? ¿Y qué me dices de los pederastas, o de los violadores? ¿Y…? Para qué continuar, la lista sería tan larga que no daríamos fin a ella.
—Vale –concedí–. Pero ahora no es el momento de discutir ese tema –y bajando la voz hasta convertirla en un susurro–. Escucha con atención… ¿Te dice algo el nombre de Milahi?
—Claro. Es el nombre de aquel tipo… El ilusionista.
— ¡Exacto! ¡El mismo que ahora se hace pasar por psiquiatra!
—Déjame comprobar si tienes fiebre. Creo que deliras, muchacho.
— ¡Te aseguro que la fiebre nada tiene que ver en todo esto!
— ¿Estás completamente seguro…? Es muy grave lo que dices.
—Te juro que es tan cierto como lo es tu presencia en esta habitación.
— ¿Te has parado a pensar que puede ser otro que se le parece? Dicen que todos tenemos un doble, y puede que sea cierto.
—Imposible. Te aseguro que tiene el mismo físico que el ilusionista: El tono de voz, la tez morena, las manos finas y alargadas, la textura de la piel… No ha lugar a equivocaciones, Caronte.
—Tal vez sea cierto lo que dices… Aunque me cuesta creerlo.
—Ten presente que no miento. ¿Seguro que no lo has visto?
— ¿A quién? –preguntó con gesto distraído.
—Diantres, Caronte… ¡De quién se supone estamos hablando!
—Yo no he visto individuo alguno que guarde similitud con el prestidigitador.
— ¿Qué doctor atendió mi ingreso?
—No lo sé. En principio nos atendió una recepcionista uniformada. Después avisó a unos enfermeros, que te situaron sobre una camilla y marcharon contigo. A mí me introdujeron en la sala de visitas y al cabo de un tiempo me dijeron que podía irme, pues tu estado no revestía gravedad. Eso es todo, muchacho.
— ¿Cuánto hace que estás aquí?
—Casi una hora —respondió, encogiendo los hombros con indiferencia.
— ¿No te han obstaculizado la entrada? ¿Te has encontrado con alguna oposición al pretender visitarme? ¿Quién te abrió la puerta de la habitación? –interrogué con voz anhelante.
— ¡No te esfuerces tanto! ¿Por qué tanta pregunta…? No me encontré con dificultad alguna.
— ¿Seguro…? –pregunté, escrutando su rostro con suspicacia.
— ¿A qué viene esto, Adrian…? –preguntó a su vez, y su voz sonó enojada–. Si te digo que no, es que no. ¿Qué hostias se te ha metido en la mollera ahora?
—No es necesario que te alteres. Te creo, Caronte.
—Respecto a lo que cuentas de Milahi, ¿no te parece un poco rocambolesco?
—Tal vez. Ya me has hecho dudar. Pero, ¿podrías explicarme por qué me han encerrado bajo llave? No me parece lógico.
—Eso no es de extrañar, teniendo en cuenta el estado que presentabas cuando te ingresé.
— ¿Entonces no te parece un secuestro? –pregunté con timidez.
—¿De dónde has sacado esa insensatez? Es normal que adopten medidas de precaución para evitar que vuelvas a lastimarte.
—No lo sé… Supongo se me ha disparado la imaginación. ¿Crees que estoy equivocado respecto a Milahi?
—No quisiera contrariarte, pero en mi opinión no es más que un parecido casual. Debes cuidarte, Muchacho, el incidente que has sufrido en la playa es el causante de que te encuentres en este estado tan confuso.
— ¿Tan mal estaba cuando me trajiste aquí?
—Peor, muchacho. Pensé que te habías vuelto majara.
—Si quisieras hacerme un favor…
—Cuenta conmigo… ¿Qué quieres que haga?
—Que averigües cuanto puedas sobre esta clínica y los doctores que están al cargo de ella.
—Mejor abandonabas esa idea peregrina que se te ha metido entre ceja y ceja. Pero lo haré gustoso si con ello te sientes más tranquilo.
Minutos más tarde, una enfermera advirtió a Caronte que la hora de visita había llegado a su fin. Él prometió volver al día siguiente, y se despidió de mí.

La puerta se cerró silenciosamente... Y la llave giró en la cerradura.


© María José Rubiera Álvarez



                                                                                                                                                                                                                         

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