viernes, 2 de febrero de 2018

Los antroponíricos (cap. XV)

La ciudad comenzaba a despertarse. Y pronto me vi inmerso en la vorágine de viandantes que se disponían a reanudar la jornada laboral, interrumpida por el descanso nocturno. El anonimato de mi presencia entre la muchedumbre me hizo tomar conciencia de que mi situación no era más ventajosa que antes de huir de la clínica: no sabía a dónde ir ni a quién recurrir. La amnesia no sólo me había condenado al exilio mental, sino también al físico. Era de suponer que en algún lugar ignorado por mí, tal vez en aquel preciso instante un padre, una madre o ambos estarían llorando mi ausencia. El deseo de acogerme en la protección familiar se me hizo irresistible. Pero, ¿cómo dar con el paradero de los seres queridos?
La sensación de soledad y abandono se fue intensificando en el transcurso de la mañana. El deseo de ampararme en el calor de un hogar se me hizo abrumador. Me dije que si Rizaure no había mentido al asegurar que me conocía de antaño, cabía suponer que mi domicilio se hallaba ubicado en alguno de los distritos de aquella ciudad. Alentado por este pensamiento me encaminé a un locutorio y consulté el listín telefónico: la lista de los Luan Gralte no era demasiado extensa. Así que, excluyendo a los usuarios que no figuraban con la inicial correspondiente a mi nombre, las posibilidades quedaron reducidas a dos direcciones. Consulté el callejero y aleatoriamente elegí una de ellas, sin saber que era la errónea. Al principio caminé con resolución. Pero no tardaron en asaltarme una serie de temores. Según había dejado entrever el comisario Azcárraga, el crimen se había perpetrado en el domicilio conyugal. Y mi presencia por los alrededores del mismo llevaba implícito el riesgo de ser detenido al instante. Me detuve unos instantes en una plazuela, dudando entre continuar con mi propósito o dejar las cosas estar y que el tiempo decidiera por mí lo más conveniente. Pero los caprichos del azar son impredecibles, acostumbran a sorprendernos con frecuencia. De improviso, una mano vigorosa se posó en mi hombro.

—¡Adrian! ¡Esto sí es casualidad! Llevo un año ausente, y al primero que me encuentro es a ti.
—¡Aramis! Tú... ¿Eres Aramis? –pregunté, no dando crédito a lo que veían mis ojos.
—¿Aramis...? ¿Estás de guasa, Adrian? 

Aquel hombre era idéntico a Aramis. Pero su aspecto no era el de un borrachín pordiosero, sino el de un hombre desenvuelto: bien vestido, elegante, aplomado... Al igual que había ocurrido con el psiquiatra, una vez más volvía a darse el caso. Me pregunté qué estaba ocurriendo conmigo y mi cordura. ¿Sufría alucinaciones, tal como Rizaure había insinuado sutilmente? De no ser así, algún duende maligno me estaba sometiendo a una broma infernal.

—¿Qué te trae por estos barrios tan alejados de tu domicilio? –preguntó, y sin esperar respuesta–: ¿Te apetecería celebrar nuestro reencuentro, Adrian...? Vamos, te invito a unas copas.
—Lo siento. No me es posible –dije–. Te lo agradezco, pero tengo cosas que hacer en casa.
—Entonces, te acompaño. De paso saludaré a tu esposa.
—¿Quieres saludar a Andrea? –pregunté alarmado, y el tono de mi voz puso de manifiesto que algo no marchaba bien.
—¿Qué pasa, Adrian? No os habréis divorciado, ¿verdad? –aventuró, espiando mi rostro–. ¡Ya sé...! Os habéis peleado de nuevo. ¿Ves por qué prefiero seguir célibe? Las mujeres son muy complicadas, amigo.

A punto estuve tentado de gritarle que Andrea ya no existía, que quizá él estuviese hablando con su asesino. Pero contuve el impulso y asentí con la cabeza.

—Lo siento de veras. No es que sea muy experto en asuntos maritales, Adrian, pero en mi modesta opinión creo que os falta diálogo. La falta de comunicación siempre conduce a la ruptura. Te sugiero que vayas a tu casa e intentes hacer las paces con Andrea. ¿Has traído el coche...? ¿No...? Iremos en el mío. Lo tengo estacionado a escasos metros de aquí.

Me dejé conducir por él. Nada de cuanto me ocurría parecía tener sentido, y pensé que dejarme llevar era lo más indicado. Aunque carentes de explicación coherente, los sucesos parecían obedecer a un plan previsto y de poco serviría oponer resistencia. Volvió a invadirme la sensación de irrealidad que me había acometido durante aquel extraño proceso. Recordé las palabras que Caronte había dicho en cierta ocasión: "Irrealidad o realidad sólo son simples términos para definir algo abstracto."
De camino a recoger el automóvil, el desconocido no me quitó los ojos de encima. Y para distraer su atención fingí sentirme interesado por su ausencia, a la que él aludiera cuando nuestros caminos coincidieron.
—¿Has estado de viaje? ¿De vacaciones, tal vez?
—¿Vacaciones...? ¡Trabajando como un mulo, que no es igual! Ya sabes, una gentileza de mi jefe. Se le ha ocurrido abrir una filial en Atenas, y me ha enviado allí para supervisar las obras.
—Las culturas clásicas son apasionantes, sobremanera la griega. Jamás he tenido el placer de visitar Grecia, pero considero que contemplar sus monumentos debe de ser una maravilla.
—Si me guardas el secreto te diré que los únicos monumentos que me interesan son las preciosas griegas. ¡Dirás que tengo mal gusto!
—No se me ocurriría ponerlo en duda –bromeé, haciendo el amago de una sonrisa.

Puso el auto en marcha y lo enfiló por una larga avenida. Aunque procuraba disimular con su verborrea la impresión que le causaba mi aspecto e indumentaria, estoy seguro de que se preguntaba qué me habría ocurrido para presentar tan paupérrimo estado.

—¿Qué te pasa...? –preguntó de pronto–. Estás extraño, Adrian. No pareces el mismo de hace un año. Te noto ausente y desmejorado.
—Dime... ¿Te parezco un demente? No me sentiré molesto si me dices que sí.

La pregunta había surgido de mis labios como una saeta. Y supongo que en realidad no iba dirigida a él, sino a mí mismo. Giró con brusquedad el volante, se desplazó hacia el arcén y parando el motor se arrellanó en el asiento. En su frente se marcaron unos pliegues. Me miró de hito en hito, y en sus pupilas pude apreciar un destello de compasión.

—¿A qué viene tamaña idiotez, Adrian? –amonestó–. Ya sé que has sufrido más de un altibajo. Pero en algún momento dado, eso nos ocurre a todos.
—¿Sí...? No tienes la menor idea de lo que me sucede.
—Dímelo tú.
—Seguro que si te cuento lo ocurrido no dudarías en llevarme al manicomio más cercano.
—Inténtalo. Ten confianza en mí.
—¡No! Jamás lo entenderías.
—Como quieras –rezongó–. Eres un hombre complejo, amigo. Tu hermetismo no contribuye a poder entenderte.

Por espacio de un rato se mantuvo serio, taciturno. Pero no le duró mucho tiempo el enojo, y nuevamente volvió a mostrarse desenfadado y frívolo. Si bien ya había desechado la certeza de que no era el mismo hombre  con que me había topado en el mercancías, quise vislumbrar al Aramis dicharachero y jovial que aún permanecía en mi recuerdo. Aunque lo cierto es que en absoluto me importaba quién fuese o dejase de ser, máxime teniendo en cuenta que difícilmente hallaría explicación a tamaño desatino.

—Bueno, hemos llegado –dijo, deteniendo el vehículo ante una casa–. ¿Sabes, Adrian? Estoy pensando que mejor visito a tu esposa en otra ocasión. Las reconciliaciones están reñidas con la presencia de ajenos —y accionando la llave en el contacto–. Saluda a Andrea de mi parte.
—Así lo haré. Gracias por traerme.
—Hasta pronto, Adrian. Ya te llamo un día de estos, ¿vale? –se incorporó al tráfico rodado, y en aquel momento me hubiera cambiado gustoso por él.

Me pareció que penetrar en aquel recinto privado era equivalente a abrir la caja de Pandora, y permanecí estático ante la verja que daba acceso al jardín. Atisbé por entre los tupidos setos que conferían intimidad a la finca, pero no alcancé a ver más que algunos trozos de césped. Después de un tiempo, me aventuré a traspasar la cancela. Situé los pies sobre el sendero de gravilla y me encaminé hacia la casa: la puerta de entrada estaba sellada con el precinto judicial. En mi fuero interno me había negado a mí mismo la posibilidad de ser un parricida, incluso había albergado la esperanza de que todo hubiese sido un equívoco policial. Pero aquel precinto era la prueba irrefutable de que allí se había cometido un crimen, y hube de admitir que todos los indicios apuntaban hacia mi persona. Me postré de hinojos sobre el suelo enarenado, oculté el rostro entre las manos y lloré. Entendí que aquellas lágrimas purificadoras, que silenciosas resbalaban por mi rostro, tal vez representasen una disculpa, una especie de homenaje a la memoria de aquella mujer, anónima para mi recuerdo.
No sé cuánto tiempo permanecí de rodillas, con el rostro entre las manos. No podría precisar si transcurrieron horas, o minutos. Sólo sé que el sol pareció eclipsarse de repente, y al elevar la mirada comprobé que la figura de Caronte se había interpuesto entre el astro y yo. Estaba ante mí, con sus pupilas aceradas observándome en silencio, inmutable, como el dios que contempla al pecador impenitente. En su rostro marmóreo no se alteraba ni un músculo, y su boca esbozaba una mueca torcida. Mirándolo allí, erguido, con aquel aire de divinidad suprema, creí ver un cruel verdugo, acechando al reo para aplicarle la pena máxima.

—¿Qué quieres...? –pregunté.
—Supuse que te encontraría aquí. Y supuse bien.
—¡Lárgate de mi vista, Caronte!
—¿Qué mosca te ha picado? No comprendo por qué estás enfadado conmigo, muchacho, pero no importa. Debes alejarte cuanto antes de este lugar.
—¿Cómo has dado con mi paradero?
—El asesino siempre vuelve a la escena del crimen –aseguró mordaz–. No, ahora en serio... Era deducible que vendrías a tu casa. ¿No ves que soy más listo que la policía?
—¡Ah...! ¿Sí...? ¿Y cómo es que sabes la dirección?
—¡Pues sí que me ha resultado muy difícil...! ¿Acaso no sabes que te busca media ciudad? Ha salido tu foto en la televisión, y la radio emite comunicados de continuo, proporcionando todo  tipo de detalles sobre  tu vida y milagros –y con su habitual sarcasmo–: ¡Eres famoso, muchacho, te has convertido en la superstar del momento!
—¡Ya está bien! ¡Haz el favor de desaparecer de mi vista!
—Déjate de sandeces. ¿No comprendes que he venido a ayudarte?
—¿Acaso no ves que todo me da igual, que nunca más podré conciliar mi conciencia? Márchate, Caronte. Deja que purgue mi pecado a solas, por favor.
—¿Estás plenamente convencido de que has sido el autor del crimen, muchacho? ¿Has recobrado acaso la memoria?
—No. Pero todo parece indicar que soy culpable.
—Pero no lo sabes a ciencia cierta. Haces mal, deberías concederte el beneficio de la duda. Te sugiero que te des un margen. Aún no debes darte por vencido.
—Creo que debería entregarme. Es absurdo pretender eludir a la justicia.
—Tal y como están las cosas, Adrian, si te entregas serás carne de cañón –dijo muy serio–. No se molestarán en buscar otro culpable. ¿Para qué iban a hacerlo si ya te tienen a ti?
—¿Piensas que debo ocultarme? ¿Y adónde me sugieres que vaya?
—Yo sé de un sitio donde no existe posibilidad alguna de que te encuentren. Es mi lugar secreto, mi  refugio espiritual.

Consideré la propuesta de Caronte. Era un delincuente y su integridad dejaba mucho que desear, pero no me quedaban otras opciones que elegir.

—¿Y qué haré después, si descubro que soy un asesino?
—Yo de ti no me amargaría con semejante pensamiento. Deja que la vida siga su curso, y lo que tenga que ser será.
—Quizá tengas razón. ¿Para qué adelantar acontecimientos? Marchemos, pues. Empiezo a aborrecer este lugar y lo que representa.
—Espera... Necesitaremos provisiones y ropa para algún tiempo.

Se dirigió a la puerta, tanteó por encima de la cornisa y con gesto triunfal me mostró una llave. Manipuló la cerradura, que cedió dócil ante el requerimiento, y no dudó un segundo en invadir la vivienda. Me hizo señas para que lo acompañara. Pero me negué en redondo, pues tenía la impresión de que estábamos cometiendo un sacrilegio.

—¿Cómo sabías dónde encontrar la llave? –pregunté intrigado.
—La mayoría de la gente acostumbra a esconderla en sitios similares –encogió los hombros con indiferencia, y pasándome una de las mochilas–: Anda, échame una mano. Será mejor que nos pongamos en marcha cuanto antes.
—No sé si habrá salida por ese lado –advertí, al verlo ir hacia la parte trasera de la casa.
—¡Tú sígueme! –ordenó.

Sin lugar a dudas, Caronte había estado merodeando por allí mucho antes de que yo llegara, pues parecía conocer bien el terreno. Se dirigió resuelto al garaje, donde se hallaba aparcado un jeep. Depositó el equipaje en el maletero y tomó asiento en el lugar destinado al conductor.

—¡Listos para el viaje!
—¿Pretendes conducirlo tú...? ¿Tienes permiso de conducir...? –pregunté asombrado.
—Por supuesto. Venga, no te quedes ahí parado como un pasmarote. ¡A qué esperas!

Me senté en el asiento del copiloto, y sin más demora Caronte arrancó el vehículo. No dejó de sorprenderme la pericia y habilidad con que lo manejaba. Y me pregunté quién sería en realidad aquel hombre y qué papel interpretaba en mi existencia, pues siempre se encontraba a mi lado en los momentos más difíciles.

—¿Quién eres en realidad, Caronte? –pregunté resuelto.
—Eso no es relevante –respondió con sequedad.
—Rizaure asegura que sólo eres una alucinación –afirmé, pensando que si lo aguijoneaba tal vez revelaría algo sobre su persona.
—¿Quién es ese memo, que se atreve a afirmar tal cosa?
—El psiquiatra de la clínica.
—¡Valiente majadero!

Comenzó a silbar una melodía, dando a entender que no admitiría más comentarios al respecto. Y me abstuve de seguir indagando acerca de su identidad. Después de todo, ¿había algo que me importara en la vida...?

© María José Rubiera Álvarez







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