viernes, 23 de agosto de 2019

Los antroponíricos (cap. XVII)

Aún no había amanecido cuando los zarandeos y las voces de Caronte me hicieron despertar sobresaltado.

— ¡Despierta, gandul, ya casi es de día ! ¡Los peces nos esperan, muchacho!
—No grites, por favor... Me vas a romper los tímpanos.
— ¡¿Vamos o no vamos a pescar?!
—Sí, hombre, sí. ¡Dios...! ¿Por qué no vas tú solo, Caronte? Te advierto que no estoy de humor. No seré compañía grata.
— ¿Quieres quedarte para seguir rumiando las penas? Nada de eso, tú te vienes conmigo. Te concedo cinco minutos, ni uno más.

Apenas si intercambié palabra alguna con él durante el trayecto. No me encontraba bien, y pensé que había cometido un error al aceptar su propuesta. Pero cambié de opinión cuando llegamos al río.
Numerosas cascadas formadas por el deshielo descendían por la rocosas paredes cubiertas de musgo. Los helechos y avellanos se reflejaban en los remansos. El agua cristalina desprendía destellos irisados, debido a la reverberación solar.
Aquel paraje, primitivo y hermoso, daba la impresión de perdurabilidad, como si la Eternidad se hubiera detenido en él para siempre.

—La primera vez que lo vi me causó la misma impresión que a ti ahora. ¿Has visto alguna vez un río más cristalino...?
—Es muy hermoso.
— ¡Es mágico! –rectificó–. ¡Un divino espectador que susurra la misma melodía desde hace miles de años ! Le han dado el nombre de "Alba".
— ¿Por qué ese nombre...?
—Por la hialinidad de sus aguas –alabó, ensoñador–. ¿Sabías que las Xanas, hechiceras de largos y rubios cabellos, se bañan en él al llegar la noche? Estas hadas, de gran hermosura, entonan cánticos para seducir a los mozos que atraídos por su belleza tienen la audacia de aproximarse.
— ¡Bravo...! Un aplauso para el poeta.
— ¡Eres un cabrón ignorante!
—Has de reconocer que es una cursilada. Pero ya ves, lo que sí me ha gustado es eso de "hialinidad". ¡Ojalá tú fueras igual de diáfano!
— ¿A qué santo viene ahora esa impertinencia? –Él sabía perfectamente que me refería al asunto del robo. Aunque fingió estupor, noté que se había puesto en guardia ante la indirecta.
—Olvídalo. Será mejor que nos dediquemos a la pesca.

Masculló unas palabras, se acercó a la orilla y lanzó el sedal al agua. Yo decidí pasar a la otra margen del río, y realizando ejercicios funambulescos, evitando tomar contacto con el agua helada salté de piedra en piedra. En un momento dado mis cálculos fueron erróneos y no pude evitar darme un buen chapuzón.

—Te está bien empleado por meterte conmigo –dijo Caronte, y poniendo las manos a modo de vocina advirtió guasón–: ¡Cuida de no ahogarte!
— ¿Te parece divertido...? ¡Ya verás, ya! –exclamé.
El río tenía poca profundidad, y no me costó ganar la orilla; pero salí del agua tiritando de frío y con la respiración entrecortada. Caronte se reía a mandíbula batiente, y me juré que en cuanto lograra pillarlo desprevenido le haría pagar caro el cachondeo.
Mi oportunidad llegó cuando él centró la atención en la pesca. Y de un empellón lo lancé al agua.
— ¡Cabrón vengativo! ¡Eres una mala persona!
—Dicen que el que ríe último, ríe más fuerte.
— ¡Esto no te lo perdonaré fácilmente! ¡Ya me las pagarás!
— ¡El agua está cálida, Caronte! ¿Verdad que la experiencia resulta placentera ?

Ambos reímos la travesura y, puesto que ya estábamos mojados, nos sumergimos en el agua y disfrutamos un buen rato de los placeres acuáticos. Después del baño nos dedicamos a tontear con los peces, haciendo gala de una verdadera ineptitud como pescadores.
La mañana transcurrió entre bromas y risas, y por espacio de unas horas conseguí abstraerme de los negros pensamientos que constantemente me asaltaban. Al mediodía, emprendimos el regreso. Ya en la cabaña, mientras yo encendía el fuego Caronte se dispuso a preparar la comida.

—Está claro que en el menú de hoy tendremos que prescindir de las truchas –dijo con guasa, al tiempo que abría unas latas de conservas vegetales.
—Me alegro. No me seduce en absoluto comer cadáveres.
— ¿Crees que a mí sí...?
— ¿Entonces por qué tenías tanto empeño en ir de pesca?
—Porque me gusta el rumor del río.
— ¡Pues vaya gracia...! Para eso no necesitabas levantarte al amanecer.
— ¿Por qué será que nunca entiendes nada...? ¿Acaso no te maravilla ver cómo nace la Aurora y se refleja en el agua? A mí, sí. Me hace sentir que estoy vivo, que no he perdido la capacidad de amar, que aún soy capaz de estremecerme ante la puesta de sol o ante la contemplación del vuelo de una mariposa.
—Cada día me sorprendes, Caronte. No te imaginaba poseedor de esa vena romántica. Empiezo a creer que esa pose de dureza, que a veces observo en ti, no es más que un caparazón con que te recubres para que no sea herida tu sensibilidad.
— ¿Y qué me dices de ti...? Tal vez yo sea un romántico empedernido... Pero tú no me andas a la zaga, muchacho.
— ¡Habló el experto en psicología!
—Lo digo en serio. Es más, estoy convencido de que tus sentimientos y los míos son totalmente afines. Mal que te pese, en el fondo somos iguales.

No me gustaban aquellos comentarios de Caronte, la forma en que daba a entender que podía penetrar en mi mente. Me dije que algún día tendría que poner fin a sus pretensiones de psicólogo frustrado, pero por el momento consideré prioritario poner en claro el asunto del robo.
Fue después de comer, durante la sobremesa, cuando decidí que había llegado la hora de poner los puntos sobre las íes.

—No dejo de preguntarme cómo has llegado a conocerme tanto en tan poco tiempo –dejé caer al desgaire.
—Privilegios de la experiencia, diría yo.
— ¿Presumes acaso de viejo, Caronte?
— ¡Si supieras cuánto detesto ese adjetivo, muchacho! No me gusta esa palabra ni lo que entraña su significado. Viejo es sinónimo de caduco, trasnochado, inhábil, inservible... Vejez significa que después de cierta edad sólo queda la ensoñación de lo que uno hubiera deseado ser.
— ¡Eres un caso! Espero no dejarme influenciar por tus ideas. Mucho me temo que si continúo en tu compañía acabarás convenciéndome de que las palabras no son dignas de crédito.
—Es que no lo son. Ni de crédito ni de respeto.
— ¿Y tú?
—Yo... ¡Qué! –exclamó crispado.
— ¿Te consideras digno de crédito? ¿Eres de fiar, Caronte?
—No sé... ¿A ti qué te parece...? –preguntó retador.
—Por fin hemos llegado al terreno que a mí me interesa, al punto álgido de la cuestión: ¿Por qué robaste mis cosas, Caronte? –Formulé la pregunta con rabia; pero me enfurecí aún más al ver que entornaba los párpados y se dedicaba a sorber distraídamente el café, como si la pregunta no le atañese en absoluto–. ¿Por qué te apropiaste mis pertenencias? ¡¿Por qué, Caronte...?!
— ¡No me he vuelto sordo!
—¡Pues da esa impresión! Pero dicen que el calla otorga, de modo que ya sé a qué atenerme. ¿Y se puede saber qué hiciste con el coche?
— ¿De veras quieres que te lo diga...? Lo despeñé por el barranco –y añadió con cinismo–: Sólo tuve que empujarlo hasta el borde, el resto ya te lo puedes imaginar.
— ¿Cómo has podido jugar con mi vida de esa manera? ¿Acaso no tienes escrúpulos?
—No, no los tengo.
—No hace falta que lo jures. ¡Y pensar que finges ser mi amigo...!
— ¡Pasa de mí, hostias!
—Ahora comprendo que Rizaure tenía razón al afirmar que no fuiste tú quien me llevó a la clínica. Cuando ocurrió el incidente de la playa, la policía acudió a socorrerme, ¿verdad...? –Permaneció callado, con la cabeza inclinada y la mirada fija en las ascuas que los leños desprendían en la chimenea, apurando sorbo a sorbo el café–. ¿Por qué no dices algo...? Deduzco que pusiste pies en polvorosa y dejaste la evidencia que tanto te comprometía, es decir: la bolsa y su contenido.
—Puedes pensar lo que se te antoje; pero te confundes de medio a medio conmigo.
— ¿Te atreves a negar que eres un ladrón...? ¡Eres un indeseable!
— ¡Qué sabrás tú lo que soy! –y con un deje de amargura en la voz–: ¿Aún no has comprendido que cuando un hombre está desesperado deja de ser persona para convertirse en un ente que sólo lucha por la supervivencia?
—Eso sí puedo entenderlo.
—Entonces no tengo más que añadir.
— ¡Ah, no! ¡No creas que vas a salirte de rositas! Considero que me debes una disculpa.
—No acostumbro pedir disculpas por mis actos. Yo soy como soy. Punto –afirmó orgulloso, levantando la barbilla con altivez.
— ¿Sí...? Pues no te vendría mal un poco de humildad.
— ¿Aceptarías a cambio que te contara algo que jamás he compartido con nadie...? Tal vez así comprendas por qué me he convertido en lo que soy.
—Es una forma un tanto peculiar de pedir excusas –dije conciliador–. Pero acepto.
—Tendrás que esperar hasta la noche.
— ¿Por qué he de esperar...?
—Necesito hacer acopio de valor para evocar uno de los episodios más amargos de mi vida.
—Ya será menos. No exageres, por favor.
—Voy a dar una vuelta –decidió de repente–. No te pregunto si deseas acompañarme, pues en estos momentos me apetece estar a solas conmigo mismo.
—Bien. Pero no creas que me voy a olvidar de tu promesa.

Me quedé solo y aburrido y pensé en dar un paseo también; pero la jornada matinal había acabado con mis fuerzas y decidí que mejor dormía un sueño, en lugar de acrecentar mi cansancio.
Caronte había logrado despertar mi interés. Por fin se dignaba a revelarme su tan preciada y secreta intimidad. Aunque sin duda no era sino otra de sus estratagemas efectistas para que me olvidara del latrocinio. Abandoné la idea de dormir y, hacha en ristre, me dediqué a partir leña hasta que él regresó.
Esperé impaciente el momento de sus confidencias. Pero no logré ver satisfecha mi curiosidad hasta después de haber cenado.

Continuará...


© María José Rubiera Álvarez


No hay comentarios: