viernes, 13 de diciembre de 2013

Caronte (cap. I)

La carretera discurría serpenteante. La margen izquierda de la calzada se hallaba flanqueada por un espeso bosque donde castaños, eucaliptos, hayas, robles y gran diversidad de elementos bióticos habían establecido su señorío. Bordeando el perfil derecho, un barranco siniestro y abismal.
A escasos quilómetros la montaña se erguía impasible. El día agonizaba. La decadente luz crepuscular propiciaba que el colosal megalito adquiriese matices hechiceros. Claridad y sombra se entremezclaban. El juego de misteriosos contrastes parecía dotar de animación cada oquedad de la impresionante roca, como si cientos de espectros se hubieran dado cita en aquel lugar y amparados por la complicidad nocturna se dispusieran a celebrar un ritual orgiástico.
En mi cerebro las preguntas formaron un conglomerado diabólico y bulleron inquietas: "¿Por qué has tomado esta dirección? ¿Qué te ha impulsado hacia estos parajes y con qué propósito? ¿Quién eres y de dónde procedes...?", inquirieron, pero no hallaron respuesta: ni siquiera un nombre; los datos procesados por la memoria se negaban a aflorar a la superficie. Consulté la esfera luminosa del reloj y comprobé con desagrado que también me era negada esa información: las manecillas se habían detenido a las cuatro en punto. Detuve el automóvil y con gesto maquinal encendí los faros. Mis pupilas quedaron cautivas en el haz luminoso que se derramaba sobre la carretera, como si el resplandor me permitiera obtener la claridad mental. Pasados unos minutos me acomodé lo mejor posible, abatí los párpados y no tardé en quedarme dormido.
Nada ni nadie interrumpió mi sueño. Pero al cabo de unas horas me desperté alertado, con la vaga sensación de que algo no iba correcto: la luz se había extinguido. El testigo de la batería aún lanzaba guiños estertóreos; segundos después expiraba definitivamente y me quedé sumergido en la magnitud envolvente de la noche.
Y el ente que había perdido la memoria se quedó a solas con la inmensidad nocturna, donde miríadas de estrellas emitían sus fulgores con timidez, y se preguntó qué extrañas fuerzas se conjugan para sumir a un hombre en circunstancias tan adversas.
A la pérdida de memoria se sumaba el agravante de hallarme aislado en un paraje desconocido. Era pretensión inútil albergar esperanza de ser auxiliado en breve, pues la carretera no era transitada con asiduidad: en el transcurso de las horas no había pasado vehículo alguno. Pero tal pareciera que las ideas se hubiesen esfumado a la par que los recuerdos, ya que en lugar de pensar en alguna solución airosa me dejé vencer por el abatimiento; sólo acerté a elevar la mirada al cielo, como si la bóveda celeste fuera a ofrecerme soluciones. Seguí la trayectoria de la Luna y la vi ocultarse tras el manto turgente y gris de una nube. Mis pupilas continuaron su vagar errático, llegaron a la ladera de la montaña y allí se detuvieron atrapadas por unos guiños luminosos provenientes de un alumbrado eléctrico.
Abandoné el refugio seguro del coche y salí a la intemperie. Armado de una linterna me precipité carretera arriba, hacia el encuentro con la supuesta aldea: ni siquiera me planteé esperar a la mañana siguiente. De repente el bosque se animó de actividad sigilosa. El grito de una lechuza se extendió por los confines nemorosos, otra lechuza respondió a la llamada de su congénere y percibí que era observado por decenas de ojos: rapaces, lupinos, felinos... Ojos nocturnos y sagaces que acechaban al intruso en silencio. Unas pisadas furtivas agitaron el espeso follaje. Un nudo me oprimió la garganta y sentí el insidioso latigazo del miedo, y tal vez el mismo miedo fue el que me indujo a tararear una melodía que me sirvió de acicate para seguir avanzando. Pero la angosta carretera parecía extenderse hasta el infinito y cada minuto pasado se me antojaba una eternidad.
Debía de ser hora avanzada cuando llegué a la aldea: ora intempestiva para importunar el descanso de los lugareños. Me adentré por las callejuelas en busca de algún lugar que me sirviera de cobijo. En las rúas empedradas y desiertas, vagamente iluminadas por alguna que otra luz mortecina, mis pasos resonaron inmisericordes. Los ladridos de los perros alteraron la paz nocturna, pero en los humildes hogares no se apreciaron signos de actividad. Después de un tiempo, los canes se habituaron al desconocido y el silencio imperó de nuevo en la noche.
Un cobertizo me brindó alojamiento, y arropado por la dulzona calidez del heno me dispuse a pasar las horas que distaban del día siguiente. Me pregunté qué hora sería, pero no bien me hube formulado esta pregunta un reloj, probablemente el de una iglesia cercana, se puso en movimiento. Conté cinco campanadas y pensé con alivio que no tardaría en amanecer.

© María José Rubiera Álvarez



1 comentario:

elvencejodemieresduerme dijo...

Mi querida María José!

Vengo a expresarte mis mejores deseos en las fiestas navideñas y que tengas un feliz y próspero año 2014

Un beso

PD. Escribes que te lo bebes ¡Qué lujo! ¡Qué delicia!.