miércoles, 29 de julio de 2015

Los antroponíricos (Caronte –cap. VII–)

—Menudo follón organizaste, muchacho. Le diste una buena tunda a ese pollo –celebró Caronte, lanzando una sonora carcajada.
—¡Uf... No me lo recuerdes! Lo siento, no era mi intención causarte molestias.
—¡Bah! No importa. De vez en cuando a mí también me da el siroco.
—¿Qué intentas decir? ¿Piensas que le agredí porque me apeteció?
—¿No fue así?
—No. Fue un acto impulsivo. Una reacción provocada por el miedo, supongo.
—¿De qué tuviste miedo?
—Ha sido una experiencia sumamente desagradable, y no quiero hablar de ella.
—¿Entonces sí estabas bajo los efectos de la hipnosis?
—Así es.
—¡Vaya, vaya...! ¿Y cómo no aprovechaste la oportunidad para saber de tu pasado? –preguntó sarcástico, y en las aceradas pupilas brilló un destello de ironía–. ¿O sí te serviste de la coyuntura y has averiguado lo que no te convenía saber?
—¡Vete al infierno! ¿Por qué eres tan malintencionado?
—No sabes encajar una broma. Estás muy irascible, muchacho.
—¿Cómo te sentirías si estuvieras en mi pellejo?
—No muy bien, supongo. Debe ser duro desconocerse a sí mismo.
—Más de lo que podrías imaginar –asentí.
—Déjame ver tu mano derecha.
—¿Para qué?
—Se me acaba de ocurrir una cosa. Sé que no llevas alianza, pero quiero comprobar si el anular conserva algún indicio que evidencie haberla llevado.
Estaba en lo cierto: el anular presentaba un cerco blanquecino.
—Esto confirma mis suposiciones. Es probable que estés casado.
—La señal puede deberse a otro anillo, no necesariamente a una alianza.
—Permíteme que lo ponga en duda.
—¿Por qué? –pregunté retador.
—Porque es una marca muy fina, propia de un aro.
—Está bien. Y en el supuesto que así sea, ¡qué!
—Nada. Sólo que una esposa no se olvida con facilidad –y utilizando su habitual sorna–. Y mucho menos si es insoportable.
—Tonterías. Déjame en paz, por favor.
—Vamos, intenta recordar su nombre –y con un deje de burla–. Tal vez el amor estimule tu memoria. Aunque también puede darse el caso que en lugar de amor descubras odio.
El deseo de recuperar la memoria me impulsó a seguir la sugerencia de Caronte. Hurgué en mi cerebro, en busca del recuerdo que se negaba a acudir, y me embargó la emoción. Pero no la emoción del amor, de la dicha que se siente ante la rememoración del ser amado, sino de algo más fuerte y poderoso que latía dentro de mí: un embrión dotado de una lengua ígnea que devoraba cuanto de tierno y sublime pudiera interferir en sus propósitos. Se desarrollaba y crecía arropado en el útero abyecto de Némesis, con el único fin de llevar a cabo su misión.
Fue una sensación evanescente, inasible como estrella fugaz que atraviesa el firmamento. Manifestada no obstante con tanta intensidad que logró asustarme.
—No puedo recordar nada –dije encajando las mandíbulas y aparentando indiferencia.
—¿No puedes, o no quieres?
—¡Déjame en paz!
Escruté su rostro a hurtadillas, temeroso de que hubiera captado mi inquietud: no me apetecía hacerle partícipe de mis emociones. Pero afortunadamente había dejado de prestarme atención y se hallaba embebido en sus propias cavilaciones.
—¡Muchacho! –exclamó de repente–. Se me acaba de venir a la mente una idea sumamente interesante. Es sobre la experiencia que viviste bajo los efectos de la hipnosis.
—¿Y...?
—Aunque también es cierto... –interrumpió la frase y pensativo se acarició la barbilla.
—Vamos... Suéltalo de una vez, Caronte.
—Que cuando una persona está hipersensible es sumamente sugestionable.
—Lo siento, no logro seguirte. ¿Qué intentas decir?
—Pues que apostaría que no todo fue sugestión.
—¿Cómo te atreves a aventurar opiniones al respecto si ni siquiera sabes qué ocurrió?
—Un momento, ¿me dejas continuar?
—Adelante.
—La mente desarrolla sus propios mecanismos de defensa. Utiliza la simbología para advertir al consciente de traumas psicológicos que de hacerlo con claridad pondrían en peligro la estabilidad emocional del individuo, los enmascara para evitar un choque afectivo y por consiguiente una agresión psíquica.
—Y eso... ¿qué tiene que ver conmigo?
—Me atrevería a asegurar que la hipnosis te ha situado en el umbral del pasado, adquiriendo una forma camuflada, claro está. No quisiera parecer pedante, pero me precio de conocer la naturaleza humana y creo que tu amnesia se debe a una gran conmoción psíquica.
—¡Vaya, hombre! ¿Ahora también eres adivino? ¿Por qué no le pides trabajo a Milahi?
—¡No seas impertinente! Has de saber que la amnesia puede manifestarse como consecuencia de un choque emotivo. Eso sí, no revierte gravedad. El periodo amnésico derivado de algún trauma psicológico tiende a disminuir e incluso remitir en el curso del tiempo.
—¿Tú, ¿cómo lo sabes? ¿Acaso eres psiquiatra? ¡De qué vas! Te consideras muy inteligente, ¿no es cierto? Permíteme decirte que eres un asno –dije despectivo, pues su jactancia y prepotencia me habían irritado sobremanera. Pero al instante me arrepentí de haberlo insultado y le pedí disculpas–. Perdona. Lamento lo que he dicho, Caronte.
—¡Eres un desagradecido, Adrian! –exclamó enojado–. Pero me está bien empleado por meterme donde nadie me llama.
—Ya te he dicho que lo siento. Admito que he sido un tanto desagradable, ¿vale?
—No tenías necesidad de insultarme –dijo dolido.
—Lo sé, lo sé... –concedí–. Reconozco que ha sido un fallo por mi parte. Discúlpame.
—La disculpa sirve como atenuante de la culpa –y con aires de reyezuelo–: ¡Voy a ser magnánimo contigo, teniendo en cuenta que el yerro es una condición inherente al hombre!
—Cierto. Incluso la propia existencia es un error.
—El error no radica en la existencia, sino en el prisma con que se examina.
–Si tú lo dices.
—Sí. La existencia es una obra abstracta, simple en apariencia por su calidad de habitual. Pero oculta bajo esa simpleza subyace la magistralidad del Universo. Aunque admito que llegar a esa deducción requiere un esfuerzo intelectual, que resulta mucho más cómodo aceptar lo simple.
—La existencia nada tiene de magistral. Más bien es mero accidente.
—Esa consideración representa otro error. Te diré cómo lo veo yo: Imagina un cuadro abstracto, una obra maestra, y a un lego en arte pictórico intentando descifrar el mensaje que el artista ha transmitido al lienzo. Como el citado señor es profano en la materia sólo apreciará en la pintura trazos carentes de sentido, la juzgará con desprecio e incluso se atreverá  a decir que es una mamarrachada. Conclusión: el error no consiste en la obra, sino en el nesciente que la juzga sin tener ni puta idea. Pues bien, este ejemplo podría aplicarse a una inmensa mayoría de ignorantes.
Caronte siempre lograba desconcertarme. Aquella vena filosófica, que en ocasiones dejaba entrever, no dejaba de causarme asombro. Si tuviera que hacer un perfil de su personalidad me atrevería a calificarlo grosero,  descortés, despiadado, cínico, incluso en ocasiones malvado; aunque también educado, gentil, magnánimo, sensible, inteligente... y todo ello acompañado de una labilidad asombrosa: en suma un carácter contradictorio y enrevesado por demás. Pero estos calificativos sólo eran fruto de mi observación, pues a pesar de la confianza que se había establecido entre ambos él nunca hacía comentarios respecto a sí mismo ni a su vida privada.
—¿Qué cavilas, muchacho?
—Nada importante.
—¿Piensas en la adivinanza?
—¡No! Te confieso que no me he acordado más de ella. Pero ya que has sacado el tema a colación: ¿Quiénes son los antroponíricos?
—No te lo diré. Utiliza la cabeza, y piensa –dijo frunciendo los labios.
—¡Hip!, ¡hip! ¡Hurra! ¡Brindo por los sofistas! ¡Os invito a un trago, Excelencias!

En todo momento habíamos dado por sentado que éramos los únicos pasajeros del mercancías, y nos quedamos confundidos por las exclamaciones que partían de la penumbra. Desde la otra esquina del vagón, botella en mano, un individuo nos hacía gestos de saludo. Se incorporó con dificultad y con paso tambaleante se aproximó a nosotros.

Continuará...
© María José Rubiera Álvarez

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