lunes, 7 de noviembre de 2016

Los antroponíricos (continuación cap. X)

— ¿De qué se trata? –pregunté arrogante.
—Lo cierto es que intentamos esclarecer un homicidio –En sus rostros se pintó la expectación y mantuvieron un silencio hostil, aguardando una reacción que me delatara.
— ¿Homicidio...? –repetí pasmado– ¿Por qué razón sospechan que estoy involucrado en un asesinato? ¿Necesitan cargarle el marrón a alguien para justificar el sueldo que ganan, señores?
Milahi intervino con rapidez al observar que mi rostro se tornaba lívido de coraje.
—Inspector, creo que ya ha sido suficiente. Mi paciente necesita descansar.
—De acuerdo, señor Rizaure. Por hoy no les molestaremos más con nuestra presencia –Azcárraga le hizo una seña al petimetre de su ayudante y ambos se dirigieron hacia la puerta. De pronto el inspector, pareciendo recordar algún detalle, detuvo la mano en el pomo y como quien no quiere la cosa–: ¡Ah, por cierto...! Señor Luan, considérese bajo la custodia del doctor en tanto duren las investigaciones.
—Hubiera querido evitarte este trance. Pero me ha sido imposible –dijo el doctor, no bien los inspectores hubieron abandonado la estancia–. De veras lo siento.
—Gracias.
—No me lo agradezcas. Es mi deber ayudarte en todo cuanto esté en mi mano. Te conozco lo suficiente y no albergo duda acerca de tu integridad.
— ¿De qué me conoce, señor Milahi?
—Por favor... Deja ya de llamarme así.
— ¿Cómo he de llamarle, pues?
—Me llamo Joseph. Aunque no lo recuerdes hace años que somos amigos. Dentro de unos días, cuando te des cuenta de que no miento, me gustaría tuvieras a bien explicarme quién es ese hombre, al que aludes de continuo, y por qué te causa tanto trastorno.
—Está bien, doctor. Estoy demasiado agotado para discutir sobre su identidad. Pero le estaría muy agradecido si me dijera...
—Continúa.
—¿Quién es la víctima?
—Lo lamento... No puedo entretenerme ni un segundo más –aseguró, fingiendo consultar el reloj–. Tengo infinidad de trabajo acumulado. Mañana hablamos, ¿de acuerdo? –e indicando la salida–. Te acompaño a tu habitación.
Ya en el dormitorio sacó un par de píldoras de un frasco, y depositándolas en el hueco de mi mano hizo que las ingiriese. Pero no se fue acto seguido, sino que a la espera de que me hicieran efecto se dispuso a hojear el libro de filosofía que se hallaba sobre la mesilla de noche.
— ¿Te importaría prestármelo cuando hayas terminado de leerlo? Parece interesante.
—No sabría decirle. Apenas si he leído un par de páginas. No obstante, el libro no me pertenece. Debería pedírselo a su dueño, ¿no cree?
—El libro es tuyo, Adrian. Lo llevabas en la bolsa –aseveró sorprendido.
— ¿A qué bolsa se refiere...?
—A una que portabas cuando te ingresaron.
— ¿Yo? Eso es imposible. A no ser... ¿Es una bolsa de viaje?
—Sí.
—Sin duda es de Caronte. La habrá dejado olvidada.
— ¡Ajá! ¿Quién es Caronte, Adrian?
—Un colega.
— ¿Cuánto hace que cultivas esa amistad?
—No mucho. ¿Por qué?
—Me gusta saber con quién te relacionas. ¿Dónde os habéis conocido? –Tras la apariencia de inocentes preguntas se ocultaba una forma sutil de interrogatorio. Era muy hábil, pero iba aviado si creía que no me daba cuenta de la maniobra.
—Es largo de explicar –dije reprimiendo un bostezo.
—Estás que te caes de sueño. Debes acostarte, Adrian. Buenas noches.
Cerró la puerta con suavidad y giró la llave en la cerradura. Las pastillas comenzaron a surtir el efecto deseado. Cambié la ropa de calle por el pijama. Me introduje en el lecho, y apenas transcurridos unos segundos me quedé profundamente dormido.
Me desperté al filo de la madrugada, cuando una enfermera entró sigilosa en la habitación. Me colocó un termómetro en la axila. Dando por sentado que continuaba bajo los efectos soporíferos de la medicación situó una mano bajo mi nuca, me elevó ligeramente la cabeza y depositó un comprimido en mi boca. A pesar de tener la mente abotargada me dije que no debía permitir que nada ni nadie siguiera anulando mi capacidad de pensar. Oculté el comprimido bajo la lengua, y no bien la enfermera hubo abandonado la estancia me dirigí al baño y lo arrojé al inodoro. Regresé a la cama y volví a quedarme dormido, satisfecho de haber tomado aquella decisión.
© María José Rubiera Álvarez

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