miércoles, 19 de noviembre de 2014

Los antroponíricos (Caronte –cap. V–)


Pero mi estado de ánimo no mejoró con la llegada del alba: la amnesia proseguía y, para colmo, la humedad de la hierba me había penetrado hasta los huesos.
—Buenos días. ¡Qué frío hace! –exclamé tiritando.
Caronte procedía a enfundarse un jersey. Era patente su malhumor, y apenas si respondió a mi saludo matutino. Sus gruñidos me dieron a entender que por las mañanas no recibía, y no volví a dirigirle la palabra.
Después de un desayuno frugal, emprendimos la marcha: él, taciturno, embebido en sus pensamientos; yo, en los míos, que no eran precisamente halagüeños ni optimistas. Al cabo de algunas horas comenzó a caer una lluvia pertinaz. Pronto el agua me caló hasta el tuétano. Pensé que resultaba muy desagradable errar sin rumbo por los caminos, a merced de las inclemencias atmosféricas. Caronte permanecía impasible, sin parecer importarle que lloviera o hiciese sol.

—¿No te molesta la lluvia, Caronte?
—¿Hmmm...?
Con gesto ambiguo dio a entender que no me había escuchado.
—Digo si no te molesta la lluvia. Debe de ser dura la vida de vagabundo. Es triste carecer de hogar, de un techo donde guarecerse, ¿verdad?
—¡Quién te ha dicho que no tengo hogar! ¿Ves esto? –dijo pateando el suelo–. ¡Esto es mi hogar! ¡La tierra entera lo es!

El instinto me impulsó a retroceder ante su reacción. Y sus labios se distendieron en una sonrisa burlona.
—Tranquilo, hombre. Se diría que me tienes miedo.
—No te temo. Pero te aseguro que me parece improcedente esa salida de tono. No creo que sea para ponerse así. Tengo frío, y me limité a hacer un comentario al respecto.
—¡Y qué coño pretendes que haga yo para remediarlo! ¡Si echas a correr, entrarás en calor en menos de un suspiro!
—No pretendo nada, e insisto en que tu actitud no es pertinente.
—¡Bah! ¿Quieres saber si me fastidia estar mojado? Sí, por supuesto.
—Esa respuesta me parece más civilizada.
—Mira, Adrian, me importa un huevo lo que te parezca o deje de parecer.
Me sentí irritado por su comportamiento, y estuve todo el camino sin dirigirle la palabra. Él tampoco hizo amago de hablarme. Y de esta guisa transcurrió la mañana sin que hubiéramos cruzado ni un solo monosílabo. Llegado el mediodía divisamos un caserío, y el semblante adusto de Caronte se tornó alegre.
—Vamos a solicitar trabajo. ¿Te parece bien? —consultó con talante risueño.
—Sí –afirmé lacónico.
—¿Es mi imaginación o te has vuelto parco en palabras? –preguntó espiando mi rostro–. ¡No me digas que estás enojado conmigo! ¡Vaya por Dios! Se nota que no me conoces, muchacho. Bueno, ya te acostumbrarás a mi modo de ser –aseguró lanzando una carcajada.
—¿Sí...? Yo no le veo la gracia.
—Venga, Adrian, no seas chiquillo.
—¿Crees que querrán darnos empleo? –interrogué desabrido, cambiando de conversación.
—Si no quieren, peor para ellos.
—No, peor para nosotros. Tendremos que comer. Vamos... digo yo.
—No te inquietes por eso. Déjalo de mi cuenta.

Nos dirigimos a la alquería, y nos ofrecimos a realizar algunos trabajos a cambio sólo de comida y cama. El terrateniente aceptó de buen grado pues estaba necesitado de braceros. Pero nos dijo que la noche tendríamos que pasarla en el establo ya que eran muchos de familia y no disponía de habitaciones libres.
Pasamos el resto del día cultivando el campo, partiendo leña y ordeñando vacas y ovejas. Cuando llegó la noche y nos fuimos a dormir, yo no podía con el alma.
—Estoy reventado. Mira, tengo las manos destrozadas –dije tirándome sobre el heno.
—Ya te acostumbrarás. Pareces una jodida señorita. Me pregunto de dónde habrás salido.
—Eso quisiera saber yo.
—¿Aún no recuerdas nada?
—Nada en absoluto.
—Mejor para ti. –afirmó, encogiendo los hombros con indiferencia.
—¡Qué dices...! ¿A ti todo te da igual o es que aún no crees en mi amnesia?
—Lo he dicho por tu bien, muchacho. ¿Sabías que todo recuerdo del pasado no es más que una distorsión de la realidad?
—"Realidad o irrealidad sólo son simples términos para definir algo abstracto." ¿Recuerdas...?
—¡Claro! ¡Cómo no lo voy a recordar si procede de mi intelecto! –exclamó soltando una carcajada–. Ahora en serio, muchacho. Comprendo que desees saber tu identidad, pero el pasado sólo es una ilusión, el espejismo de una felicidad inexistente. El individuo tiende a evocar e idealizar vivencias pasadas que nada tienen de ideales. El presente es más auténtico y no se presta tanto a engaño. Hay que disfrutar del momento, ¿entiendes?
—Me inclino ante tu sabiduría –dije irónico.
—Búrlate lo que quieras, pero insisto en que cualquier período pretérito se presta a interpretaciones erróneas. El recuerdo está aliado con la ilusión para confundirnos.
—¡No me digas!  Bueno, sea como fuere, me interesa saber quién soy y de dónde procedo. ¿Y por qué no cambiamos de conversación? ¿Prometes no enfadarte si te hago una pregunta?
—No te molestes en hacerla. Ya sé por dónde van los tiros.
—Eres muy listo.
—No hace falta serlo para saber qué te tiene intrigado.
—Venga, Caronte, dime quiénes son los antroponíricos.
—Eres un pelma. Mira, te propongo un juego.
—¿Sí? ¿En qué consiste?
—En una adivinanza. A través de ella  obtendrás pistas para averiguar lo que deseas saber. Claro que eso será mañana, porque hoy ya es muy tarde.
—¡Socorro! ¿Pretendes martirizarme con otra de tus historias?
—El que algo quiere, algo le cuesta. Y ahora, a dormir. Buenas noches, muchacho.
—Eres un dictador, ¿lo sabías?
—Mañana lo discutimos –dijo con voz soñolienta.
Caronte se quedó dormido, y me dio envidia ver la placidez reflejada en su rostro. Tenía el pleno convencimiento de que me esperaba otra noche de vigilia, cara a cara con mis pensamientos y mis inquietudes. Pero casi al instante el sueño se apiadó de mí y me sumió en el mundo de la inconsciencia: El cansancio había logrado abatir al insomnio.

Continuará...
© María José Rubiera Álvarez

martes, 26 de agosto de 2014

Los antroponíricos (Caronte –cap. IV–)

Caronte rondaría los cuarenta, pero probablemente aparentara esa edad debido a la incipiente calvicie. Delgado y de estatura media, rubio, nariz aquilina, boca grande y labios finos que al cerrarse formaban una línea recta y en ocasiones se fruncían con gesto voluntarioso; mentón cuadrado que delataba a su poseedor como un ser independiente, de voluntad irreductible. Los ojos, de un acerado azul grisáceo, cuya penetrante mirada parecía bucear en lo más íntimo del pensamiento del interlocutor, eran el rasgo más destacado de aquel rostro anguloso y marmóreo, en el que empezaba a despuntar la barba. En definitiva un hombre corriente, uno más entre todos los que conforman la gran marea humana. Aunque resultara prematuro formarse un juicio sobre su personalidad, al margen de los defectos inherentes a todo ser humano, daba la impresión de ser una buena persona, amén de atento y agradable.
—¿Tienes hambre? –preguntó de súbito.
—No mucha.
—Yo sí. ¿Qué te parece si hacemos un alto para reponer fuerzas? Sígueme.

Saltó con agilidad el cercado de una pradería. Emulé su acción y buscamos acomodo bajo la sombra de un árbol. El manto herbáceo hizo las veces de mantel y sobre él dispuso con diligencia una hogaza de pan, queso y dos botellas de vino.

—Toma –dijo tendiéndome unas rebanadas de pan y queso.
—No, gracias, no tengo hambre.
—Venga, hombre, no te hagas de rogar. A saber cuánto hace que no ingieres alimento.
—La verdad es que no me acuerdo.
—¡Esto es el colmo! ¿Debo entender que te parece poca cosa lo que te ofrezco?
—No se lo tome como un desprecio, por favor. No quiero abusar de su amabilidad, eso es todo.
—Puedo entenderlo, pero entiende tú también que el orgullo no sirve de nada cuando se está en situaciones límite –y frunciendo el entrecejo–. Lo sé por experiencia.
—Le prometo que no es cuestión de orgullo.
—Déjalo ya, muchacho, y come tranquilo. ¡Y no me trates de usted, demonios!
—De acuerdo.
—¡Vamos a celebrar nuestro encuentro! ¿Te gusta el vino...?

Me pasó una de las botellas y acepté de buen grado: estaba helado de frío y necesitaba un estímulo que me hiciera entrar en calor. Pero apenas mis labios habían llegado a rozar el cristal cuando él interrumpió el gesto.

—No bebas, espera un segundo. Propongo un brindis.
—¿Por quién brindamos?
—Por la amistad. Y también por la Justicia.
—¿Crees que esa señora se merece un brindis?
—Sí –afirmó rotundo–. Tal vez los que la administran no sean del todo eficaces, pero siempre queda el recurso de hacerla triunfar por cuenta propia. Ya sabes: "ojo por ojo..."
—Eres drástico, Caronte.
–Tal vez lo sea –dijo echándose a reír–. Pero yo no lo he inventado.

Después de hacer un brindis por la amistad hicimos otro por la justicia. A continuación brindamos por la ley del talión, por Hammurabi y por la divina Shamash –que según dijo era asociada con la ley de la justicia en la antigua Babilonia–, incluso hicimos un brindis por él y por mí. Una primera botella dio paso a la segunda y continuamos bebiendo hasta apurar la última gota. Caronte se puso en pie y riéndose a carcajadas comenzó a bailar torpemente. Resultaba cómico y a la vez un poco triste ver a un hombre de apariencia tan seria hacer el ridículo.

—Menuda mona has pillado. Para, por favor, no vaya a ser que te estrelles –advertí.
—Estoy muuuy pero que muuuy alegre –dijo divertido, y cesando en sus evoluciones se sentó a mi lado, se quitó los zapatos y se tendió cuan largo era en la hierba–. ¡Uf, qué cansado me siento! –confesó con lengua estropajosa, como es habitual en los borrachos–. Hoy he recorrido un sinfín de quilómetros para presenciar el proceso. Lástima que lo suspendieran.
—A propósito del proceso, ¿quiénes son los antroponíricos? ¿Por qué inspiran tanto odio?
—Olvídalo.
—Pero... ¿qué ocurre con ellos? –pregunté de nuevo y quizá en circunstancias normales no lo hubiera hecho, pero creo que me permití el atrevimiento animado por la gran cantidad de alcohol que circulaba por mis venas.
–¡Te he dicho que lo olvides (...)!

Esta vez la respuesta fue tajante. Observé a hurtadillas el rostro taciturno, enrojecido por el exceso de alcohol: su alegría se había evaporado como por encanto. Las pupilas grisáceas se perdían en la lejanía y en su expresión aprecié una extraña mezcla de odio y miedo. Estaba claro que el simple hecho de mentar a los antroponíricos hería su fibra más sensible. Me pregunté quiénes serían y por qué Caronte eludía hablar de ellos, pero ahogué mi malsana curiosidad y me recriminé por querer ahondar en la intimidad ajena.
—Me has dicho que te llamas Adrian, ¿verdad? –preguntó rompiendo el embarazoso silencio.
—Sí... –afirmé, y supuse que había llegado la hora de las confidencias.
—Bien, Adrian, ¿qué te ha traído por estos lugares?
—Es largo de explicar.
—Yo no tengo prisa –aseguró soltando una carcajada–, ¿y tú?
—Tampoco.
—¿Eres un fugado de la justicia?
—No, por favor. ¿Qué le hace pensar semejante cosa?
—¡Coño, qué manía con el usted! –rezongó–.  ¿Qué quieres que piense cuando todo en ti resulta sospechoso...? No tienes aspecto de vagabundo y sin embargo estás hecho unos zorros.  No llevas equipaje, ni siquiera una mísera mochila. Además, tus ojos me dicen que estás asustado. Desahógate; pienso que te vendrá bien.
—No estoy asustado.
—¡Lo estás!
—Se equivoca.
—Lo estás. No se puede engañar a un viejo coyote, muchacho.
—Usted gana. Perdón..., tú ganas.
—¡Estaba seguro de ello! –exclamó triunfal.
—Pero no es lo que te imaginas –y en pocas palabras le expuse mi situación.
—¿No recuerdas absolutamente nada?
—Nada, salvo la noche pasada y el día de hoy.
—¿Dispones de alguna credencial? Te sería de gran ayuda verificar quién eres y de dónde procedes.
—Supongo que la amnesia me ha creado un estado de confusión ya que en ningún momento se me ocurrió reparar en ese detalle. Cabe suponer que he dejado la documentación en el coche. No lo sé... Estaba tan atolondrado cuando divisé las luces de la aldea...
—No debes preocuparte más. Dentro de un rato, cuando hayamos reposado la comida, te acompañaré hasta el lugar donde has dejado el vehículo. Ahora necesito dormir una siesta. A ti tampoco te vendría mal descansar un rato.
—Eres muy amable. Gracias.
Me tendí sobre la hierba, abatí los párpados y me dispuse a hacer caso de la sugerencia de Caronte. Pero después de dar vueltas sin cesar desistí del empeño. Él tampoco dormía –probablemente contagiado por mi desasosiego–, y con voz somnolienta dijo:
—Eres incapaz de pegar ojo, ¿eh? Seguro que tienes frío. Te voy a dejar un jersey.
—Te lo agradezco de veras. Espero poder pagarte algún día lo que estás haciendo por mí.
—Vamos... No te deprimas, muchacho.
—Es fácil dar consejos, pero es duro no saber quién eres ni de dónde vienes...
—Y eso qué –atajó elevando los hombros–. ¿Conoces a alguien que lo sepa?
—¡Vaya, Caronte! –exclamé malhumorado–. ¡No me refiero a la incógnita que desde hace siglos ha traído en jaque al hombre...!
—¡Frena el carro, muchacho! ¡Ya no me queda rastro de sueño (...)!
—De veras lo lamento.
—Más lo lamento yo.
—Disculpa mi malhumor. Sé que estoy un poco irascible. A veces me asalta la sensación de estar viviendo un episodio irreal, y eso me exaspera. Es una experiencia desconcertante, ¿sabes?
—¡Irrealidad o realidad: he aquí la cuestión! ¿Podrías delimitar ambos reinos? ¿Precisar dónde termina el uno y comienza el otro? No, ¿verdad?
—¡Qué tontería...! Aún debes de estar borracho.
—No es tan absurdo como te imaginas. Irrealidad o realidad no dejan de ser simples términos para definir algo abstracto y los vocablos, por mucho que se lo propongan, jamás lograrán materializar algo tan sutil. Además, las palabras no son dignas de respeto. ¡Te voy a contar una historia! Bueno... si tú me lo permites.
—Claro. Por mí puedes contar lo que se te antoje –concedí con amabilidad. Aunque en mi fuero interno me dije que debía armarme de paciencia pues daba por supuesto que Caronte, debido a la cantidad de alcohol ingerido, diría una memez.
Con aire ceremonioso comenzó la narración:
–Cuenta la leyenda que hace muchos milenios, cuando los humanos que poblaban la Tierra estaban en estado primitivo aún, nació el Pensamiento y le fue conferido el mayor privilegio que jamás pudiera soñar mortal alguno: la prerrogativa del libre albedrío. Amparado en esta potestad, siempre acompañado de su inseparable amiga, llamada Conciencia, inculcó a los humanos el valor de la igualdad, la libertad, la justicia y el respeto. Esta máxima se extendió como reguero de pólvora por todo el Planeta, siendo acatada como algo sublime durante miles y miles de años.  Pero hete aquí que con el transcurso de los siglos también vieron la luz el Egoísmo y la Ambición, y entonces el Pensamiento hubo de librar grandes batallas para no sucumbir ante tan poderosos rivales. Pasado el tiempo, la sociedad, siempre fluctuante y voluble, decidió abandonar los antiguos principios y seguir las nuevas corrientes y acordó que al Pensamiento debía imponérsele el estigma del silencio obligado. Fue entonces cuando nacieron los pérfidos vocablos. Y ni que decir tiene que a partir de ese instante comenzó el caos en el Mundo... Bien, ya hemos llegado al final de la historia. ¿Entiendes ahora por qué las palabras no son dignas de respeto?
—La historia es singular, pero yo diría que un tanto descabellada. Palabra y pensamiento forman tal simbiosis que el uno alimenta al otro y ambos se benefician mutuamente.
—¿Simbiosis...? Las palabras son subordinadas del pensamiento. Él es un ente superior y no necesita de ellas para subsistir. Aun confinado al rincón más oscuro de la mente, continúa siendo poderoso y libre: jamás estará supeditado a nada ni a nadie.
—El pensamiento también tiene sus limitaciones, Caronte.
—¿Cuáles, según tú? –preguntó retador.
—Las pasiones. Y sobremanera una que quizá sea la más fuerte y poderosa de todas: el odio. Sí, amigo, el odio es poderoso y el pensamiento sucumbe y se inclina ante él como las mieses ante la orden del viento. Además, las palabras son una fuente de extraordinaria riqueza.
—¿A qué riqueza aludes?
—¿No has oído hablar de la evolución, Caronte? ¿Acaso no es el tesoro más preciado de la humanidad? Pues las palabras han sido fundamentales para que se produjera ese milagro.
—¡Qué evolución ni qué (...)! ¡No me negarás que las palabras son dañinas: seducen, engañan, mienten, vilipendian, fingen, calumnian...!
—Por supuesto. Pero olvidas que también enamoran, miman, instruyen, comunican, expresan, divierten, aconsejan...
—¡Pasa de mí! –replicó airado–. ¡Las palabras son unas (...) mentirosas y sólo son benévolas con aquel que acata a ciegas todos los convencionalismos establecidos!
—Pues para qué las utilizas, si es que tanto las odias. Haz voto de silencio y en paz.
—En eso sí tienes razón –admitió pasando los dedos por la frente–. Pero no dudes que esa evolución maravillosa ha venido acompañada de una pérdida de valores fundamentales y ha conseguido estructurar una sociedad basada en una gran mentira colectiva. Más que evolución debería llamarse involución, pues de seguro nos conducirá a la Prehistoria.
No me atreví a seguir llevándole la contraria por miedo a que su enojo provocara una ruptura entre ambos. Quizá fuese un poco exaltado, pero resultaba un hombre entretenido y me encontraba cómodo en su compañía. Aunque yo recobrara la memoria, no había motivo para dejar de cultivar aquella amistad nacida de modo tan fortuito.
—De repente te has quedado muy callado, muchacho. No temas, no me parece mal que me lleven la contraria –dijo sonriente, como si hubiera leído mis pensamientos–. ¡Ea, ya va siendo hora de ir a buscar tu identidad!
Y cantando a dúo partimos en busca del coche. Mas fue tarea vana pues por más que rastreamos la carretera a lo largo de varios quilómetros no hallamos señales de él.
—¿No pretenderías quedarte conmigo...? –preguntó suspicaz.
—Te juro que no he mentido. ¿Qué iba a conseguir con ello?
—No lo sé. ¡Vaya papeleta!
—Tal vez lo hayan robado... –aventuré con timidez.
—¡Oh, sí! ¡Por qué no!
Estaba irritado y no le faltaba razón. Era lógico que pusiera en duda la historia que le había contado, puesto que lo insólito de la situación también resultaba inverosímil para mí. Desde el día anterior nada de lo acontecido tenía visos de realidad, más bien parecía fruto de una pesadilla. En algunos momentos me sorprendía a mí mismo expectante, como si de un momento a otro fuera a despertar de un horrible sueño. Fuera como fuese, Caronte se había portado bien conmigo y consideré que le debía una disculpa.
—Perdona. No era mi intención hacerte perder el tiempo.
—Déjate de pijadas –dijo con acritud–, el tiempo me pertenece. ¡Menudo dilema me has creado!  ¿Qué voy a hacer ahora contigo?
—No te preocupes por mí. Ya me las arreglaré.
—Ya te las arreglaras... –rezongó–. ¿Cómo?
—Aún no lo sé. Tengo que pensarlo.
—¡Anda, vamos! ¿Crees que voy a dejarte aquí tirado? ¿Por quién me tomas?
—Es preferible que sigas tu camino en solitario. No quiero ser un estorbo para ti.
—¡No soy hombre de cumplidos, Adrian! Te ofrezco mi ayuda por última vez –y con voz áspera–, tómala o déjala según te convenga –y con éstas me volvió la espalda y se fue carretera abajo.
Al principio me mantuve a distancia; pero al cabo de un rato me situé a su lado e inicié una conversación, deseoso de romper el hielo.
—No te enfades conmigo, por favor. ¿Ya se te pasó la borrachera...? A mí sí, pero no debí beber tanto vino. Me encuentro fatal. Tengo una resaca de muerte.
—¡No siento pena alguna por ti!
—Tu amabilidad me conmueve.
—¡Es más de lo que mereces (...)! –atajó con sequedad.
—¿Por qué dices tantas palabrotas, Caronte? Son innecesarias para el entendimiento.
—Yo soy como soy, y es tu problema si no te gusta mi forma de ser. Y puestos ya, vamos a dejar las cosas claras: No acostumbro lamentar mi suerte, a pesar de ser un vagabundo. Tengo mis manías y no permito que nadie se inmiscuya en mi vida, a menos que yo de permiso para hacerlo. Detesto la falsedad y aborrezco las lisonjas. Ah, y aún queda otra cuestión por aclarar: No sé cuánto tiempo permaneceremos juntos, pero te pido como condición que ante todo utilices la sinceridad. No imaginas cuánto me (...) la gente que va por la vida simulando lo que no es.
—De acuerdo. Lo tendré en cuenta.
—Bien, entonces no hay más que hablar –aseguró dando por finalizada la conversación. Y a partir de ese momento guardó un silencio hostil.
Yo no sabía en qué lugar estábamos ni hacia dónde nos encaminábamos; pero no me atreví a formular preguntas al respecto, pues el semblante adusto de mi compañero indicaba que no era el momento más adecuado para interrumpir sus cavilaciones. Así que, acompasé mi paso al suyo y sin formular palabra me dejé guiar por él.
La claridad diurna se fue difuminando y pronto cedió el paso a la oscuridad total. La noche se cernió sobre el paisaje y apenas si lográbamos distinguir dónde situábamos los pies. La linterna que la noche antes me había iluminado el camino había quedado olvidada en la aldea, entre el heno del cobertizo. Dado que ni siquiera podíamos contar con la claridad de las estrellas, pues el cielo estaba encapotado y la nubosidad imposibilitaba que se filtrase el más mínimo fulgor, Caronte decidió dar por finalizada la jornada de aquel día. Utilizando como abrigo unos troncos muertos nos dispusimos a pasar las próximas horas al raso, tendidos sobre la húmeda hierba.
Él no tardó en entregarse al sueño. Pero yo me sentía bastante deprimido y velé hasta altas horas de la madrugada: me inquietaba el futuro, y también el pasado relegado en la oscuridad de mi memoria.
© María José Rubiera Álvarez

jueves, 5 de junio de 2014

Los antroponíricos (Caronte – cap. III –

Acceder a la fortaleza resultaba un tanto peculiar para el visitante primerizo.
Unos colosales portalones daban paso a una antesala que a su vez comunicaba con el claustro de un cenobio, siendo éste de construcción posterior a la fachendosa mole. Las puertas de la sala capitular permanecían abiertas, y me acerqué para observar el interior: en las desconchadas paredes aún se podían apreciar unos deteriorados murales en cuyos motivos se alternaba lo sacro y lo pagano, formando una curiosa y extraña combinación. Al final de las arcadas de la galería claustral, a pleno aire libre, principiaban las escaleras de piedra que conducían al castillo. Tenía su asentamiento sobre una superficie rocosa y elevada, y calculé que la distancia que mediaba entre él y yo rondaría los mil metros de altitud.
Inicié el ascenso de los tortuosos escalones. Después de superar tan denodado esfuerzo abordé el puente levadizo, crucé un pasaje sumido en la penumbra y llegué al patio de armas. Unos cañones del siglo XVIII, colocados de forma estratégica, me hicieron pensar que en épocas postreras el castillo había sido ocupado con fines militares. La arquitectura databa del medievo y algunos de los torreones buhardas se habían desmoronado, así como también la capilla y varias almenas. Pero las demás dependencias se conservaban en buen estado y denotaban el esplendor del que habían sido dotadas en tiempos de noble poderío.
No tardó en llegar a mis oídos el eco de un griterío mitigado por la distancia, pero que fue cobrando intensidad a medida que me iba acercando al lugar de su procedencia. Dejándome guiar por la cada vez más nítida algarabía accedí a la torre del homenaje donde se hallaban congregadas numerosas personas. Era tal la afluencia de gente que deduje que no sólo los lugareños sino también los foráneos habían acudido al lugar para presenciar el evento. En la atmósfera se hacía tangible la furia contenida. La muchedumbre aguardaba inquieta y hablaba entre sí a gritos y atropelladamente y, de cuando en cuando, se elevaba un clamor de impaciencia. De pronto se originó una algarada ante la aparición de algo o alguien a quien yo no podía ver dada mi posición en el último lugar. No disponía de suficiente visibilidad para observar qué o quién provocaba la exaltación. Aguijoneado por la curiosidad, a pesar de las protestas, me abrí paso hasta llegar a las primeras filas.
Se celebraba un juicio público. Siete venerables ancianos, ataviados con túnicas moradas, presidían el estrado. A escasa distancia de la mesa del tribunal se había dispuesto una tarima donde una mujer, joven y bonita aún, permanecía en pie mientras era sometida a interrogatorio. Entre balbuceos y lágrimas la rea exponía su alegato. Pero no pude oír qué argumentaba pues sus palabras eran ahogadas por los gritos enardecidos del vulgo, que no dejaba de increpar a la acusada a pesar de las repetidas llamadas al orden. "¡Orden! ¡Silencio! ¡He dicho silencio!", exhortaba el más anciano de los componentes del consejo con voz grave y severa. "Estamos aquí reunidos para juzgar si esta mujer es culpable o inocente del delito que se le imputa. A la encausada le asiste el derecho de realizar las alegaciones que sean pertinentes para su defensa. Sólo después de haber oído sus razonamientos se os tolerará, ciudadanos, emitir veredicto al respecto", puntualizó el venerable. Pero lejos de acatar las sabias palabras los ánimos del populacho se sublevaron aún más. "¡Muerte a la antroponírica! ¡La maldad debe ser castigada con la máxima pena!", gritó la muchedumbre apiñándose contra el vallado que servía de contención.
Entonces acaeció un hecho insólito: la bestia desatada surgió de las entrañas de hombres y mujeres. Dando rienda suelta a sus instintos primigenios, en una apología de la irracionalidad, la horda salvaje saltó la empalizada, dispuesta a llevar a cabo un linchamiento. Y aquellos que quedaron tras la valla secundaron la locura gritando, empujando, arrastrando todo cuanto se interponía en su camino. De no ser por la rápida intervención de las fuerzas del orden, la mujer habría sucumbido a manos de aquellos bárbaros. Los salvajes fueron reducidos, y los jueces suspendieron la vista y abandonaron el foro entre insultos y murmullos de desaprobación.
Poco a poco el gentío se fue dispersando. Pero yo continué allí, incapaz de asimilar como cierto todo lo visto y oído. De repente una nube sanguinolenta cegó mis ojos, cielo y tierra parecieron girar a mi alrededor, sentí náuseas y vomité repetidas veces.
–¿Te encuentras mal, muchacho? –preguntó una voz masculina.
–No, no... Estoy bien. Gracias.
–Parece que no tienes buen aspecto –aseguró el hombre.
–Ya me encuentro mucho mejor. De todos modos, gracias por su interés.
–No se merecen, muchacho. Me llamo Caronte –dijo el desconocido alargando su diestra.
–Yo soy Adrian.
El nombre surgió de mis labios inesperadamente, y quedé tan confundido por la revelación que ignoré la mano extendida del extraño. Pero éste interpretó el gesto a su modo.
–Veo que aún te sientes afectado por el incidente.
–Así es. Me pregunto cómo unos seres, que se llaman a sí mismos humanos, pueden actuar de forma tan primitiva. No sé qué delito habrá cometido esa mujer pero, aun suponiendo que sea una homicida, tiene derecho a un juicio justo. ¿Se puede esperar un veredicto imparcial cuando se ha decidido con antelación la culpabilidad del reo...?
–No te rompas la cabeza. Las cosas son como son. Punto. Este sistema procesal proviene de antiguas civilizaciones. Es democrático, ¿no crees?
–¡Democrático...! –exclamé extrañándome de la aseveración hecha por el desconocido–. ¡Por el amor de Cristo! Sólo al Altísimo le concierne el derecho de juzgar quién debe morir.
–No en lo referente a los antroponíricos.
–¿Quiénes son los antroponíricos? ¿Por qué Dios les ha de volver la espalda? ¿Acaso es una secta dedicada al culto de Satán?
–No es una secta –negó categórico.
–¿Quiénes son para merecer tan horrendo castigo?
–Déjalo ya, muchacho, no lo hagas una cuestión personal. ¡Haces demasiadas preguntas, compadre! –amonestó agitando el índice.
–Disculpe el atrevimiento.
–No tiene importancia. Bueno, creo que ya es hora de irse. Aquí ya no pintamos nada. Por cierto, ¿eres del pueblo o estás de paso?
–Estoy de paso. ¿Y usted?
–También –afirmó, y con ojos escrutadores me examinó de arriba abajo–. Tal vez nuestros caminos vayan parejos.
–Es posible –respondí evasivo.
–¿Adónde te diriges?
–Aún no lo he decidido.
–¡Vaya! Eres un trotamundos ¿eh? Bienvenido al club –y esbozando una taimada sonrisa me golpeó el bíceps con el puño.
Yo no desmentí ni afirmé la conjetura, sólo me limité a sonreír.
–Oye, estoy pensando...  Puesto que somos colegas, ¿qué opinas de hacer juntos el camino?
–No sé. Es que...
Sopesé la propuesta de aquel tipo y me dije que nada tenía que perder. Al menos no me encontraría tan solo mientras perdurase el periodo amnésico que cabía suponer no tardaría en remitir, pues parecía un buen augurio el hecho de haber recordado mi nombre.
–¿No te parece buena idea? –preguntó al ver que se hacía esperar mi respuesta–. Igual tenías otros planes... No te preocupes. Si es así, puedo entenderlo.
–No. Simplemente me ha pillado por sorpresa. Acepto la proposición. Creo que resultará agradable tener un compañero de viaje.
–¡Bien hablado! Ea, ya es hora de iniciar la marcha –dijo, echándose al hombro una bolsa que hasta entonces había permanecido depositada en el suelo–. Veo que vas ligero de equipaje –observó, y con un leve movimiento de cabeza me invitó a seguirlo.
No supe qué responder y caminé a su lado en silencio. Él inició una conversación trivial sobre el tiempo y esas cosas de las que suelen hablar las personas que no se han visto en la vida y que un día, por mera casualidad, coinciden en algún sitio. Era buen conversador, y dejé que el peso del diálogo recayera sobre él. Tan sólo de cuando en cuando me permití expresar alguna que otra frase. Aunque más bien me limité a escuchar y a examinar su fisonomía.

© María José Rubiera Álvarez

  

viernes, 9 de mayo de 2014

Los antroponíricos (Caronte – cap. II)

Los débiles rayos solares se filtraron a través de las rendijas de la madera, y mis párpados se abrieron perezosos.
Las pasadas horas nocturnas se proyectaron en mi pensamiento en una sucesión de imágenes ininterrumpidas. Pero mis recuerdos se limitaron a recrear aquel breve y reciente transcurso de tiempo: continuaba siendo un ente sin memoria. Estiré los miembros entumecidos y salí al exterior, donde aún se apreciaban restos de la escarcha caída durante la noche. La claridad diurna delataba mi aspecto desaliñado, mi indumentaria sucia y arrugada. Atusé el cabello, sacudí las briznas de heno adheridas a la ropa y me aventuré por las rúas empedradas: las viviendas permanecían con las puertas cerradas y los postigos echados. Consideré inoportuno molestar a los lugareños puesto que aún era hora temprana, a juzgar por la posición del sol, y decidí aplazar hasta más tarde la demanda de auxilio.
La aldea se hallaba circundada por una muralla teñida de gris pizarroso. El murallón estaba dotado de numerosas atalayas desde las que se dominaba la extensa cordillera, con sus ondulaciones y relieves. También se divisaba un hermoso valle y algún que otro caserío aislado que, a efectos visuales, debido a la distancia, bien podría confundirse con la obra de algún liliputiense. Las casas, de construcción antiquísima, se agrupaban en torno a una iglesia de origen gótico cuya cúpula elevada enviaba preces al cielo. La estrechez de las rúas empedradas casi permitía que los vecinos de ambos lados de la calle pudieran fundirse en un abrazo con sólo asomarse a los ventanucos. Las reminiscencias del pasado estaban latentes en cada piedra. Pero lo más notorio del lugar era un castillo que se erigía desafiante sobre la escarpada cumbre montañosa.
Durante mi recorrido por las callejuelas no tropecé con persona alguna. El silencio, sólo alterado por algún que otro inquilino de porquerizas y corrales, había sido en todo momento la tónica dominante. No dejó de causarme cierta extrañeza, dado que de todos es sabido lo madrugadora que es la gente que se ocupa en las faenas agrícolas. Aunque me alegró que así fuera, pues me apetecía asearme un poco antes de presentarles mis respetos a los aldeanos.
Y con este propósito me aventuré por un sendero en busca de una fuente, o un riachuelo donde pudiera llevar a cabo mis abluciones. No tardé en sentir el canto murmurante de un río, y aproximándome a su orilla chapoteé un buen rato en las gélidas aguas. Después de aseado, mi aspecto adquirió notable mejoría; pero temiendo que aún fuera temprano para molestar a los campesinos, continué el paseo por la vereda, bordeando el curso fluvial.
El milagro de la primavera recién estrenada hacía que los avellanos, alisos y abedules exhibieran sus inflorescencias ambarinas, recreadas por el espejo verde y cristalino de los remansos. Pronto el camino se hizo más pedregoso y empinado por momentos, y la vereda dio paso a un desfiladero umbrío y angosto, donde en algunos tramos apenas si cabía el cuerpo de un hombre. El río discurría ahora varios metros por debajo de la garganta, regando el fondo de un barranco, y acogía en su seno el agua de los torrentes que se catapultaban estrepitosos desde las cumbres montañosas, contribuyendo a la formación de helechos, musgos y líquenes. Coronando los colosales picos riscosos, el cielo lucía su azul aterciopelado.
Tuve la vívida sensación de que el génesis se había hecho verbo en aquel paraje; porque todo en él hablaba de ancestros, en un lenguaje mudo pero inteligible para quien supiera interpretar lo arcano. En una pérdida absoluta de la noción de la realidad, el presente se me convirtió en una quimera diluida en el pretérito y asistí a mi propio nacimiento, pero no como hombre sino como larva y viví los posteriores estadios de metamorfosis hasta culminar en ser humano. La experiencia metafísica, percibida apenas escasos segundos, me hizo pensar que la privación de memoria y la soledad me estaban haciendo muy vulnerable, y decidí dar por terminada la excursión y volver sobre mis pasos. Ya de nuevo en la aldea me encontré con un hombre de edad avanzada solazándose en el atrio de un corral. Era un viejo de piel apergaminada. Las orejas, peludas y enormes, le sobresalían de una boina calada hasta las cejas. Tenía la barbilla hundida en el pecho, y observaba ensimismado las evoluciones de una vara de avellano que giraba a impulsos de su mano temblorosa. Al apercibirse de mi presencia elevó la cabeza con gesto ausente. Pero no respondió al saludo que le dirigí y sus pupilas lacrimosas, veladas por las cataratas, volvieron a centrarse en el pasatiempo.
—¿Podría avisar de mi presencia a su familia, señor? –pregunté con voz pausada.
—Famiiilia..., famiiilia..., famiiilia... –dijo tartamudeando–. ¡Ah, sí, ya me acuerdo! Te refieres a los hijos, ¿verdad?
—En efecto. ¿Sería tan amable de hacerme ese favor?
—No están.
Negó con la cabeza, y haciéndose a un lado en el banco que ocupaba con un ademán me indicó que tomara asiento.
—Están allí –afirmó enarbolando el palo y señalando en dirección al castillo–. A mí también me hubiera gustado ir a verlo.
—¿Ver qué, abuelo?
—Eso... No me acuerdo cómo se llama –y con voz quejumbrosa–. Todo el pueblo ha ido a verlo, ¿sabes? Pero los muy cabrones no me han querido llevar. Me han dejado aquí, tirado como si fuera un perro –se lamentó.
—¡Cuánto lo siento! Pero no se apene, por favor.
—Para ellos no soy más que un trasto viejo.
—No diga eso, seguro que le quieren mucho.
—No, no... Son muy malos conmigo, si no ¿por qué no me llevaron a verlo?
–Quizá pensaron que sería lo mejor para usted.
—Pues yo quería ir a verlo –porfió con terquedad.
—¿Por que es tan importante para usted, abuelo?
—¡Porque es un monstruo! –exclamó con voz apenas audible.
—¿De veras? –y no pude menos que reír la ocurrencia, aunque era evidente que no controlaba muy bien sus facultades mentales.
–No te rías, no. ¡Como hay Dios, que es verdad! –aseguró, y en voz baja me susurró al oído–: Si me prometes no decírselo a nadie te contaré un secreto.
—Se lo juro –afirmé siguiéndole la corriente.
—Verá usted... El caso es que todos creen que estoy mal de la cabeza, pero me hago pasar por chiflado porque me conviene. ¿A usted le parece que estoy turulato?
—No, en absoluto. Si acaso un poco despistadillo, pero eso es propio de la edad. ¿Cuántos años tiene, abuelo?
—¡Ja! ¡A ti qué te importa! ¿Cuántos me echas? ¡Jesús...! ¡Mira! ¡El oso ha vuelto! –exclamó de pronto con los ojos a punto de salirse de las órbitas. Y en su desvarío, tomando por un oso lo que no era más que un montón de leña, se puso en pie sobre sus piernas temblorosas.
—¡Esta vez no se me escapa! ¡Pronto, tráeme la escopeta!
—Vamos, abuelo, tranquilícese. El oso ya se ha marchado.
—¡Te digo que aún está ahí! –exclamó frenético.
De pronto clavó sus pupilas en las mías y preguntó:
—¿Qué haces aquí...? ¿Eres mi nieto...? Que Dios te proteja de los malos espíritus.
Aquel guiñapo desdentado, frágil y decrépito, que otrora había sido un hombre, se persignó repetidas veces y comenzó a decir palabras sin ilación ni sentido. Al cabo de unos minutos tomó asiento de nuevo y, sumergido en ese mundo tan particular llamado Demencia, volvió a ensimismarse en el juego interrumpido por mi llegada.
Abandoné la compañía del infeliz anciano, pensando en cuánta indefensión acecha al hombre a pesar de sus delirios de grandeza y su obstinación en considerarse el centro del universo. Y me dispuse a llevar a cabo, de una vez por todas, el propósito que me había guiado hasta la aldea. Pero pronto me percaté de que no todo lo dicho por el anciano había sido fruto de una fabulación, que algo había de cierto en cuanto a la concentración de los aldeanos en el castillo, pues las desiertas callejuelas corroboraban sus palabras.
A pesar del poco crédito que me inspiraba el pobre senil, la curiosidad me impulsó a tomar aquella dirección.
© María José Rubiera Álvarez