jueves, 5 de junio de 2014

Los antroponíricos (Caronte – cap. III –

Acceder a la fortaleza resultaba un tanto peculiar para el visitante primerizo.
Unos colosales portalones daban paso a una antesala que a su vez comunicaba con el claustro de un cenobio, siendo éste de construcción posterior a la fachendosa mole. Las puertas de la sala capitular permanecían abiertas, y me acerqué para observar el interior: en las desconchadas paredes aún se podían apreciar unos deteriorados murales en cuyos motivos se alternaba lo sacro y lo pagano, formando una curiosa y extraña combinación. Al final de las arcadas de la galería claustral, a pleno aire libre, principiaban las escaleras de piedra que conducían al castillo. Tenía su asentamiento sobre una superficie rocosa y elevada, y calculé que la distancia que mediaba entre él y yo rondaría los mil metros de altitud.
Inicié el ascenso de los tortuosos escalones. Después de superar tan denodado esfuerzo abordé el puente levadizo, crucé un pasaje sumido en la penumbra y llegué al patio de armas. Unos cañones del siglo XVIII, colocados de forma estratégica, me hicieron pensar que en épocas postreras el castillo había sido ocupado con fines militares. La arquitectura databa del medievo y algunos de los torreones buhardas se habían desmoronado, así como también la capilla y varias almenas. Pero las demás dependencias se conservaban en buen estado y denotaban el esplendor del que habían sido dotadas en tiempos de noble poderío.
No tardó en llegar a mis oídos el eco de un griterío mitigado por la distancia, pero que fue cobrando intensidad a medida que me iba acercando al lugar de su procedencia. Dejándome guiar por la cada vez más nítida algarabía accedí a la torre del homenaje donde se hallaban congregadas numerosas personas. Era tal la afluencia de gente que deduje que no sólo los lugareños sino también los foráneos habían acudido al lugar para presenciar el evento. En la atmósfera se hacía tangible la furia contenida. La muchedumbre aguardaba inquieta y hablaba entre sí a gritos y atropelladamente y, de cuando en cuando, se elevaba un clamor de impaciencia. De pronto se originó una algarada ante la aparición de algo o alguien a quien yo no podía ver dada mi posición en el último lugar. No disponía de suficiente visibilidad para observar qué o quién provocaba la exaltación. Aguijoneado por la curiosidad, a pesar de las protestas, me abrí paso hasta llegar a las primeras filas.
Se celebraba un juicio público. Siete venerables ancianos, ataviados con túnicas moradas, presidían el estrado. A escasa distancia de la mesa del tribunal se había dispuesto una tarima donde una mujer, joven y bonita aún, permanecía en pie mientras era sometida a interrogatorio. Entre balbuceos y lágrimas la rea exponía su alegato. Pero no pude oír qué argumentaba pues sus palabras eran ahogadas por los gritos enardecidos del vulgo, que no dejaba de increpar a la acusada a pesar de las repetidas llamadas al orden. "¡Orden! ¡Silencio! ¡He dicho silencio!", exhortaba el más anciano de los componentes del consejo con voz grave y severa. "Estamos aquí reunidos para juzgar si esta mujer es culpable o inocente del delito que se le imputa. A la encausada le asiste el derecho de realizar las alegaciones que sean pertinentes para su defensa. Sólo después de haber oído sus razonamientos se os tolerará, ciudadanos, emitir veredicto al respecto", puntualizó el venerable. Pero lejos de acatar las sabias palabras los ánimos del populacho se sublevaron aún más. "¡Muerte a la antroponírica! ¡La maldad debe ser castigada con la máxima pena!", gritó la muchedumbre apiñándose contra el vallado que servía de contención.
Entonces acaeció un hecho insólito: la bestia desatada surgió de las entrañas de hombres y mujeres. Dando rienda suelta a sus instintos primigenios, en una apología de la irracionalidad, la horda salvaje saltó la empalizada, dispuesta a llevar a cabo un linchamiento. Y aquellos que quedaron tras la valla secundaron la locura gritando, empujando, arrastrando todo cuanto se interponía en su camino. De no ser por la rápida intervención de las fuerzas del orden, la mujer habría sucumbido a manos de aquellos bárbaros. Los salvajes fueron reducidos, y los jueces suspendieron la vista y abandonaron el foro entre insultos y murmullos de desaprobación.
Poco a poco el gentío se fue dispersando. Pero yo continué allí, incapaz de asimilar como cierto todo lo visto y oído. De repente una nube sanguinolenta cegó mis ojos, cielo y tierra parecieron girar a mi alrededor, sentí náuseas y vomité repetidas veces.
–¿Te encuentras mal, muchacho? –preguntó una voz masculina.
–No, no... Estoy bien. Gracias.
–Parece que no tienes buen aspecto –aseguró el hombre.
–Ya me encuentro mucho mejor. De todos modos, gracias por su interés.
–No se merecen, muchacho. Me llamo Caronte –dijo el desconocido alargando su diestra.
–Yo soy Adrian.
El nombre surgió de mis labios inesperadamente, y quedé tan confundido por la revelación que ignoré la mano extendida del extraño. Pero éste interpretó el gesto a su modo.
–Veo que aún te sientes afectado por el incidente.
–Así es. Me pregunto cómo unos seres, que se llaman a sí mismos humanos, pueden actuar de forma tan primitiva. No sé qué delito habrá cometido esa mujer pero, aun suponiendo que sea una homicida, tiene derecho a un juicio justo. ¿Se puede esperar un veredicto imparcial cuando se ha decidido con antelación la culpabilidad del reo...?
–No te rompas la cabeza. Las cosas son como son. Punto. Este sistema procesal proviene de antiguas civilizaciones. Es democrático, ¿no crees?
–¡Democrático...! –exclamé extrañándome de la aseveración hecha por el desconocido–. ¡Por el amor de Cristo! Sólo al Altísimo le concierne el derecho de juzgar quién debe morir.
–No en lo referente a los antroponíricos.
–¿Quiénes son los antroponíricos? ¿Por qué Dios les ha de volver la espalda? ¿Acaso es una secta dedicada al culto de Satán?
–No es una secta –negó categórico.
–¿Quiénes son para merecer tan horrendo castigo?
–Déjalo ya, muchacho, no lo hagas una cuestión personal. ¡Haces demasiadas preguntas, compadre! –amonestó agitando el índice.
–Disculpe el atrevimiento.
–No tiene importancia. Bueno, creo que ya es hora de irse. Aquí ya no pintamos nada. Por cierto, ¿eres del pueblo o estás de paso?
–Estoy de paso. ¿Y usted?
–También –afirmó, y con ojos escrutadores me examinó de arriba abajo–. Tal vez nuestros caminos vayan parejos.
–Es posible –respondí evasivo.
–¿Adónde te diriges?
–Aún no lo he decidido.
–¡Vaya! Eres un trotamundos ¿eh? Bienvenido al club –y esbozando una taimada sonrisa me golpeó el bíceps con el puño.
Yo no desmentí ni afirmé la conjetura, sólo me limité a sonreír.
–Oye, estoy pensando...  Puesto que somos colegas, ¿qué opinas de hacer juntos el camino?
–No sé. Es que...
Sopesé la propuesta de aquel tipo y me dije que nada tenía que perder. Al menos no me encontraría tan solo mientras perdurase el periodo amnésico que cabía suponer no tardaría en remitir, pues parecía un buen augurio el hecho de haber recordado mi nombre.
–¿No te parece buena idea? –preguntó al ver que se hacía esperar mi respuesta–. Igual tenías otros planes... No te preocupes. Si es así, puedo entenderlo.
–No. Simplemente me ha pillado por sorpresa. Acepto la proposición. Creo que resultará agradable tener un compañero de viaje.
–¡Bien hablado! Ea, ya es hora de iniciar la marcha –dijo, echándose al hombro una bolsa que hasta entonces había permanecido depositada en el suelo–. Veo que vas ligero de equipaje –observó, y con un leve movimiento de cabeza me invitó a seguirlo.
No supe qué responder y caminé a su lado en silencio. Él inició una conversación trivial sobre el tiempo y esas cosas de las que suelen hablar las personas que no se han visto en la vida y que un día, por mera casualidad, coinciden en algún sitio. Era buen conversador, y dejé que el peso del diálogo recayera sobre él. Tan sólo de cuando en cuando me permití expresar alguna que otra frase. Aunque más bien me limité a escuchar y a examinar su fisonomía.

© María José Rubiera Álvarez

  

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