lunes, 16 de febrero de 2015

Caronte –cap. VI–

Los días pasaron raudos y transcurrió una semana: siete días recorriendo el valle, trabajando a cambio de manutención y cama. Siete días en compañía de Caronte... Siete días sin memoria.
Una mañana, cansado ya de la vida campesina, Caronte me propuso abandonar los verdes prados y las fértiles vegas. Y sin pensárnoslo dos veces pusimos rumbo a la civilización. De camino a la ciudad hablamos de mi amnesia y qué hacer para averiguar mi identidad. Después de barajar varias posibilidades nos quedamos con la que parecía más apropiada: recurrir a la policía. Me sentía contento y creo que Caronte también se alegraba por mí, a pesar de que ambos intuíamos que una vez recuperada la memoria nuestra relación corría el riesgo de resquebrajarse. Me había acostumbrado a la labilidad de su carácter y a sus exabruptos y la posibilidad de separarnos era lo único que empañaba un poco mi alegría, pues tenía la sensación de llevar conviviendo con él toda una eternidad.
Al filo de la anochecida pisábamos el asfalto de la urbe. Y me sentí inquieto y perdido entre todo aquel conglomerado de calles, tiendas, rótulos luminosos, transeúntes y vehículos rodando. Una sensación angustiosa invadió mi espíritu y tuve que dominarme para evitar echar a correr.
—¿Qué te ocurre, muchacho? –preguntó Caronte, al observar mi frente perlada de sudor.
—Nada. Tengo calor, eso es todo –mentí. Y pensé con rapidez una excusa que resultara convincente, pues de seguro no se tragaría el embuste.
—¿Calor...? ¡Anda ya! ¿Por qué mientes? Venga, dime de una [...] vez qué te pasa.
—¡Es verdad que tengo calor! Hombre... también es cierto que estoy un poco preocupado. Aquí no debe de resultar fácil encontrar trabajo.
—Si es por eso, relájate y déjalo de mi cuenta. Además, en caso extremo, echaremos mano de los ahorros para comer.
—¿Ahorros? Querrás decir del producto del robo. ¿Y dónde dormiremos?
Su rostro permaneció inalterable ante el comentario del hurto, y respondió con sorna:
—No debes inquietarte por algo tan fútil. ¿No sabes que en todas las ciudades hay jardines y puentes que sirven de alojamiento a los parias?
—Menudo consuelo.
—¡Ya está bien de tocarme los [...], Adrian! ¡Y deja de lamentarte de una [...] vez!
Cruzó de acera, murmurando entre dientes. Y tuve que correr  si quise darle alcance.
—¿Adónde vamos, Caronte? –pregunté al cabo de un tiempo, harto ya de seguirle el paso.
—A procurarnos la manduca –respondió, y con aire risueño reposó su brazo en mi hombro. Me dije que sería mejor pasar por alto sus impertinencias y adoptar una actitud desenfadada.
Sin duda se sabía toda una serie de argucias para buscarse la vida. Averiguó dónde estaba ubicada la Oficina del Transeúnte, y allí nos encaminamos para obtener unos vales que nos permitieran cenar gratis. Una vez satisfecho el apetito, nos dirigimos a un barrio de la periferia y nos permitimos el dispendio de alquilar una habitación donde pasar la noche. Caronte me advirtió que no hablara más de la cuenta pues como yo carecía de documentación, dependiendo de lo honesto que fuese el dueño del hostal igual se negaba a darnos cobijo. Mientras Caronte se encargaba del pago y de firmar en el libro de registros, yo me adelanté y subí a la habitación. El dormitorio, ubicado en la segunda planta del inmueble, modesto pero limpio constaba de dos camas, una mesilla de noche y un ropero. Me agradó ver que también disponía de un aseo con ducha. Me desvestí y permanecí un buen rato bajo el agua, tonificando mi cuerpo y mi espíritu. Cuando salí del aseo, Caronte aguardaba su turno.

—Al fin puedo saborear las delicias de una cama decente –dije, cubriéndome con las sábanas.
—¡Caray con el sibarita...! ¡Luego le hacías ascos al dinero!
—No quiero entrar en ese tema, ¿sabes?
—Entonces, ¿de qué quiere hablar el "señor"?
—Ahora lo único que quiero es que te laves. Apestas, Caronte.
—¿Sabías que la mierda quita el frío?

Cerró la puerta del aseo y añadió alguna frase más. Segundos después se oyó el ruido del agua al caer y los gorgoritos de su garganta, que pretendían ser canción. Cuando reapareció en la habitación, no parecía el mismo hombre. Hasta el pelo de la barba, greñudo y sucio con anterioridad, se le veía más rubio.

—¡Vaya...! Después de aseado ya no pareces tan feo –dije.
—¿Feo yo? Sabrás que en mis buenos tiempos traía a muchas damas de calle.
—¿Te has enamorado alguna vez? –pregunté, y seguro eludiría la respuesta: siempre se iba por las ramas cuando yo trataba de ahondar en su vida privada.
—¿Qué decirte al respecto...? El amor no existe, muchacho. Como diría Schopenhauer: "No es sino el instinto primitivo que da lugar a la perpetuación de la especie..."
—Habrá que aceptarlo como cierto, puesto que proviene de tan eminente filósofo. En verdad fue un hombre dotado de gran inteligencia, cualidad que admiro.
—Sí. Aunque quizá no te hayas parado a pensar en las desventajas que conlleva tal atributo.
—¡Por favor...! La inteligencia es un don maravilloso.
—No lo discuto. Pero la Naturaleza dotó al hombre con una exclusividad que lo hace sentirse alienígena ante el resto de las especies. Aun más, al saberse fuera de contexto se esfuerza demasiado en entender lo ininteligible y acaba perdiendo la razón.
—¿Piensas que la inteligencia es un lastre que por fuerza ha de conducir a la locura? ¿No te parece una idea disparatada?
—En absoluto. El Homo sapiens es el único ser viviente que tiene un puesto reservado en el Gran Manicomio Colectivo del Orbe. ¿Hará falta preguntarse por qué...?
—Me deprimes, Caronte. Eres un hombre muy complejo y retorcido. No sigamos con el tema, por favor.
—De acuerdo. Por mí puedes volver la espalda a lo evidente si eso te hace sentir mejor.
—¿De qué sirve corroerse con cuestiones tan complicadas?
—Tienes razón —consintió y subiendo el embozo de la sábana se cubrió hasta la cabeza.

Segundos después, sus ronquidos se extendían por la habitación. Yo aún no tenía sueño y decidí tomar un poco el aire. La ventana del dormitorio daba a un patio de luces con olor a coles hervidas, a sudor, a lágrimas, a orina, a sexo comprado... A pobreza humillante. Se podía intuir que tras los muros de los edificios colindantes se ocultaba un largo historial de penurias, privaciones, renuncias, pesadumbres, incertidumbre, dolor y desencanto. Y no queriendo ser por más tiempo mudo espectador de tanta miseria me dispuse a cerrar la ventana y correr la cortina. Pero antes elevé la mirada al firmamento: un lucero brillaba por encima de los tejados. Le pregunté si sabía del paradero de mi memoria y me respondió con un guiño burlesco.
El día siguiente cayó en domingo y lo dedicamos a recorrer la ciudad, que sin ser en exceso populosa gozaba de numerosos atractivos para el visitante: teatros, cines, museos, discotecas... Y un gran parque de atracciones, en el que nos pasamos varias horas. Llegada la medianoche nos fuimos a unos hermosos jardines engalanados con innumerables farolillos, que proporcionaban al ambiente un aire alegre y multicolor. La fragancia que exhalaban los parterres sembrados de anémonas, camelias, magnolias, tamariscos... resultaba embriagadora. Infinidad de personas charlaban animadamente. Los niños retozaban gozosos en torno a sus padres o abuelos. Sobre la plataforma de un quiosco se hallaban los componentes de la Banda Municipal, interpretando variadas melodías. Mujeres y hombres se agrupaban alrededor del templete y, ceñidos en amoroso abrazo, bailaban al son de la música.
Estuve un buen rato contemplando a los bailarines, cautivado por la dicha que se reflejaba en sus rostros. De no ser por las circunstancias, yo también me habría sentido feliz y hasta me habría decidido a ejecutar unos cuantos bailables.

—¡Ya me agobia tanta música! –exclamó de pronto Caronte–. ¿Qué te parece si damos un paseo? –propuso inquieto.
—De acuerdo –aprobé al ver su gesto de fastidio–. ¿Adónde sugieres que vayamos?
—Mientras tú estabas pendiente de las evoluciones de esos idiotas, he observado que varios grupos de personas tomaban por aquella vereda –dijo señalando un camino de gravilla, al cual se accedía descendiendo unas escaleras–. Me da que se dirigen a ver alguna atracción. Si quieres podemos comprobar si estoy en lo cierto.

El camino nos condujo a una glorieta donde se hallaba instalado un teatro ambulante, cuyo letrero de neón anunciaba en grandes caracteres la atracción de la noche:

GRAN TEATRO DEL MUNDO
Hoy:  Presentación de "El Gran Milahi"
(Penetre en el mundo de la magia por un módico precio)


Parecía una broma morbosa, preparada por algún duende maligno. Pensé con ironía que si alguien necesitaba los servicios de un mago, ése era yo. Pero fijo que recobrar mi memoria no consistía en un acto de magia, sino en hallar el desencadenante que había provocado su pérdida.


Continuará...
© María José Rubiera Álvarez



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